Lisa se mudó a la calle Jefferson al poco de haber acabado yo la escuela superior. Aquel verano hizo un calor inusual en Chicago y, junto a mis amigos, pasaba gran parte de los días tumbado y charlando junto al lago, mientras apurábamos un refresco entre varios. No es que fuéramos de clase social baja pero los dólares no sobraban. Aunque mi padre me presionaba para ello - Mike, es hora de que busques un empleo. Si no, vas a acabar mal. - yo me hacía el remolón y me decía a mí mismo que, siendo aquel el último verano de la buena vida, debía aprovecharlo, que ya me colocaría al llegar el otoño. Mi madre, más condescendiente, hacía la vista gorda ante mi holgazanería, pensando quizá que un soplo divino despertaría en mí a un artista o a un escritor de valía. Ella era una lectora empedernida y, seguro que por esa razón, yo también lo era. Devoraba novelas que tomaba prestadas de la biblioteca en la calle Van Buren. Apreciaba sobre todo las de gangsters malvados de dedo fácil en el gatillo que hacían negocio traficando con bourbon y enamorando a damas de quitar el hipo, así como con relatos de policías inteligentes que con dos pistas de nada solucionaban casos realmente complejos. Como frecuente visitante de la Harold Washington Library, Katty, la señora encargada del control de préstamos me trataba como a un hijo. De edad similar a la de mi madre siempre me decía que ojala su hijo fuera tan aplicado y tan aficionado a la literatura como lo era yo. Yo sonreía y me dejaba querer. A veces le llevaba un pastel de calabaza sisado a mi madre y, a cambio, ella hacía la vista gorda cuando yo, una semana sí y otra también, me retrasaba en la devolución de los volúmenes.
Fue precisamente al salir de la biblioteca y dirigirme a casa, cuando me crucé con Lisa de sopetón. Mi barrio era pequeño y nos conocíamos todos, así que al ver una silueta irreconocible mis ojos volaron hacia ella casi instantáneamente. No hubiera ocurrido más si no llega a ser porque, de la sinusoide del vestido agitado por la brisa que llegaba del lago, me llegó el aroma de un perfume tan dulce que a mí, joven adolescente, me pareció que no podía proceder de este mundo. Las chicas que yo conocía no se perfumaban o, a lo mucho, se rociaban con un chorrito de agua de limón. Las chicas que yo conocía olían a jabón fuerte, a piel, a sudor cuando corrían compitiendo por saber si ellas eran más rápidas que nosotros. Pero aquella mujer- instintivamente, comprendí la diferencia entre una muchacha y una mujer- era distinta. Ocurrió todo en unos pocos segundos mientras nos acercábamos el uno al otro, girábamos nuestras cabezas observándonos, y nos dábamos la espalda caminando cada uno hasta nuestro destino. En aquel breve intervalo de tiempo, llegué a apreciar su rostro, el más hermoso que yo había visto jamás, la delgadez de su talle, el cabello tan sabiamente peinado que ni un mechón escapaba del lugar que le había sido asignado pero que, sin embargo, parecía mecerse al viento como la crin de un caballo libre galopando en la pradera; vi sus labios ligeramente pintados, sensuales, pecaminosos; su vestido que era costoso y comprado en alguna tienda de prestigio, sus pies delicados, sus manos exquisitas. Ella me mantuvo la mirada pero con cierta indiferencia.
Sin dejar de caminar, volví mi cabeza y la vi alejarse hasta que tropecé con una valla que casi me hace caer.
Al llegar a casa, dejé caer los tres libros que había tomado en préstamo sobre la cómoda y me tumbé en la cama. Recuerdo que pasé un buen rato rememorando el encuentro fortuito, ensimismado en la visión de Lisa y preguntándome qué hacía una diosa como ella en un barrio como el mío. Dos horas después, cuando mamá llamó para la cena, yo estaba resueltamente decidido a saber más de ella, a conocer dónde vivía y a presentarme como su amigo. Aquella noche navegué entre la ilusión por cumplir mis planes y la desolación de pensar que viviría al norte, donde los ricos, y que su paso por allá sólo había sido una afortunada casualidad que nunca volvería a repetirse. Pensaba, consolándome, que al fin y al cabo ella me había visto con tres libros en la mano y que eso era bueno para mí. Un intelectual, habría pensado, un chico aplicado, trabajador y estudioso.
Los dos días siguientes los dediqué a husmear aquí y allá para saber de ella. Apliqué todos los conocimientos que las novelas policiacas me habían dado a lo largo de los años y, cual inspector Murray – adoraba yo por entonces las aventuras del inspector Murray, rudo pero noble policía que resolvía cada semana el caso relatado en la revista Short Stories for all- fui atando cabos hasta hacerme una idea algo precisa de quién era ella.
Se llamaba Lisa y tenía tres años más que yo. De familia acomodada, unos malos negocios de su padre habían hecho que no pasaran por sus mejores momentos. Habían vendido la casa que tenían junto al lago y se habían trasladado a la Jefferson, a una casa amplia, soleada y bien conservada, mucho mejor que la que yo habitaba, pero muy por debajo de las su barrio original. Según me dijeron, era una chica culta, enamorada del arte, pintora aficionada y, como yo, lectora persistente. No se le conocía novio- esto me encantó- y era de temple callado y reservado de modo que mucho de lo que supe de ella era porque su madre, que la adoraba, contaba maravillas de su hija.
Organicé una vigía sistemática y precisa hasta que supe de sus horarios y de sus movimientos. Aquellas semanas sudé la gota gorda, esperando paciente bajo el sol de plomo a que apareciera. Al principio no obtuve ningún resultado. Me parecía peligroso y grosero esperar en la misma entrada de su porche, así que sitúe mi puesto de centinela en el preciso lugar donde nos cruzamos el primer día. En previsión de un encuentro, llevaba conmigo siempre dos o tres libros y unas gafas que no necesitaba en el bolsillo de la camisa. Alguien me había asegurado que las mujeres se mueren por los hombres intelectuales con gafas. O eres un armario musculoso- cosa a la que yo no podía aspirar- o lees con gafas, me había dicho una vez mi tío Alfred al que acababa de dejar mi tía Mary, la cual se había fugado con un escribano con gafas que vivía en Wisconsin. Un personaje esmirriado y bajito, según mi tío, pero que para fatalidad de la familia llevaba gafas y leía mucho. Con ese bagaje de consejos, yo me dispuse a conquistar a Lisa.
Mis esfuerzos dieron sus frutos. Siempre por casualidad aparente, nos cruzábamos repetidamente en la calle y la familiaridad que producen los encuentros continuados hizo que acabáramos saludándonos y que nos sonriéramos nada más vernos. Incluso, un día en que una pelea callejera entorpecía el paso quedamos uno junto al otro mirando la escena. Aproveché para presentarme:
- Hola, soy Mike
- Yo, Lisa – me abstuve, claro, de decirle que ya lo sabía, que había emborronado cuadernos con su nombre, que lo musitaba a todas horas.
- Encantado, Lisa. ¿Vives por aquí, verdad? Nos hemos visto ya muchos días.
- Sí, aquí cerca- tampoco le dije que sabía de memoria dónde se hallaba su casa y cómo era su jardín y los visillos que colgaban de su ventana.
En aquel momento, se liberó la calle y cada uno prosiguió con su caminar. Pasaron las semanas y de vez en tanto conversamos, siempre brevemente, siempre sobre asuntos anodinos. Pero yo estaba esperanzado como nunca. Que iba avanzando era evidente. Que Lisa no me rechazaba también. E incluso parecía estar a gusto conmigo. Me volví coqueto, me peinaba con cuidado, suplicaba a mi madre que me planchara las camisas y los pantalones con esmero. Ella era mi musa. Cuanto más la conocía más me admiraba su forma de moverse, su cara de ángel, su piel de cristal, su risa sencilla pero embrujadora, el trazo sensual de su cintura y de sus pechos. Cierto es que no acababa de saber más de ella. Aparte de las charlas sobre eventos insignificantes y de los saludos habituales, poco más sabía de ella. No parecía ir a la universidad ni frecuentaba la biblioteca pero esto lo achaqué a que, siendo de familia adinerada, su salón tendría un mueble con miles de volúmenes, más de los que yo pudiera nunca leer. A pesar de la falta de más datos, me era evidente que era una mujer culta, educada, que gustaba de los placeres del arte y de la belleza. Esto me preocupaba. Yo leía, sí, pero poco más sabía. No había ido nunca al teatro, la música que me gustaba era el jazz y cuando mi padre ponía un disco clásico en el giradiscos, mis oídos comenzaban a quejarse al segundo compás. Para ser sinceros, yo no apreciaba tampoco la pintura ni la escultura. La única vez que había entrado al Art Institute sería hacía lo menos diez años y para hacer un trabajo que nos encargó la señora Paulson, la maestra de historia. El cine sí que me gustaba y los domingos iba con mis amigos a un local en la calle Hubbard, donde nos dedicábamos a ver la película y a gritar para fastidiar al acomodador, a partes iguales. Lo más divertido era cuando llegaba con la linternita buscando al culpable y todos fingíamos estar atentos a la cinta.
Para cuando las hojas comenzaron a caer, yo estaba decidido a salir con ella. Mi corazón me decía que era la mujer de mi vida y que yo era el galán de su existencia. Pero mi timidez me vencía y eso hizo que pasara otro mes en el que continuamos con nuestras conversaciones ingenuas y anodinas. Por fin, una tarde en que llovía, ocurrió lo que yo tanto había esperado. Era sábado. El cielo se había encapotado y al sur, sobre el lago, la luz de los relámpagos hacía brillar el gris plomo de una masa de nubes enormes que se abalanzaba sobre el down town. Yo llevaba un paraguas y me brindé a acompañarla hasta su casa para que no se empapara. Ella me lo agradeció y caminamos desde la Van Buren hasta la Jackson, cruzando el río y apresurándonos antes de que la tormenta arreciara aún más. Procuré en todo instante que ella quedara bien tapada y no dudé en mover el paraguas sobre ella, a pesar de que con esa acción yo me empapé por la lluvia racheada. Cuando llegamos a la entrada de su casa, me dio las gracias y yo- todavía no sé cómo logré sacar fuerzas para decirlo- le dije:
- No sé, me preguntaba si alguna tarde podríamos ir a algún sitio. Ya sabes, nada del otro mundo, merendar o algo…
- Sí, de acuerdo me encantaría- contestó para mi sorpresa.
El corazón me dio un brinco y me iluminé como si el cielo ya no se derramara en un diluvio aplastante sino que hubiera arco iris por docenas. Tanto que no supe qué contestar. No me esperaba aquella bendita aceptación. Me quedé callado.
- Yo salgo mañana para Wisconsin. Un asunto que debe resolver mi padre y le acompañamos. Pero estaré de vuelta el próximo sábado. Podríamos salir el sábado, ¿te parece bien?
- Claro, claro, el sábado, es perfecto- contesté entrecortadamente, como un lelo drogado y con una sonrisa que debía parecer de lo más ridícula y cursilona. Esa carita, no pongas esa carita de tonto enamorado al mirarla, me dije a mí mismo para controlarme.
- ¿Dónde iremos?- pregunto ella. El trueno cada vez se escuchaba más cerca del rayo y no era momento para dudar. Ella entraría a su casa en cualquier instante. Balbuceé.
- No sé… donde tú quieras…
- ¿Te parece ir al Art Institute? Hace un siglo que no he entrado. Lo pasaremos bien.
- Sí, sí- asentí como un autómata- el Institute está bien. ¿A las tres?
- Ok, a las tres- y agitando su mano en señal de despedida, entró corriendo en su casa.
Regresé a la mía bajo la lluvia, olvidado el paraguas, mojado hasta el tuétano, imitando a Gene Kelly con torpeza y no entendiendo cómo podían caer chuzos el día más alegre de mi existencia.
Después de cambiarme de ropa, beber una sopa caliente y recibir una reprimenda de mi madre por ser tan estúpido de volver con el paraguas cerrado bajo aquel aguacero, me asalto un miedo insuperable. Habíamos quedado en ir al museo. Ella lo había propuesto. Efectivamente, debía ser una artista, una mujer apasionada por la pintura, conocedora de sus estilos, de la vida de los pintores más célebres, capaz de detectar matices y estilos con sólo mirar un lienzo. Un terror insuperable me atenazó de pronto. Había logrado la cita que tanto había ansiado y la iba a estropear a los quince minutos de estar con ella. Yo hubiera quedado bien en el lago, paseando en un bote de pedales, jugando en la bolera- era bueno yo, tirando bolos-, incluso enseñándole la biblioteca. Pero, ¿en el museo? ¿qué sabía yo? ¿de qué iba yo a hablar allá dentro? Se me antojaba una encerrona en la que yo mismo me había metido. Iba a hacer el ridículo, ella se reiría de mí o, peor aún, me despreciaría por mi incultura.
No podía permitirlo. Aún recuerdo aquella semana como la más frenética de mi vida. El mismo domingo me planté delante de Katty y le espeté:
- Katty, tienes que ayudarme. Me juego la vida.
La buena mujer se asustó en un primer momento pero se tranquilizó al saber que lo único que yo deseaba es aprenderme el museo de memoria en una semana.
- Tengo que saberlo todo, absolutamente todo del Art Institute. Y ahora sólo sé que hay dos leones de bronce delante. ¿Lo comprendes?- la apuré con aspavientos- es vital para mi futuro. Tienes que prestarme todos los libros que hablen del dichoso Instituto, ya. Los necesito ya.
O porque le parecí verdaderamente abrumado o por la simpatía que me profesaba, lo cierto es que la buena mujer volvió al cabo de media hora con una gran caja de cartón repleta de libros.
- Uno solo- dijo- uno solo que no regrese el próximo domingo y te juro que, aparte de no dejar que pises más la Washington, te patearé el trasero y haré que tu pobre padre lo haga también- dijo muy seria.
Llegué a casa y comuniqué solemnemente que tenía mucho que estudiar, que era importante y que no me molestaran. Mis padres asintieron, no por comprender mi súbito arrebato sino porque pensaron que si pasaba la semana leyendo sería mejor que si la pasaba con la panda.
- A ver si por lo menos te sirve para encontrar un empleo- dijo mi padre.
Los dos primeros días fueron frustrantes. El asqueroso Art Institute poseía más colecciones de pintura, escultura y arte de las que yo nunca pude imaginar. Me parecía imposible aprender todo aquello. Mi cerebro carecía del espacio suficiente, aunque me duplicaran el número de neuronas sería imposible saber todo lo que había que saber. Finalmente, resolví que dado que alguna vez había escuchado que a Lisa le gustaba la pintura, me aprendería sólo lo referente a esa disciplina, obviando la escultura, las maquetas en miniatura de la galería Thorne, los muebles, el arte africano o las salas dedicadas a los indios americanos. No sabía nada de pintura pero tenía tres días por delante para hacerme un experto.
Apenas dormí, me alimenté de sopa y de filetes con patatas que mi madre me obligaba a comer, olvidé la cerveza y no salí de mi casa en toda la semana. Al principio, desesperé, me convencí de que todo aquello era un inútil intento, que donde no cabe no se puede meter, de que lo mío no eran ni el arte ni Lisa, a la altura de la cual nunca podría ponerme. Pero, hacia el jueves por la noche, una luz comenzó a clarear en mi cerebro. La mente humana es un instrumento maravilloso y parece que, una vez que se la alimenta con datos, hasta el empacho en este caso, comienza ella sola a auto organizarse, a encontrar modelos, a hallar explicaciones, a unir causas y efectos, a comprender, a compendiar los datos, a simplificarlos, a memorizarlos.
El viernes me sentí mejor. Visité por mi cuenta el museo en una larga visita para conocer de antemano por dónde moverme, aprendí cómo llegar a la sala de pintores impresionistas, descubrí para mi propia sorpresa que me encantaba el París bajo la lluvia del gran lienzo de Caillebotte, que era capaz de encontrar los Cezanne, los Renoir, que podía hablar con propiedad de los nenúfares bajo el puente de Monet, del puntillismo de Seurat, que no me perdía por entre las galerías interminables, me di cuenta entusiasmado que reconocía la barra del bar del Hopper o el paraíso de El Bosco o al propio Toulouse auto retratado.
Regresé a casa feliz, había pasado mi propio examen y ahora pensaba que realmente podía impresionar a Lisa al día siguiente. Me esforcé en dormir pero sólo cuando ya casi amanecía lo conseguí. Me duché dos veces, me rasuré a conciencia, robé un poco de la colonia que usaba mi padre y me vestí con la mejor camisa y el pantalón de raya más derecha que encontré. Me temblaban las piernas y preferí comer muy ligero, no sea que me fuera a entrar sueño o, peor aún, me tronaran las tripas estando con ella. Cepillé la chaqueta y salí.
A las tres menos cuarto estaba yo delante de su casa. El día acompañaba. Era frío pero azulado y la luz de sol del otoño tardío caracoleaba entre las ramas desnudas de los árboles y dibujaba chispitas en los vidrios de los edificios. Salió hermosa y me sonrió.
- Casi se me olvida- se disculpó.
- No pasa nada- dije, aunque me hubiera muerto allí mismo si hubiera faltado a la cita.
- No, no me lo hubiera perdonado. Me apetece mucho ir al Art Institute contigo.
Aquellas palabras fueron como miel para mí. No sólo estaba conmigo, es que le apetecía. Ardía de amor aunque me cuidé mucho de mostrar el menor atisbo.
- ¿Qué tal el viaje?
- Bien, un poco aburrido. Daddy se ha pasado la semana con el notario y nosotras no hemos podido hacer casi nada.
- Vaya, lo siento.
- Pero hoy estoy segura que lo pasaré bien.
- Claro- contesté, asumiendo el reto.
Caminamos avenida abajo hasta llegar al museo. La fila en la entrada era corta. Pagué yo, invitándola. Dejamos las chaquetas en el guardarropa y nos entregaron a cambio una ficha que guardé con cuidado. La dejé pasar cuando llegamos al torno de la entrada. La mujer que vigilaba el acceso nos sonrió e hizo un gesto con la mano hacia la escalera principal. Yo, que había pasado la tarde anterior en el recinto, tomé la iniciativa.
- ¿Te parece que visitemos primero la sala impresionista? Me encanta el impresionismo- fingí un entusiasmo artístico que no sentía.
- Sí, cómo no- contestó amable, aunque no detecté ninguna emoción especial en su voz.
Subimos la gran escalinata que secciona el museo en dos y nos plantamos frente a la pintura de Caillebotte. Me imaginé que la pareja principal, caminando del brazo pausadamente bajo un paraguas, éramos nosotros la semana anterior.
- Me gusta mucho este cuadro. Fíjate qué detalle de reflejos en los adoquines mojados- repetí, con cierta afectación, lo que había estudiado en alguno de los libros.
- Sí, sí, cierto,- contestó- aunque alguna de esas figuras parece como que vayan con el paso cambiado, ¿no?
- Sí, qué perspicaz eres – repliqué admirado aunque, en realidad, yo no percibí nada de ello por mucho que miré.
Continuamos despacio, y delante de cada obra yo soltaba mi pequeño discursito, comentaba un detalle leído que sabía que era importante, intentando impresionar a Lisa con mis conocimientos. Ella, más bien, se mantenía en silencio. Se detenía delante de cada uno de ellos pero no permanecía mucho rato atenta.
Comencé a preocuparme. Se estaba aburriendo, seguramente ya había detectado que mi presunta sabiduría artística era falsa, impostada. Ella, que debía saberlo todo sobre el museo, sobre los artistas, que conocería al detalle los pormenores de cada acuarela, me estaba pillando, sabía que yo era un inepto, pero por cortesía callaba. Estaba hecho un lío cuando llegamos frente al retrato de una dama con un elegante vestido blanco. Una dama elegante, enfundada en una túnica femenina romana, apoyando su brazo sobre el respaldo de la silla, mirando distraida a un un punto inconcreto, la falda blanca cayendo hacia el suelo, un color que brillaba reluciente sobre el fondo cobalto del cielo.
- Mira, este es el retrato de Constance Pipelet- dije, no porque me acordara sino porque lo acababa de leer en el pequeño letrerito a un lado del lienzo- de un pintor llamado Desoria.
- No sabía que alguien pudiera llamarse así- contestó con cierta sorna.
Su media burla me asustó pero entonces volvió a ocurrir un milagro. Me miró con atención y me dijo:
- Oye, Mike, estoy admirada. Veo que sabes mucho de pintura. Eres un joven de mucha cultura.
¡Síiiiii! – grité silenciosamente en mi interior- ¡Síiii!- ¡estoy a su altura, sí, puedo soñar con que me ame!
- ¿Mike?
- Dime, Lisa
- Quisiera hacerte una pregunta sobre este cuadro. Es algo que no comprendo acerca de él.
- Por favor, dime- repliqué seguro de mí mismo por afuera, pero temblando por dentro.
Aquella mujer que lo sabía todo pensaba que yo conocía aún más, me iba a preguntar y yo podía estropearlo todo con una respuesta estúpida. En décimas de segundo intenté que todo lo que había estudiado en los libros se agolpara en mi mente, que ningún detalle pasara desapercibido.
- Igual no puedo contestarte. No sé tanto… - dudé.
- Claro que sí lo sabrás.
- Anda, pregunta.
- A mí, la pintura me aburre bastante y no me había fijado nunca en ello pero, ¿En aquellos tiempos, cómo lavaban la ropa para que quedara tan blanca?
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