14/2/14

Carta en el día de San Valentín







Podría escribirle una carta de esas llenas de adjetivos dulces y empalagosos, pero prefiero no hacerlo. Podría decirle que usted es hermosa, muy hermosa, que su sonrisa me arroba, que me hechiza su mirada, que su cuerpo me cautiva y desboca mis pasiones, que es usted miel y vainilla, almíbar y fragancia de jazmín, mar y cielo, luz desaforada. Podría, incluso, crear unos versos de esos que luego se pueden recitar adornados de bordones cuando la noche, arriba, muy arriba, donde mora Dios, se ha alumbrado ya con luceros y hay farolillos amarillos colgados en las casas de aquí abajo. No sé, algo como:
 
No la quiero en matrimonio,
ni en su casa recogerme,
nada tiene que traerme
ni por mí dar testimonio.
Sólo deseo, señora,...
que anhele el tener que verme.
 
Pero no es eso lo que quiero decirle hoy, aunque todas y cada una de esas palabras me lleguen a la mente al pensar en usted.
 
Hoy le escribo para sincerarme, para contarle la verdad, para decirle que soy un egoísta. Sí, egoísta. Igual debería pedirle perdón o, por el contrario, darle las gracias o dárselas al cielo, pero un buen egoísta como yo sólo piensa para sí mismo, así que he tomado la pluma para contarle, con todo el descaro, por qué la adoro.
 
Sí, soy egoísta y quiero que me ame más y más, y es tanta la avaricia que tengo de usted que no me contento nunca. Necesito que me ame porque me beneficio yo. Cuando la quiero con esta locura tan profunda que me deslumbra, mis sentidos se estimulan, mi cuerpo tiembla, mi mente galopa por campos pintados de lavanda, navego sin navío, vuelo sin alas, percibo mil experiencias nuevas de las que sólo había oído hablar en los libros sobre alucinógenos. Cuando conversa conmigo lo aprendo todo en esas clases de vida que me ofrece gratis, me convierto en sabio. Cuando me sonríe, siento un cosquilleo que me satisface como nunca antes lo había sentido; sus ojos me emborrachan y endulzan el mundo como el mejor vino añejo; sus caricias engendran sueños tiernos, su carita hermosa me embelesa y borra cualquier pesar; cuando me acompaña su mirada- ay, su mirada- me convierto en valeroso caballero. La quiero a usted, en realidad, porque me hace sentir hombre, porque llena la vida de sabor y de pálpitos, porque la fortaleza de su carácter apuntala mi debilidad. Si me ama, aunque sea un poquito, camino por la existencia  protegido. Usted, con su inteligencia y su concepción del mundo, me guía en cada pequeño detalle, en cada encrucijada que debo afrontar, aunque no lo sepa ni lo busque. Usted es como un faro, como un mapa, como un libro de señales que me rescata entre las tormentas. Entonces, cuando tengo miedo, cuando dudo, le pregunto algo o imagino qué haría usted o, simplemente, tomo cualquier decisión tranquilo porque sé que tengo la red de sus brazos, la de su comprensión, la de su cariño y la de sus ánimos, ocurra lo que ocurra. Es como cuando de niños jugábamos a guardias y ladrones y, asustados porque nos iban a pillar, nos metíamos en el sitio convenido y gritamos ¡casa! Usted es mi ¡casa!, mi refugio.
 
Cuando le hago el amor, soy yo. Cuando la beso, soy yo. Usted consigue que yo sea la mejor versión de mí mismo. Quiero dárselo todo porque haciéndolo me siento bien. Me muero de amor por usted porque eso me convierte en el ser más especial. Deseo que sea feliz porque si no lo es, yo no lo soy. Quiero gritar su nombre para que piensen que soy el mejor de los poetas. Quiero escuchar su voz porque me gusta la música. Devuelvo sus abrazos porque me deleito con el tacto del terciopelo de su piel. La beso porque bebo néctar de sus labios. Anhelo su cabello porque me gusta sentir el mejor perfume de las flores. Deseo pasear tomándola de la cintura para que los demás se mueran de envidia al verme con usted. Todo es egoísmo, todo.
 
Por eso, por vanidad, por ambición, por codicia de usted, por soberbia, por el orgullo de ser el elegido, por querer que me envidie el mundo, por presunción, por arrogancia, por no dejar de sentir este portento que siento, deseo que me quiera locamente y, si eso no puede ser, al menos que deje que me engañe con el sueño de que me ama y disfrutar de la gloria de amarla, aunque le importune a veces. Permítame  soportarme en usted. Soy egoísta y no sé si sabré devolverle ni un poquito siquiera de todo lo que me da. Ha logrado que conozca lo qué es amar en demasía, con desmesura, cómo debe amarse. Y, egoísta como soy, no quiero perder ese privilegio que el cielo me ha dado con usted. Sepa que la voy a amar hasta el final de los tiempos. Por mi bien.
 
Desde este corazón que tengo yo pero que es suyo, le saludo atentamente.
 
 
 
 

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