Mientras la observaba, se preguntaba cómo era posible tal atención a los detalles. Si algo le encantaba de ella era la naturalidad con la que conjuntaba las pequeñas cosas, los acentos que diferencian una vida gris de una existencia plena. No parecía hacer esfuerzo alguno en encontrar el punto ideal, simplemente surgía de ella espontáneamente, en su vestir, en su forma de ser, en su forma de hablar y de concebir el vivir. La escuchaba y parecía que el mundo encontraba su sentido; la veía y estaba seguro que el arte se personaba en ella; hablaba y parecía como si la inteligencia prendiera en cada rincón de la estancia.
Estaba hermosa. Camisa de rayas azules, jersey marino, unos zapatos acharolados muy elegantes, pantalones que enmarcaban su delgadez. Él estaba convencido que se había vestido a toda prisa y, no obstante, el resultado parecía diseñado por un modisto de postín en Nueva York o Milán.
Cenaron en la biblioteca, con una copa de vino y una carne servida sobre platos de piedra. Le pareció que el tiempo no daba de sí, no había minutos suficientes para atender a la conversación interesante, para ver su carita guapa, para delinear con la mirada la silueta, para aprender con los sentidos y el sentimiento cada detalle, cada gesto, cada mohín, cada sonrisa, cada pensamiento que expresaba. Él pensó que se necesitaban varias vidas seguidas para poder adorarla completa y reclamó el que se las permitiera tener.
- Pero yo no quiero eso, yo quiero estar sola- le había dicho ella, con una sonrisa que hacía ligeramente soportable lo terrible de la afirmación, del mazazo. – No quiero correr el riesgo de que me vean contigo.
La habitación, en lo alto de la casa, tenía el techo inclinado, soportado sobre vigas gruesas de madera bien cuidadas. Él abrió la ventana y dejó que la brisa fresca del anochecer entrara. No había estrellas, apenas el resplandor difuso de una luna gibosa trasluciéndose a través de la capa de nubes. Llovería, y se alegró de ello. Siempre es agradable escuchar el tintineo de las gotas sobre los vidrios cuando uno está acostado desnudo y abrazado al cuerpo que adora.
Se tumbó sobre la cama y la miró, al fondo. El baño de la habitación era abierto. La vio en la ducha, enjabonándose, ajena al hechizo que creaban sus manos recorriendo sus pechos y su vientre, su sexo y sus piernas. Conocía cada movimiento, el ritual que ella seguía con el agua, con la esponja, con el gorrito de plástico para no mojarse el pelo.
- Mira – le había dicho- este gorrito lo ha diseñado una mujer, seguro.
- ¿Por qué?- había él preguntado, incrédulo.
- Porque tiene una gomita para recoger el pelo y eso sólo se le puede ocurrir a una mujer- respondió ella muy seria.
Él respondió con un beso. Era una mujer de detalles, capaz de ver donde él estaba ciego. Ciego de amor, pensó, sin neuronas disponibles para ver más allá del ansia de quererla y de sentirla, de pavonearse orgulloso de su compañía, de estar junto a ella para todo lo que pudiera necesitar. Él no se fijaba en los detalles, nunca hubiera visto el recogedor del cabello y su gomita porque verla a ella era como el fogonazo de un flash en plenos ojos, como la transfiguración de la que hablan los místicos, una experiencia intensa y total, apabullante, que no permitía ver detalles aunque debían estar ahí, debajo de la luz cegadora, como la trama de los hilos pasa desapercibida al acariciar la seda.
Y comprendiendo que ella comprendía lo que él apenas imaginaba, tuvo que aceptar que quizá ella tuviera razón aunque él no fuera capaz de aceptarlo por nada del mundo.
- Déjate la coleta, estás preciosa así- le dijo, y la reclamó junto a él.
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