Huele a
caldo de verduras en el pequeño ático. Un puchero rojo se calienta sobre la
plancha de la cocina, alimentada con carbón y leños por debajo. Hay un atizador
para revolver las cenizas apoyado junto a la portilla de la caldera. En una
esquina, un brasero para caldear la estancia. Está atardeciendo y, fuera, nieva
ligeramente.
Dos
niños pequeños - quizá seis y cuatro años- están sentados en sillas, charlando,
con las piernas colgando sin que alcancen el suelo. La madre los vigila de
reojo mientras prepara unos muslos de pollo, una comida de fiesta porque es
Nochebuena.
Se
escucha el ascensor y los niños se levantan alborozados y van a la puerta.
Viene el padre.
- - ¿Has traído? ¿Has traído? – gritan entusiasmados.
Y él,
se agacha y los acaricia con una de sus manos mientras que con la otra esconde
una bolsa tras su espalda.
- - ¡Dánoslas!, ¡ya, ya! – insisten los chiquillos.
Abren
la bolsa y encuentran lo que llevaban esperando toda la tarde. Decenas de
cajitas de todos los tamaños. El padre las ha ido guardando durante semanas en
el trabajo. Son los paquetes con componentes y adornos que tiran en el taller
donde trabaja, una vez vacíos.
Un rato
después, los cuatro están sentados en el suelo y hay una ciudad construida con
cajas apiladas. Forman parques y edificios, calles y trolebuses que circulan
por ellas. Huele a caldo de verduras. Nieva afuera. En la radio suenan
villancicos.
Uno de
los niños se siente feliz, piensa que la navidad es hermosa, que la vida es
maravillosa.
Ese
niño era yo. Fue una navidad preciosa.
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