Dicha
como advertencia o provocación amistosa, la expresión «peligro de muerte»
siguió dándome vueltas en la cabeza durante horas. La tengo aún dentro, la
mosca atrapada en la botella que intenta levantar vuelo y choca con los
infranqueables cristales, con la barrera invisible. Me ocurre frecuentemente en
los últimos tiempos, esto de quedarme atascado con la palabra «muerte». No era
así antes. Aunque del rango más modesto, siempre me he tenido por un
científico. Y precisamente la ciencia busca establecer certidumbres, de modo
que la muerte -lejos de ser un enigma o un misterio- es la evidencia científica
por excelencia. Así lo he creído hasta hace bien poco. Si hace un año alguien
me hubiese preguntado «¿Qué será de mí tras la muerte?», le hubiera respondido
sin vacilar: «Primero serás una efigie lamentable y exánime que después se
convertirá poco a poco en algo abominablemente hórrido, que más tarde se
desplomará en cascotes, para hacerse luego polvo y finalmente acabar en nada.»
No hay mucho más que añadir. Y sigo pensando así, créeme: mantengo esta versión
científica de la muerte.
Y
sin embargo, junto a ella, desde hace un año atisbo algo más… Se me impone otra
evidencia: inexplicable, incomprensible, negra y también escandalosa y
opacamente consoladora. Si es que se puede llamar consuelo a que el dolor siga
vivo y no se resigne al acatamiento final de lo necesario. De esta perplejidad
contradictoria, como de tantas otras dulces o amargas de mi vida, eres la
responsable. Para entendernos: yo sé que has muerto, Lucía, asistí a la
devastación del cáncer y a su culminación lógica, irresistible, fatal. También
estoy seguro -estremecido, escalofriantemente seguro- de que ahora sigues los
diversos estadios degradantes que establece para cualquiera de nosotros y para
todos el concepto científico de la muerte. No quiero imaginarte hoy, ahora, no
puedo, no lo soporto. Todo eso lo sé, lo comprendo, doy razón de ello. Pero hay
algo más, que se opone a toda mi acrisolada sensatez. Te sigo viendo, Lucía.
Sí, te veo. Ni mejor ni peor de lo que siempre fuiste, tan imprescindible para
mí como en cualquier otro momento desde que nos conocimos, atenta, irónica,
enfurruñada, a veces displicente aunque sabes que eso no me gusta. Conmigo, no.
Te veo y te hablo. Tú lo sabes muy bien y me comprendes, ¿verdad? Claro que sí.
Por
supuesto que no estoy loco ni tengo nada de místico, de modo que ya sé que esto
no puede ser. Pero precisamente porque soy hombre de formación científica no
quiero negar la evidencia de mis sentidos: no digo ni mucho menos que lo
imposible pueda ser, sólo me limito a constatar que lo imposible es. Llego a
casa y me esperas sentada en tu sillón favorito, en el que leías una tras otra
novelas policíacas, o en la cocina, o incluso un par de veces te he encontrado
en el retrete y me he retirado tras cerrar de prisa la puerta, murmurando
«¡Huy, perdón!».
Entonces…
¿la muerte? Y que conste que no pienso ahora mejor de ella que antes. Pero,
claro, resulta que te veo y por tanto puedo hablar contigo. Me respondes
asintiendo o negando con la cabeza, sonriendo, amenazándome con el dedo,
sacándome la lengua… No sé si podría evitar verte, pero desde luego no quiero.
¡Hace tanto que no sé vivir sin tu compañía! Quizá se trata de eso: lo mismo
que una tira de papel enrollado guarda cuando se lo alisa la tendencia a
recuperar su formato anterior, puede que el alma también adquiera el pliegue de
las frecuentaciones y los afectos que le han sido imprescindibles. Entonces eso
quiere decir que tú sigues conmigo por costumbre, y por dulce y menesterosa
costumbre te sigo viendo yo. Ahora mismo, ahora mismo te veo: igual que
siempre, intacta y cotidiana, un poco despeinada, algo impaciente por mi manía
de darle tantas vueltas a las cosas. Te veo como fuiste, es decir como eres, o
sea como estoy convencido de que nunca dejaras de ser, aunque lo demás haya
cambiado por fuera horriblemente. Te veo así, tal cual, tú misma. Te veo como
si te estuviera viendo.
Fernando Savater, "La hermandad de la buena suerte"
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