Una
mañana más, el despertador suena a las seis y media. Estás a oscuras porque
amanece más tarde. Remoloneas unos minutos entre las sábanas y acaricias con
las manos el otro lado de la cama. Sientes que allí el tejido es más suave,
está menos raído que en tu propio extremo, porque tú siempre duermes a la
derecha. Al cabo, compraste la cama para dos, de uno cincuenta, pensando que
era para siempre. Hay que ser bobo para pensar que algo es para siempre, más
aún que tú podías no aburrirla. Pero, bueno, aquello ya pasó. El tiempo todo lo
cura, hace que todo se olvide. Ya no echas de menos mover tu pierna hacia el
otro lado para sentir la tibia piel de la suya; ni añoras girarte y poder
abrazar su cintura desnuda; tampoco te da miedo ya el no escuchar su
respiración durante la noche ni añoras hacerle el amor. Ahora ya te has
acostumbrado a que el otro lado de la cama esté vacío y, más aún, has aceptado que
así va a estar siempre, que ella no va a encontrar el momento de estar a tu
lado ni sentir la necesidad de un beso tuyo. Te ha costado entenderlo, ha sido
duro, has pasado muchas noches dando vueltas sobre ti mismo en tu esquina, como
uno de esos patinadores que gira sobre su eje, sin atreverte a invadir lo que
era de ella. Ya pasó. Al final, todo se consigue. Fue hermoso mientras duró. La
tristeza de amor sólo existe en los libros medievales. El muerto al hoyo y el
vivo al bollo. Ojos que no ven- y no la ves desde hace mucho tiempo-, corazón
que no llora. El despertador vuelve a sonar. Te deshaces de esos recuerdos que
ya no son nada y te incorporas. Vas al baño y enciendes la luz. Buscas casi a
tientas, mientras tus pupilas se acomodan a la claridad, la maquinilla. Pulsas
el interruptor y escuchas el zumbido de las cuchillas. Estás desnudo frente al
espejo y comienzas mecánicamente a afeitarte mientras tu cabeza sigue jugando
con recuerdos que ya son sólo pasado. Sí, por unos segundos te acuerdas de
cuando ella se levantaba desnuda y caminaba por el pasillo que parecía que la
gloria hubiera madrugado con ella. O de cuando desayunabais juntos. El baño
está ahora despejado y agradeces que ya no haya aquel batiburrillo de cremas y
cepillos, pinzas térmicas y lazos de colores con los que invadía la tarima. Te
sientes bien, al fin asumiendo tu vida, sin depender de nadie con toda tu alma.
Notas
un tirón, un pellizco de las cuchillas en un pelo rebelde, y te miras en el
espejo. Entonces, al verte reflejado, te percatas. Estás sonriendo con cara de
tontaina mientras recuerdas cada milímetro de la piel de ella, cada segundo de sus
acciones en aquella casa ahora tan solitaria. Tu expresión feliz de pardillo te delata. Te ves reflejado, sonriendo como
un gilipollas, mintiéndote a ti mismo, y piensas “mierda, sigo enamorado”.
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