6/8/17

El cumpleaños de la abuela Severina



El otoño acaba de comenzar y la temperatura es aún cálida para festejar por la noche. La familia se ha reunido en la hacienda de la abuela Severina por su cumpleaños. Nada menos que ochenta y ocho. Hace ya cuatro años que la mente de la vieja se ha ido filtrando por las grietas de la edad y que, Rita y Manuela, las dos sirvientas que la cuidan haciendo turnos, tienen que preocuparse de casi todo. Severina es de buen carácter y mantiene una sonrisa dulce que no se sabe bien si responde a un involuntario rictus de los músculos faciales o algún oculto bienestar aferrado a su alma. Sea como sea, es una enferma llevadera, tranquila, cuyo único problema es la dificultad para comunicarse con sus ayudantas que han de imaginar, en muchas ocasiones, los deseos de la anciana.

Rita y Manuela han decorado el porche y el jardín como lo han venido haciendo desde hace años, desde cuando aún Severina era capaz de dar órdenes y definir con gran exactitud cómo debía adornarse la casa por su cumpleaños. Era, en esto, especialmente quisquillosa porque bien sabía que era el único día en que su numerosa prole se juntaba. El resto del año, el trabajo y la lejanía de la mansión hacían que apenas recibiera visitas. Ella, ante sus ayudantas,  disculpaba su soledad con la distancia y el ajetreo de la moderna vida, pero las dos mujeres, más de una vez, la vieron con los ojos húmedos mirando el camino y comprobando que, como siempre, nunca aparecía nadie.

- ¿Qué tal Rogelio? – el hombre que habla va bien vestido, se nota que le va bien la vida. Pantalón de lino, camisa de marca, manga corta, un buen reloj en la muñeca y sombrero Panamá. 
- Bien, bien – contesta el otro, sentado en una mecedora de madera, pipa en la boca y gafas subidas hasta la frente – ya sabes, haciendo el gusto de Mariela.
- Bueno, no durará mucho. La vieja está cada día peor. Me ha dicho Rita que apenas ya entiende nada y que cada noche le cuesta más respirar.
- La verdad es que venir hasta aquí es un agobio. Esto está en el culo del mundo, Juan, y si no fuese porque algún día algo se podrá hacer con estas tierras, sería mejor que la abuela estuviera en una residencia de la ciudad, mejor cuidada y sin tantos jaleos.
- ¿Tienes un rato para hablar de esto? Precisamente, tengo alguna idea en la cabeza. – Juan se sienta junto a Rogelio. 

Mariela y Sonia son las hijas de Severina. La relación con la madre fue siempre tensa a causa de la disciplina de la que gustaba la matriarca. Se había quedado viuda muy joven, cuando el hacendado Mauro, su esposo, un indiano que había regresado de Cuba con ciertos capitales, sufrió un inesperado infarto, seguramente consecuencia de sus excesos con el tequila. El hombre había comprado la mansión y cultivaba café, las cosas marchaban bien y dejaba que Severina mandara en la hacienda con absoluto control. Él se desentendía y sólo exigía que ella cumpliera con sus débitos conyugales un día sí y otro no, algo a lo que Severina nunca se opuso como si diera por bueno pagar esa incomodidad a cambio de asegurar el futuro de sus hijas. Cuando sacaron a Mauro sobre unas parihuelas, aquella tarde de mayo, Severina no vertió lágrima alguna y supo, en aquel mismo instante, que de ella dependía el bienestar de sus hijas, de sus nietos y de sus bisnietos, como si acabase de fundar una dinastía en aquel apartado rincón del gran río. Y, creyéndose reina, al menos en sus tierras, estableció un protocolo en que incluía el festejo de todos los cumpleaños con un boato y unas formas impropios del clima, de la zona y de las alimañas que rondaban más allá de las cabañas de los trabajadores del cafetal.

Así había sido durante lustros y este año, como cualquier otro, Rita y Manuela han dedicado dos días a preparar la casa para el evento. Primero, una limpieza a fondo porque Severina, aun en su estado, tuerce el morro si no ve que los espejos relucen y los cristales transparentan bajo el sol de la mañana. Las dos mujeres conocen qué piensa con sólo ver su expresión y, con el profundo cariño construido a lo largo de mucho tiempo, desean que esté feliz. Luego, han engalanado el jardín con candiles de velas que cuelgan en ramas y matojos. En la pérgola, que todavía está llena de buganvillas rosadas y alguna que otra orquídea, han situado más lucecitas y el letrero que felicita a la abuela. En los aledaños, regaron ya los parterres de retama amarilla que delimitan un camino imaginario hacia las chinchonas, al final de sus tierras. También, han aireado todas las habitaciones y cambiado la lencería de las camas a fin de que todo esté dispuesto para los invitados.

Los parientes (las dos hijas; sus cónyuges; siete nietos, cuatro de ellos casados con sus respectivas parejas; otros cuatro en noviazgos; dos bisnietos y una docena de amigos íntimos) van llegando al atardecer y besan a la abuela con afecto, unas veces sincero, otras interesado. Ella se deja hacer y, en su estado, balbucea algunos sonidos que pasan desapercibidos. Luego, ya en la cena, una orquestina contratada para la ocasión interpreta versiones instrumentales de arias de ópera. En realidad, a Severina nunca le gustó la ópera ni la música culta. A ella lo que de verdad le entusiasmaba eran los valses de Chabuca Granda y los discos de tango que su Mauro había hecho traer en el vapor y que escuchaban en ocasiones tras los encuentros íntimos. Pero, en el protocolo de su reino, en aquella lejana región, Severina pensó que la ópera era indispensable para inculcar a sus hijas y descendientes un sentido de la cultura que las hiciese respetables. Sólo tuvo éxito con Mariela que acabó gustando del arte lírico e, incluso, haciendo pinitos en el piano. Con el resto de la familia, el fracaso fue rotundo pero, incluso así, respetaban la tradición y se aguantaban cuando los grupos de músicos locales, haciendo gala de más entusiasmo que habilidad, lo intentaban con Puccini, Verdi o Bellini.

- La oferta es firme – Juan bajó la voz, acercándose a Rogelio y mirando al suelo-, son diez mil dólares por hectárea, sin impuestos, de eso ya me encargo yo. Basta que firmen las hijas, que serán las herederas. Sonia está de acuerdo y sólo faltaría que tú convencieras a Mariela. A ti te doy por convencido. El inversor piensa que en estos terrenos debe haber gas y esto hace que no discutan el precio.
- Claro, claro- contesta Rogelio- es sin duda una oferta irrechazable pero nos olvidamos de que aún debe morirse la vieja. Y, aun estando como está, con la cabeza en el Índico, no creo yo que va a ser pronto. 
- Hierba mala nunca muere- sonríe Juan- pero, como mucho será cosa de un par de años.
- Quizá fuera una buena idea despedir a una de esas dos – con un gesto de sus ojos, da por sentado que son Rita y Manuela-, podemos decir que los gastos son demasiados, que con una mujer que atienda a la abuela es suficiente. Y, estando menos cuidada, la vida hará el resto.
- No te falta razón- contesta Juan y bebe un sorbo de licor.

La orquestina se ha arrancado con el brindis de La Traviata y Camila, la nieta preferida de la abuela, la menor de todas, hija de Mariela y Rogelio, coge dos vasos de ponche y se sienta junto a Severina.

- Hola, abuela- acaricia su mano con cariño-, ¿Escuchas lo que  tocan? Tenemos que brindar. Venga, yo te ayudo. 

Camila sabe que su abuela la entiende porque ve un brillo especial en sus ojos, porque la sonrisa se vuelve más dulce y porque la anciana abre la boca un poquito, lo suficiente para que su nieta le aproxime la copa y deje verter poco a poco el licor.

- Está bueno, ¿eh, abuela? Como en los viejos tiempos. Te echo de menos abuela, son tantos los recuerdos de los veranos que pasábamos aquí.

Camila es sincera. Igual es porque sabe que no le contestará, o quizá sea porque es la nieta que siempre estuvo más cerca de Severina, la que conseguía domeñar la rigidez y las normas con zalamerías y carantoñas, la única a la que la abuela dejaba que hurtase bollos calientes recién salidos del horno y a la única a la que, fuera de horas, le preparaba grandes vasos de chocolate espeso.

- ¿Sabes, abuela? Ya no salgo con él. Resultó ser un gañán que sólo quería… bueno, ya sabes, no hace falta que te lo diga… pues eso, que lo mandé a la mierda.

Severina no contesta aunque lo intenta. No importa. Camila sabe que le está diciendo que ha hecho muy bien, que a sus veinte años tiene toda la vida por delante, que ya llegará el verdadero amor, ese que se sabe que es definitivo al segundo siguiente de que arrive.

- Un día, prosigue la nieta, traeré a mis hijos a que te visiten. Pero tienes que prometerme que vas a vivir aún muchos años, abuela. Anda, prométemelo, mueve esos bonitos ojos tuyos para decirme que sí, que vamos a estar aquí juntas muchos años más.

Y la anciana hace algo como un movimiento, quizá un tic momentáneo, pero que para la joven es una afirmación en toda regla.

Rita y Manuela llaman a la cena. La noche ha caído ya y, como invitados por el ángel de la guarda de la abuela, una miríada de luceros y una difusa franja blanquecina iluminan la negrura del firmamento.

La abuela preside la mesa. A un lado, un lugar para una cuidadora. Rita y Manuela se turnan en atenderla y, cuando no lo hacen, velan para que el servicio contratado para la ocasión, ejecute sus tareas con rapidez y precisión. De tanto en cuando, entran en la cocina y vigilan que los asados llegan a su punto. Al otro lado de la abuela, se sienta Camila. El resto, empezando por sus hijas y maridos, se distribuyen a un lado y otro de la mesa construida con caballetes y tablones sobre los que se han extendido manteles de hilo y cubiertos de plata. El vino blanco se alterna con el tinto y el ponche. Los niños contribuyen más al bullicio que el resto y los músicos sólo paran unos minutos para devorar unos canapés y beberse unas copas de jerez que un camarero les sirve.  Como siempre en casa de Severina, la abundancia en los festines es excesiva: asados de cabrito y vacuno, cebiches calientes, truchas pescadas ese mismo día en el río, frutas, sopas de calabaza y camarones, arroz con pollo y cilantro, pastelitos de crema y bizcocho. La abuela come poco, siempre ha sido parca en el apetito, siempre ha disfrutado más ofreciendo que tomando.

Luego, tras la cena, se forman grupos. Unos se sientan frente al río que baja lento. Otros, deambulan por el gran jardín en conversación amena; los más jóvenes se despistan en el arbolado y la abuela queda sentada en su mecedora del porche, bajo un candil de dos cirios, justo frente a la orquesta. Sonríe, pero nadie sabe qué siente.

- ¿Entonces, estamos de acuerdo? – es Juan quien habla en el grupo de cuatro personas, las dos hijas y sus esposos, en el lado sur de la finca- 
- Es lo mejor para mamá – asegura Sonia -, aquí no podemos estar seguros de si está bien cuidada o no. Sí, cierto que Manuela y Rita son de confianza y que llevan más de una década con ella pero la familia es la familia y estaremos todos más tranquilos si la tenemos cerca en la residencia de Arapiles. Me he informado y tiene unas instalaciones estupendas.
- Seguro que a ella no le haría mucha gracia de estar en su sano juicio – prosigue Mariela- pero ya no puede regir ni darse cuenta de nada. Ahora, lo que cuenta es que la cuiden los médicos más apropiados a su cuadro mental, ¿no?
- Sin duda, sin duda – afirma Rogelio-, os entiendo, a los hijos siempre les es más difícil tomar una decisión de este tipo pero hay que hacer caso a la razón y no al corazón. Y para cuidados, este no es lugar. Esto es casi la selva, no nos engañemos.
- Habrá que ver qué se hace con estos terrenos – Juan mira a Rogelio con complicidad -, va a ser difícil que nosotros, con nuestras ocupaciones en la ciudad podamos ocuparnos. Y ya se sabe, la naturaleza lo destroza todo en meses. 
- ¿Habrá que vender, no? – dice Mariela despreocupadamente.
- Sí, es lo más lógico – contesta Rogelio- ¿Qué piensas, Sonia?
- Sí, seguramente.

La orquesta interpreta un fragmento del Don Pasquale, ese en que el anciano protagonista promete vengarse. Nadie canta pero en lo profundo del pensar de Severina, se escucha el Aspetta, aspetta, "Espera, espera", que con tanta gracia cantaba el bajo en el disco que Mauro ponía a menudo.

Su nieta Camila, que está sentada junto a ella, observa que se le agranda la sonrisa y se alegra por ella.

- ¿Te gusta, abuela? ¿Te gusta la música?

Severina asiente con un pestañeo de ojos. En realidad sonríe recordando vagamente el despacho del notario don Aniceto Serrano Andrade, una tarde de marzo, lluviosa, hace seis años. Entre la niebla de la memoria perdida, atisba a recordar la cara del abogado, una primera hoja en caligrafía barroca con la palabra “Testamento”, los nombres de Rita y Manuela en una de las páginas. Y sonríe mientras la música se pierde por entre las flores del jardín. 




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