Durante el día ha intentado no recordarla. Ni recordar el día que es, pero los puestos de rosas y los tenderetes de libros en la calle hacen imposible conseguirlo. Y, para ser honestos, es que él también desea recordar, deleitarse en aquellos días en que madrugaba muy pronto, muy pronto, para ser el primero en plantarse frente a la floristería del viejo Josep y pedirle que le envolviera la flor con el mayor esmero, cosa que el comerciante hacía sin dejar de mirarle para, cada año, preguntarle lo mismo:
- ¿Pero ya son muchos años, no?
Y él respondía que sí, que muchos y que más que vendrían, cien quizá, o mil millones, que el amor de una vida es para eso, para el más acá y para el más allá, que mucho cuesta encontrarlo para luego no cuidarlo con mimo.
Ya no se levanta temprano. ¿Para qué? Para no angustiarse, trabaja fuera de horas, eligiendo las tareas más comprometidas, las más difíciles que ha ido dejando, a propósito, para hoy, para no pensar en otra cosa que no sea la labor. A veces, le cruza un instante que revive, su cara, su voz, y él maldice al cielo en silencio.
El día acompaña. Son las ocho de la tarde y el ambiente es cálido. La luz vespertina se va apagando entre amarillos y naranjas, como se apaga una fogata sin maderos, como se marcha quien nunca se queja. Las farolas comienzan a alumbrarse y los pájaros vuelan a esconderse en los tilos de la avenida, los escaparates se iluminan y las parejas desfilan de la mano. Lo dicho, todo el orbe conspira contra él, que no desea recordar, que quiere dejar el pasado reposar en la memoria… o quizá, el cosmos trabaja a su favor, porque sí que quiere repensar lo que se fue, resentir lo que sucedió.
Cena ligero y se sirve una copita de cava, no porque le apetezca sino porque siempre lo hacía con ella. Prende la lámpara del salón y deja los visillos entreabiertos para que las sombras intermitentes de la calle dibujen figuritas en los cristales. Va a la biblioteca y toma los doce libros. Los lleva por turnos a la mesita redonda y adornada con un florero donde los deposita. Son doce, ni uno más ni uno menos. Doce, como los apóstoles. Se sienta en su sillón, en el que siempre lo hace. El de enfrente, está vacío. Lleva ya demasiados años vacío.
Sorbe un poco de cava y toma el primer libro. Va a ser una noche larga, llena de memorias. Se diría que lo presintió … por qué, si no, dedicar cada uno de ellos. Debería leer los doce volúmenes con la misma ilusión que en su día pero sabe que se le cerrarán los ojos, así que leerá primero las dedicatorias, lentamente, saboreando cada palabra, deleitándose en el trazo de cada letra manuscrita. En su día ni se daba cuenta pero, ahora, cuando ya es tarde, cómo le gusta el trazo de su caligrafía, las oes amplias y las aes rotundas.
Se levanta y toma la rosa que ha comprado al salir del trabajo. Con su lazo, con su papel de celofán, con las gotas de la laca aún húmedas. La besa y la coloca en el sillón de enfrente, en el que permanece vacío.
- Dos por año, siempre dos por año – murmura para sí-, me dabas siempre en demasía, con tu generosidad siempre brotando a raudales, y yo lo apreciaba tan poco.
Toma el primer libro y lo abre. Comienza a leer y con las primeras frases, no puede evitar levantar la vista. Mira hacia delante y ella está allí, oliendo su rosa, sonriéndole. Es curioso, el silencio le dice tantas cosas.
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