10/4/20

Pasión en soledad







El viernes de Pasión es siempre una angustia solitaria. En la noche de Getsemaní, el Nazareno, no tuvo abrazos, ni palabras de consuelo, ni miradas de alivio, ni desahogo ni esperanza a la que agarrarse. La Pasión de cada uno es propia e intransferible, un cara a cara con el destino inexorable que siempre supimos que llegaría, aunque pensáramos que sería mucho más tarde, siempre mucho más tarde, porque la madrugá siempre sucede demasiado pronto. Un tránsito helado, lleno de dudas, miedos y certezas que se derrumban. La Pasión llega siempre a destiempo, de sopetón. Un día se entra entre vítores y ramos por la Puerta Dorada y cuatro días más tarde nos alcanza la desolación de un final no deseado, no esperado, no compartido, en que somos abandonados, tristemente acompañados por el silencio de Dios.

Y, cuando llega, no hay nada que el resto del mundo, siquiera el cielo, pueda hacer. Llega la Pasión y hay que enfrentarla en desamparado aislamiento. A veces, es en una trinchera donde los obuses que explotan dejan tras de sí hombres sin nombre. Otras, en un vehículo que no frena y una llamada telefónica que desata el llanto. O en una mina que se desploma, en un río que se desborda, o en una tierra que tiembla. En ocasiones, es a causa de un corazón que se atora como un reloj oxidado y apenas deja tiempo a llevarse la mano al pecho. Y, también, a veces, la Pasión se encarna en un minúsculo copo de proteínas que sólo busca reproducirse, ajeno al dolor del huésped que lo alberga.

La Pasión de nuestros abuelos con la respiración rota, la de los sanitarios que caen vencidos por horas de trabajo a manos desnudas, la de los que están en la primera línea del combate, la de todas las almas − ¡tantas almas! − que estos meses se van a destiempo, se hace si cabe más dura por esa implacable soledad impuesta. Un desamparo que se hace visible en una cruz sobre el Gólgota, en una UCI con el oxímoron de estar abarrotada de seres que agonizan en solitario, en una mano que busca agarrase a la vida y que no encuentra dónde asirse porque debe morir aislada para salvar al resto. Muerte de héroes, se llama.

No sabemos cómo evitar la Pasión, cómo consolar la soledad del que lleva las espinas, cómo reparar la derrota del crucificado en el humilladero, cómo sanar los pulmones invadidos, pero sí podemos no volver la cara para no ver.
Nada podemos hacer una vez que las procesiones y los cirios han comenzado a desfilar, si no es contener la marea y soportar un duelo también solitario. Pero podemos hacerlo todo para que no desfilen más. 

Podemos oponernos a los besos de los traidores que aprovechan la Pasión para obtener treinta monedas de plata; podemos dar nombres a las estadísticas, encarar a la muerte, ofrecer todo nuestro empeño en que no llegue a destiempo; enfrentar el mal; anteponer lo común a lo personal, investigar y trabajar para entender, para saber, para que no haya más pasiones solitarias. Podemos ser un Simón de Cirene, que no pudiendo impedir la tragedia, pone todo de su parte para aligerarla, en lo que puede, en lo poco que puede, mientras transita por el camino de la amargura. Simón no se oculta, no niega la ayuda a la víctima, no acepta ni comprende a Caifás, se pone a disposición del que sufre y, con él, sufre.  

Después, cuando todo se ha consumado, cuando las tinieblas se van alejando, podemos ser apóstoles del buen hacer, partícipes de la resurrección, del bien común, del esfuerzo compartido, de la renuncia a la codicia propia, aprender de lo vivido. No permitir que, jamás, el olvido nos haga volver a clavar cruces y regresar a Getsemaní.





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