Estar de guardia el día de Nochebuena era una jodienda auténtica. Al menos, pensó, el turno acabaría a las doce de la noche y podría acaso llegar a comerse un poco de turrón en casa, aunque, a esa hora, los niños, Mateo y Aurora, seis y cuatro años, estarían ya durmiendo. Seguro que Luisa, su mujer, le esperaría, aunque se le cerraran los ojos delante del programa aburrido y siempre repetitivo que la televisión estaría dando.
Habría que esperar a la mañana para compensarles con un pequeño regalito que les había comprado. Dos muñequitos que, al sentir una palmada, decían unas frases simpáticas y movían la cabeza. Los había visto en un tenderete del mercadillo de artesanías navideñas que el ayuntamiento había organizado en la Plaza del Inglés, detrás de la catedral. No sabía por qué, pero le habían gustado y quería darse el capricho de llevarles algo diferente. Como no se cambiaría antes de ir a casa, guardó los juguetes en el bolsillo de la pernera, para que no se le olvidaran.
Desde la oficina, llegaba el intermitente soniquete de los mensajes de las patrullas, roto por los clicks de las conexiones de micrófonos. El día estaba resultando tranquilo. Un par de robos en el barrio de la Granadina y una pelea en una tasca de la calle Carrión. Los compañeros en la calle lo habían solucionado sin necesidad de que interviniesen los que estaban de respaldo en el cuartelillo.
Eran ya las ocho de la noche y envió un whatsapp a Luisa deseándole una buena cena. Grabó un pequeño video mandando un beso a los niños y lo adjuntó.
- A ver, los del grupo doce. Hay trabajo – era el sargento el que hablaba.
- ¿De qué se trata? – contestó Armando, mientras el resto se ponía en pie, todos listos para meterse en la furgoneta.
- Un desahucio. En la calle Alcántara, número 96.
- ¿Un desahucio? ¿hoy? ¡No jodas! – Tomás, elevó el tono, molesto.
- Ya lo habéis oído – replicó el sargento –. No soy yo el que da las órdenes. Soy un mandado como vosotros. Y si el juez o quién coño haya dicho que hay que ir, vamos. ¿entendido?
- ¿Son okupas? – preguntó Antonio, el más veterano.
- ¡Y yo qué sé! Me han dicho que tenían que haber dejado el local hace tres días pero que siguen allí y el Juzgado ha mandado desalojar. Dejaos de tanta pregunta y salid echando leches para allá – repuso el sargento ya visiblemente molesto de tener que dar explicaciones.
Cuando giraron en la esquina, ya vieron que no iba a ser una actuación sencilla. Un centenar de personas con pancartas vociferaban frente al portal y habían colocado un par de contenedores en medio de la vía.
- Venga, cascos y defensas – ordenó Jiménez, el jefe del operativo.
Se prepararon en silencio, mientras la sirena comenzaba a sonar y las luces azules parpadeaban con fuerza.
Antes de descender, un par de piedras golpearon el vehículo. Bajaron y se situaron en línea de a dos. Jiménez se adelantó y, entre abucheos, intentó llegar hasta los que parecían encabezar la manifestación. Llevaba el auto del Juzgado en la mano.
Cayeron más piedras que rebotaron en los escudos sin mayor peligro. Un compañero a la derecha cargó el lanzador de pelotas. Jiménez seguía allá pero estaba claro que no lograría nada. Los ánimos estaban caldeados.
Se ajustó la visera del casco. Se preguntó a quién habría que sacar. En ocasiones, eran indeseables que vivían de traficar con casas y, entonces, no sentía ningún remordimiento. Otras, eran personas de bien que, por la mala suerte o vete tú a saber, no podían pagar el alquiler y eran denunciados. Otras, eran personas engañadas a las que alguna mafia había hecho creer que eran de una inmobiliaria y, haciéndoles pagar dos mensualidades, les metían en una casa desconocida perdiendo derechos y cartera.
Jiménez regresó a la línea y mandó prepararse para cargar.
- No hay manera. No hay más remedio que abrirse paso –, dijo en voz baja.
No resultó difícil. Lo habían ensayado multitud de veces. Un lanzamiento de pelotas, avanzar a paso tranquilo para que los más desaparecieran corriendo y luego, defensa en mano derecha, escudo haciendo de ariete, a la carrera hacia los más beligerantes. Nada nuevo. Algunos se ataban a las papeleras o se tumbaban en el suelo. Bastaba con arrastrarlos o cortar la cuerda.
Bastaron una decena de minutos.
- Ven conmigo – le dijo Jiménez mientras entraba en el portal -, los demás, perímetro de seguridad.
La puerta estaba abierta, como si los esperaran. Dentro, un hombre en la cuarentena, poco aliñado, con barba de varios días y dos niños que le pareció que serían de la misma edad que Mateo y Aurora. No era muy creyente pero le vino a la mente, quizá por la noche que era, el establo de Nazaret. Al menos, allí, les habían dejado permanecer en él junto al buey y la mula. Aquí, dos mil años después, ni eso.
El hombre explicó que le habían alquilado el piso, que había pagado 500 euros. El caso era de los del tercer grupo. Engañados por alguna mafia. Jiménez le explicó que no los dejarían en la calle, que los servicios sociales estaban avisados y, al menos por unos días, los albergarían en un hostal de Comunidad. El infeliz, incapaz de reaccionar, se dejó hacer.
- Tú, ve con los chicos – le ordenó.
Se acercó a los niños y se quitó el casco.
- ¿Qué coño haces? – le reprimió el mando.
- ¡Venga, joder! Están asustados. Al menos que vean nuestras caras, que no somos monstruos – replicó, pensando si no lo serían.
Tranquilizó a los dos chiquillos, se acuclilló junto a ellos y les preguntó su nombre. Mientras Jiménez proseguía con las diligencias y sacaba fotos del estado de la vivienda, él les dijo que no temieran, que iban a pasar la navidad en un hotel muy bonito y que habría pastel de mazapán. A veces, se disculpó a sí mismo, hay que mentir.
Como que los niños no parecieran tranquilizarse, sacó los muñequitos del pantalón y, forzando una sonrisa, se los dio como regalo. Dio unas palmas y los chismes movieron la cabeza y cantaron su soniquete. Una leve sonrisilla asomó en el rostro de los pequeños. Algunos días, el trabajo era una auténtica mierda.
Salieron. Una furgoneta de los servicios sociales esperaba a los desahuciados. Al frente, estaba María. La conocía, era una gran profesional. Les confortaría y les daría algo de ánimo, al menos por unos días. Se miraron y, sobre las sonrisas que se cruzaron, sus ojos se contaron lo que de verdad sentían.
Él se replegó junto a la línea de compañeros mientras, desde un poco más lejos, les llamaban cabrones y les deseaban que se murieran allá mismo.
- ¡Así celebráis la Navidad, mal nacidos! - gritaban dos tipos desde la acera.
Sintió un ardor amargo en el estómago y pensó en los niñitos, pero no se distrajo de lo que estaba haciendo. Tan sólo se llevó la mano al bolsillo de la pernera y pensó que la semana entrante debería regresar al mercadillo.
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