6/4/23

Aulus Lulius

 


 


Era su costumbre sentarse en el patio y disfrutar del sol rojizo que se acostaba sobre el mar, al tiempo que Lilith servía una cena que compartían sin decirse palabra. Muy entrado en años ya, Aulus Lulius dejaba la conversación para más tarde, cuando las estrellas brillaban ya sobre el Mediterráneo y las luces de aceite de la cercana Hrosos comenzaban a extinguirse.

¿Pensando en lo mismo? – le preguntó Lilith al tiempo que le tomaba la mano.

No debe quedarme mucho tiempo – replicó él, y en un reflejo instintivo se palpó la larga y mal cicatrizada herida de espada en el costado que tanto le molestaba desde hacía tres décadas.

Eso sólo lo saben los dioses. Aleja de ti esta melancolía que a nada conduce. La muerte llega cuando llega, y nadie puede predecirla.

Pocos compañeros quedan ya vivos, así que debe estar rondándome.

Y a mí, y a todos. Se cumplirá nuestro tiempo cuando está escrito. Lo importante es que hemos vivido y vivimos.

Quizá me dé miedo el juicio de los dioses – reconoció Aulus.


Aulus Lulius quedó en silencio. A su mente le vino su infancia en el sur de Italia, cuando su padre, labriego pero hábil con el escoplo y la madera, le fabricó una espada de fresno y se la entregó diciéndole:

Para que aprendas a manejarla. Si lo haces, podrás salir de este terruño, ganar una buena soldada y ver el mundo de los patricios.

Como si hubiera sido una premonición, pronto aprendió a utilizarla con destreza al punto de que, apenas con dieciséis años, un centurión que pasaba el verano en la costa se fijó en él y recomendó a su padre que le dejara alistarse en la Legión. 

Dos años hubo de esperar, superar la probatio de los reclutas, pasar por el escrutinio de los médicos, y jurar fidelidad a Roma, pero, lo recordaba bien, una mañana de verano le embarcaron en una barcaza que necesitó varias semanas para bordear la larga costa hasta el puerto de Sidón. Aún con el mareo metido en el cuerpo, hubo de cargar con su impedimenta y, tras una larga marcha de varios días bajo un implacable sol, llegó a los campamentos en Siria donde ingresó en la X Fretensis el mismo día en que se celebraba el sexto aniversario de la entronización de Tiberio. 

Aquel día, el de su llegada, en el campamento sirvieron vino en doble ración en honor del César y una banda de músicos amenizó la jornada. Hasta les dieron unas monedas para que se solazaran con un nutrido grupo de meretrices que habían colocado sus tiendas en las cercanías del recinto militar. Sonrió para sí al recordar el buen uso que había dado al dinero aunque se cuido muy mucho de no decir nada a su esposa que seguía mirando al firmamento.

Aquel feliz despertar a la vida duró sólo unas horas. Al día siguiente, todo el rigor, el sudor, el despotismo y la disciplina de las legiones cayeron sobre él. Aun siendo un muchacho curtido en el trabajo de la tierra, el calor implacable del sol del mediodía, la escasez de comida y la falta de  comodidades, la férrea rutina de la X Fretensis hizo que su voluntad flaqueara y sus fuerzas vacilaran. Más de una vez, el centurión le abofeteó por estar cansado o ser lento en cumplir una orden. 


Deja de pensar en el pasado −, le interrumpió la mujer. Conocía bien a su marido.

¿Y en qué voy a pensar, si no? 


Su primer combate fue al año siguiente, contra los armenios. Junto a otra legión, la III Gallica, se internaron al norte del Eufrates, más allá de las praderas, donde el frío de las montañas les congeló los huesos y la furia de los enemigos les aterró. Por aquel entonces, como todo soldado joven, estaba en primera línea de hastatis, recibiendo la primera embestida de los bárbaros. Sintió, de pronto, el sabor amargo que llega desde el estómago cuando se siente la sangre derramada y se escuchan los gritos de los heridos. Recordándolo, se sobresaltó sin desearlo.


¿Otra vez pensando en ese hombre? – preguntó Lilith.

No, no era él. Me vino a la memoria mi primer combate.

Bueno, al menos no era él. Algo hemos ganado – ella volvió a tomarle de la mano.

Mujer, no me ayudas – replicó Aulus −, para una vez que no le recuerdo, has de nombrarlo tú.

¿Quieres ir a dormir?

Permanezcamos aquí un rato más. La noche es agradable y el cielo está hermoso.

Pues disfruta del cielo y deja de consumirte en recuerdos inútiles. Siento que hay humedad y puede desatarse una galerna – concluyó ella.


Lo cierto es que Aulus Lulius no se había equivocado al reprochar a su mujer el que hablara de aquel hombre. 

Sin poder dominar sus recuerdos, se vio en Jerusalén, en el palacio del prefecto.

¡A ver, los manípulos 3 y 4, a formar! – gritó el oficial.

Había revueltas esporádicas en la ciudad y, hacía dos años, Pilato había demandado dos cohortes de la Fretensis, en guarnición mucho más al norte, para defenderse de posibles altercados. Le había tocado a su cohorte acudir velozmente,  y lo cierto es que lo consideraron como un regalo. La vida de Jerusalén era cómoda, no faltaban las diversiones ni las mujeres, el vino era barato y los dulces de miel insuperables. Además, aquellos judíos eran unos aficionados imberbes que apenas sabían defenderse. Nada que ver con el áspero paisaje de Siria o la ferocidad de los ejércitos partos. Se había acostumbrado rápido a las comodidades y un año después conoció a Lilith de la que se enamoriscó y a la que mantuvo como amante. Siempre que no estaba de servicio, dormía con ella y se deleitaba en su cuerpo ligero y siempre perfumado. Por nada del mundo quería regresar al campamento en Siria y veía con agrado que los judíos realizaran algaradas periódicas porque esto aseguraba la necesidad de que las cohortes permanecieran en la ciudad. Cada vez que ocurría un desmán, apuñalaban a diez o doce, crucificaban a un par de ellos y las aguas volvían a su cauce. Sí, era cierto que debía aguantar la caras largas de Lilith cada vez que se vertía sangre judía pero, al cabo, ella se dejaba hacer en la cama y no hablaban sobre ello.

¡Formad ya, por Júpiter – volvió a gritar el hombre. – Debemos presentarnos en palacio. 

¿Qué ocurre? – preguntó un compañero al tiempo que se ajustaba el casco y comprobaba que el gladium salía bien de la vaina. 

Nada importante. Unas ejecuciones. Hay que escoltar a los condenados hasta las cruces.

Dos manípulos para una simple ejecución era excesivo a todas luces. Algo más debía acontecer y comenzaron a musitar entre sí.

Dejad de hacer cábalas – dijo el oficial al mando −. Esto es una reyerta entre judíos y vamos a evitar que se maten entre ellos.

Ante la incomprensión de los legionarios, prosiguió:

Al parecer, un loco que dice ser hijo de Dios y salvador de los judíos están jodiendo a los mandamases de Jerusalén y han pedido al prefecto que les permita crucificarlo.

Pues que lo hagan, por Venus. Que se maten entre ellos.

¡A callar! Se ha de cumplir la ley romana. Nadie puede ajusticiar si no es bajo la autoridad de Tiberio. Iremos allá a asegurar que no lo matan a pedradas o a golpes. Si ha de morir, ha de ser según la ley de Roma, en la cruz.

Al menos, volveremos pronto.

No es la primera vez que lo veis. Ya sabéis, tres o cuatro horas, hasta que se asfixien.

Si tardan en irse al infierno, les partimos las piernas y ya está – rieron, esperando poder dormir con sus concubinas sin tener que hacer una guardia inesperada.

Aulus no se fijó en el reo. Estaba cubierto de heridas y sangre. Uno más, un desgraciado más al que no cabía dedicar ni un pensamiento. Por el contrario, había que estar al tanto de la muchedumbre, ansiosa de muerte, que gritaba a los pies del balcón. De tanto en cuanto, alguno que otro se abalanzaba hacia el muro y pretendía subir para linchar él mismo al condenado. Bastaba un fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura de la espada para que desistiera pero las órdenes eran claras. Si alguno se empeñaba en subir, se le daría muerte. Aulus Lulius se sorprendió de los patriarcas judíos que estaban junto a Pilato. Al contrario de lo que cabría esperar, no solicitaban que se perdonara la vida a su compatriota sino que azuzaban al romano para que les dejara ajusticiarlo.

Vamos, en marcha. Vigilad a toda esa mierda de populacho.

La pequeña comitiva hasta el Gólgota, donde se iba a crucificar a aquel hombre, debió abrirse paso entre dos hileras de chusma que increpaban al judío. Para entonces, Aulus ya entendía bastante el arameo y pudo comprender que al tipo le llamaban Jesús y, al parecer, era originario de Nazaret. El porqué de aquella inquina contra él le era desconocida pero comenzó a sentir cierta compasión del nazareno, más por ver cómo era tratado por sus conciudadanos que porque le importara su suerte.

El condenado cayó un par de veces y el centurión obligó a un hombre para que le ayudara a llevar la cruz. De vez en cuando, caían piedras sobre ellos. Si no andaban listos, se les iba a morir antes de llegar al calvario, y eso no podía ser. Debía morir de acuerdo a la ley romana. Ni antes a manos de aquellos salvajes, ni antes por extenuación. Debía morir en la cruz, sobre ella.

Aulus golpeó con fuerza a un hombre enjuto, de nariz ancha y ojos grandes, que quiso golpear al tal Jesús mientras avanzaba. Lo hizo con rabia, a conciencia, provocándole una buena herida. Comenzaba a cansarse de aquella mierda. Así, no iban a terminar nunca.

Por fin, llegaron a la cumbre de la colina y los tres condenados cayeron al suelo fatigados. Mejor así. El centurión dio las órdenes y les despojaron de sus túnicas. Entre Aulus y dos compañeros más sujetaron a Jesús sobre la cruz y otro más clavó sus manos y pies sobre el madero, no fuera que se moviera mientras lo izaban. El grito de dolor y sufrimiento del nazareno apenas inmutó a los legionarios pero Aulus Lulius, casi treinta años después, se incorporó sobre la silla mientras lo recordaba.


¿Estás bien? – preguntó Lilith.

Sí, sí.

¿Otra vez él?

Sí. – y, al tiempo que pensaba que quizá Lilith disfrutaba de una venganza tardía por lo sucedido en Jerusalén, volvió a sumergirse en sus recuerdos.


Izaron las cruces y el nazareno habló al cielo unas cuentas veces. El día se oscureció como si hubiese acontecido un eclipse inesperado y una galerna inhabitual hizo que la multitud se disgregara. Pero ellos, la guardia, no podían irse sin completar la misión, así que quebraron las piernas a dos de los convictos y dieron una lanzada al que llamaban Jesús.

Súbitamente, la tormenta se desató y pareció que toda la lluvia del mundo y todos los relámpagos del universo cayeran justo sobre aquella montaña, sobre aquellos legionarios, sobre aquellas cruces.


Aulus Lulius dio un grito.

Cálmate, cálmate – Lilith lo miró. No era algo nuevo. Aquellos recuerdos y aquellos gritos se repetían desde hacía años. − ¿Otra vez, su recuerdo?

Sí, sí, una vez más.

Lilith no sabía el porqué de aquel desasosiego. En su día, cuando todo ocurrió, había sido una anécdota. Aquella noche, tras la crucifixión y la inesperada tormenta, comentaron lo extraño del suceso pero le hizo el amor como cualquier otro día y bebió vino como cualquier otra noche. Nada hizo presagiar que la ejecución, igual a tantas otras, hubiera afectado al legionario.

La vida continuó igual hasta que un año más tarde, llegó el relevo y Aulus debió regresar al campamento de la X Fretensis porque se iniciaban nuevas campañas contras los enemigos del este. Él prometió regresar. Le quedaban sólo seis años de servicio y, al término, como recompensa de veterano, recibiría tierras en las costas de Anatolia.

Me he acostumbrado a ti. – le había dicho una tarde. – No sabría qué hacer en mis tierras si no te tengo.

Ella se sintió halagada y respondió:

Seis años es mucho tiempo. Igual mueres en batalla, igual muero yo.

Te mandaré dinero regularmente – dijo él. −. La soldada es buena y dará para que vivamos ambos. Si un día dejas de recibir las monedas es que algún bárbaro me habrá mandado al Elíseo.

Se despidieron sin promesas pero lo cierto es que él no murió a pesar de haber sido herido varias veces y de haberse visto en situaciones militares muy comprometidas; y ella le esperó fielmente con la excepción de apenas un par de meses en que se dejó complacer por un galileo varios años más joven que se encaprichó de ella.

Una mañana, seis años después, al amanecer, Aulus Lulius se presentó en la puerta de la casa de ella. No se dijeron gran cosa. Apenas se abrazaron, apenas se miraron, y no se buscaron en la noche, pero una semana después caminaban hacia Hrosos con una mula tras de ellos cargada con sus pertenencias.


Ahora, frente a las olas del Mediterráneo, veinte años habían pasado. 

No habían tenido descendencia pero la tierra recibida en compensación por el servicio a Roma era grata y fructífera, ahorraron dinero y vivieron sin complicaciones. Tan sólo, Lilith hubo de acostumbrarse a la desazón recurrente de Aulus, a sus pesadillas, a sus malos sueños, a sus demonios internos. Un médico le dijo un día que sufría de mal de mente y que sólo una trepanación en la sien derecha podría calmarle, algo que rechazó ella de plano. 

Al principio, no le preguntaba. Luego, le preguntaba y recibía una mala respuesta; más tarde supo que todos aquellos malos recuerdos no provenían de batallas, de heridas, de enemigos o del cansancio. Todos se centraban en aquella tarde en Jerusalén en que escoltaron a un simple condenado al suplicio.

¿Estás más calmado? – volvió a preguntar ella.

Ya sabes, … de momento, sí…. hasta que vuelvan esos demonios que tengo dentro. – respondió el hombre.

Fue una muerte más, como todas las demás. Has sido soldado. Has matado y visto morir miles de veces.

Lo sé.

¿Por qué te perturba entonces?

Me asusta lo que dijo. Y algunos afirmaron que resucitó de entre los muertos.

¿No me irás a decir que crees que aquel hombre era Dios? No lo creo ni yo, que soy judía.

No más que lo que creo que lo son Artemisa, Júpiter o Neptuno. 

O sea, nada.

Nada. 

¿Entonces?

Su mansedumbre, quizá. Todos los enemigos que maté pelearon con fiereza o huyeron con pavor. Él no hizo nada, se dejó matar como si hubiera un fin en aquel escarnio.

Estaría aterrado y casi desvanecido por los castigos.

Siempre me vienen al recuerdo sus palabras. Sí, son sus palabras las que me afligen – dijo él, al tiempo que suspiraba.

Palabras de ajusticiado. Locas divagaciones de un hombre que sabe que va a morir sufriendo.

Dijo, “perdónales porque no saben lo que hacen”. “Perdónales porque no saben lo que hacen”. Lo recuerdo bien.

Pues ya lo sabes – contestó Lilith −, estás perdonado, si es que había algo que perdonar. 

No, no a mí. Él no pedía perdón para mí. No para mí.

¿Por qué?

Porque yo sí sabía lo que hacía. Sí lo sabía, sí lo sabía – replicó Aulus Lulius.

Cumplías órdenes, eso es todo. Sabías que cumplías órdenes.

Así es. Cumplía órdenes injustas y yo lo sabía. Sabía que eran injustas, que se condenaba a un inocente. Lo sabía y me escondí tras esas órdenes. Y él me miró, me miró fijamente, como nadie me ha mirado jamás en guerra alguna, mientras lo clavábamos al madero. ¿Lo comprendes? Él también lo sabía, lo vi en sus ojos. Nada me reprochó, pero él sabía que yo me escondía de hacer lo que debía hacerse, de hacer lo justo.

En el horizonte, un rayó rasgó la noche. Llovería, y Aulus sintió un frío intenso.



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