2/7/08

La fuente

En un rincón del jardín, bastante alejado de la casa, se alza la fuente. Es mi refugio favorito cuando necesito estar a solas. Allí, se combinan los cantos de los jilgueros y los petirrojos con el fluir continuo y tranquilo del agua, de una manera que sosiega el alma y que invita a permanecer en ese lugar. Muchas veces, me senté en el suelo con ella, apoyadas nuestras espaldas en la obra de piedra que sostiene la fuente y entrelazadas nuestras manos, sin necesidad de decirnos nada. Tan sólo sintiéndonos parte de aquel momento y oyendo la música de la corriente.

Unos hilos de agua caen desde lo alto para arrastrarse, perezosos, más tarde por unas terrazas cubiertas de musgo. Pequeños remolinos acaracolados se forman cuando cada chorro golpetea contra la superficie líquida. Sobre la fuente, un azulejo finamente pintado donde hace décadas alguien, hábil con los pinceles, dibujó a algunos hombres asando un venado y a otros comiendo alegremente en una fiesta campestre.


En invierno, durante esas alboradas frías de la ribera, el rocío se entremezcla con el musgo, como creando un bordado de perlas que brillan aquí y allá a medida que el sol se despereza en el horizonte. Es un momento especial. Hay días en la primavera que, venciendo la pereza propia de mi naturaleza, me obligo a levantarme antes del amanecer. Me abrigo bien y camino despacio hacia la fuente antes de que amanezca. Sólo el rumor del agua altera el sueño de las estrellas hasta que, de pronto, con el anuncio del primer tono rosáceo que anuncia el alba, un millar de trinos se mezcla con el caer del agua y decenas de pequeños arco iris se forman en las gotitas que brincan en el cauce.

Es entonces cuando agradezco ver una nueva mañana.

1 comentarios :

Anónimo dijo...

Muy hermoso.
Sara