No descubriré el nombre del pueblo y el lugar donde esto sucedió porque dejé amigos allá que podrían sentirse molestos. Además, yo sólo fui espectador directo de las últimas semanas de Santiago en la localidad. El resto me lo contaron con la voz baja, entre unos vasos de Rioja y unas anchoas rebozadas, los compadres de la sociedad, justo la tarde posterior a la que yo lo viera subir al tren arrastrando la maleta grande que siempre llevaba consigo. Decía que si uno tiene más pertenencias que las que entran en una maleta generosa, - no muy pequeña, porque tampoco es cosa de ser un eremita- no podrá entrar jamás en el paraíso.
El padre Santiago, porque el hombre era cura, había sido destinado a aquel lugar hacía sólo cinco meses. Segoviano, urbanita declarado, había sentido la llamada del Señor en 1960, cuando era adolescente y, aunque llevaba mal la falta de mujeres y echaba de menos las parrandas de cada domingo con su cuadrilla, la fuerza del espíritu había sido más poderosa. O quizá vio en la sacristía una forma de cambiar el mundo, autárquico y asfixiante, de la España que le tocaba vivir. No tenía madera de héroe como para salir a lanzar piedras a los guardias ni estómago para no intentar cambiar el mundo. Si no puedes vencer al enemigo, alíate con él, pensó. Siempre será más fácil y menos riesgoso cambiar las cosas desde dentro. Se apuntó al Seminario tras dudarlo mucho y en el primer curso estuvo a punto de dejarlo. Demasiados roces con los maestros que le enseñaban un evangelio que no era el de su madre, el que él conocía, el que a él le había interpelado muy dentro. Era rebelde y discutía ante el asombro y enojo de los profesores.
- ¿Pero quién se ha creído que es usted, Santiago? ¿Se ve capaz de contradecir a los santos padres y a los teólogos más eminentes? Usted necesita sobre todo modestia- le chillaba el padre Juan, un tipo regordete, envuelto en una sotana remendada, con la cara siempre roja por su alta tensión sanguínea, y alopecia galopante- A veces, me parece que usted debería estar frente a un tribunal de excomunión, no estudiando para cura. Le exijo que se confiese en cuanto termine la clase, Santiago. Una más y le pongo de patitas en la calle. ¡Libérese de esos pensamientos sociales con que le tienta el maligno, coño!- y, al decir esto, el superior se percataba de su mal hablar, se arrepentía, se santiguaba varias veces y se disculpaba para ir a rezar a su celda, convencido de que aquel joven era una prueba que Belcebú ponía en su camino de santidad.
A pesar de los sinsabores, el destino había elegido a Santiago para la iglesia y acabó siendo un sacerdote dedicado, pasional en la defensa de los pobres, afable con la gente y gustoso de meterse donde no le llamaban si con ello podía aliviar algún alma en pena y, sobre todo, algún cuerpo encarcelado o con el estómago apretado por el hambre. Tuvo más de un encontronazo con la autoridad eclesiástica que le recriminaba su excesiva vocación social en detrimento de la pastoral.
- Cuidamos almas, no cuerpos- le había aleccionado el diácono-. Santiago, menos hablar de justicia social y más de los deberes cristianos que toda persona debe cumplir. Va a acabar usted amonestado. O en la cárcel, si se sube mucho a las barbas del gobernador.
Le encomendaron varios destinos, todos ellos a no más de cien kilómetros a la redonda de su ciudad natal y, allá donde estuvo, dejó gratos recuerdos y buenos amigos aunque le pesaba el que nunca logró atraer a más feligreses que los que ya tenía al llegar. Como le dijo el párroco una vez:
- Claro, usted se dedica sólo a los más recalcitrantes. Deje de velar por los rojos que tanto nos atacaron, son ovejas perdidas que no van a entrar en el redil por mucho que haga usted de perro guardián o les dé de comer.
Estaba satisfecho de algunas de las cosas que había logrado, aunque siempre le pareciesen pocas. Una escuela construida pidiendo favores aquí y allá, una veintena de presos excarcelados por su gestión, un suministro de ropa y comida semanal a la cárcel de la provincia, las campañas navideñas en las que siempre lograba acumular muchos regalos para los niños más pobres, una biblioteca que había logrado montar en lo que antes era su habitación- él dormía en el ático de la iglesia desde entonces- o una visita gratuita al médico para las mujeres de vida galante del prostíbulo- oculto, pero permitido por las autoridades- de la capital. Como solía decir, “si no he conseguido que ninguno de sus clientes deje de dormir en sus lechos ni que ellas se aparten de la mala vida, al menos que lleguen sanas y limpias al juicio del señor”.
- Un cura debe reprender a esas mujeres y obligarlas a ser madres y mujeres decentes- le había gritado un jesuita en una ocasión-, no ayudarlas a que sigan con su pecaminoso proceder. Es usted una deshonra para el conjunto de la iglesia.
Tres o cuatro veces fue llamado al gobierno civil pero ya se sabe que la ropa sucia debe ser lavada en casa, así que, para evitar escándalos, el obispo siempre intercedía y acababa con una reprimenda severa y trasladado a otra localidad. Con la llegada de la democracia, quedó relegado a una figura curiosa, algo entrañable, pero ya fuera de onda. Los tiempos eran distintos, la acción social debía ser laica, aparecían organizaciones que se ocupaban de esto o aquello y las pequeñas cantidades que él acumulaba con las limosnas parecían una broma.
- Déjenos a nosotros, Santiago. Que la iglesia poco tiene que hacer en esto. Si quisieran de veras ayudar al pueblo, podrían vender las joyas del Vaticano- le espetaban de tanto en cuanto- Quitar los sueldos y las subvenciones a los curas, es lo que había que hacer. Bueno a ti no que eres un buen tío. Pero a los demás, sí. Los curas en la iglesia. Al menos hasta que desaparezca.
Se sentía fuera de juego pero no decaía en hacer lo poco que estaba en su mano. Continuaba llevando ropa al penal aunque ya no le dejaban saber a quién iba destinada o, incluso, si no lo vendían antes a alguna empresa de reciclado. Las prostitutas ya no le llamaban, no sabía qué hacer con los jóvenes rotos por la droga y la biblioteca fue cerrada porque el nuevo cura quería vivir en la habitación y aseguraba que el Ayuntamiento ya se ocupaba de aquello. “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César- dijo-, y este cuarto es de los representantes de Dios”. Para la campaña de navidad ya casi no había juguetes y además tampoco los querían los chavales, que preferían dinero o chismes electrónicos.
Fue en 1994 cuando vio la carta sobre la mesa. Se la habría dejado allá Sor Jacinta, la monja que le limpiaba el apartamento cada tres o cuatro días. Tenía la marca del obispo en un costado y su nombre en el otro. Sin sellos. La habrían llevado en mano. Se sentó en la silla, junto a la cómoda, y se quedó asombrado al leer que le destinaban a un pequeño pueblo del norte. Aparte de que llovía mucho, poco sabía él del norte. A sus cincuenta y dos años, esperaba no moverse ya mucho de la comarca donde había pasado toda la vida.
La sorpresa no hizo mella en él. Llenó la maleta con lo que tenía y tomó, como le habían ordenado, el tren que le iba a llevar a su nueva parroquia. Al parecer, el cura anterior había fallecido de improviso y debido a la falta de vocaciones de la región, no había sustituto local disponible.
El escenario era el que él había imaginado. Llovía a cántaros cuando llegó. Estaba ya anocheciendo y no había nadie esperándolo. Tomó su maleta y se puso a caminar hacia adelante hasta que dio con un bar. Los paisanos que tomaban unos chiquitos se asombraron al ver entrar a aquel tipo, calado hasta la entretela. Reconocieron que era el cura por el alzacuellos y, aunque le indicaron dónde estaba la casa parroquial, se mostraron esquivos con él. Por fin, llegó a la casa, junto a la iglesia. La puerta estaba abierta y se veía que no se había limpiado en varias semanas. Dejó la maleta en el descansillo, se quitó la ropa mojada e hizo la cama con unas sábanas limpias que encontró en el aparador. No había casi comido pero ya estaba más que acostumbrado a sentir el estómago vacío. Lo había aprendido a domeñar hacía ya muchos años, cuando más de una noche, pasaba su plato a algún mendigo que llamaba a su puerta. Y esto pasaba muchas veces porque aquellos desgraciados se contaban los unos a los otros dónde podían cenar sin ir al comedor social, siempre tan vigilado por los secretas. Entró en la iglesia. Era sencilla, con paredes de piedra sin encalar, un retablo que en su día fue dorado pero que una pátina de polvo lo deslucía, un Cristo de gran tamaño en madera colgado del techo y una decena de bancos corridos. Un confesionario de hacía siglos completaban el cuadro. Abrió el sagrario y comprobó que el cáliz estaba allí. En la sacristía, una mesa, dos sillas y unos armarios con las casullas y los libros sagrados. Había trabajo, aunque sólo fuese para limpiar todo aquello. Se arrodilló en una de las banquetas y oró hasta que, vencido por el sueño, se dirigió a su habitación y cayó dormido sobre la cama sin siquiera desvestirse. No cesó de llover en toda la noche.
La semana que siguió fue de gran trabajo. A las misas de siete de la tarde, casi no acudió nadie. Apenas tres o cuatro feligresas cada día, mujeres ancianas más cerca del más allá que de este mundo. El domingo, a la misa de primer ahora, no se presentó nadie y a la misa mayor, sólo una docena de fieles. Santiago había comprado flores, limpiado con sus propias manos la iglesia y se puso a disposición de quién le necesitara. Pero nadie le necesitó, ni siquiera para confesarse. Aprovechó los días para hacerse cargo del entramado de las calles, empapeladas con pasquines, para situarse entre las casas, saber dónde estaba la tienda de ultramarinos o el bar donde echar un trago. Supo encontrar la parada de autobuses, la escuela, el camposanto que visitó con lentitud, la floristería en donde adquirir los lirios para la iglesia.
A la semana siguiente, se presentó en el Ayuntamiento como si fuera un embajador que presenta credenciales. Solicitó ser recibido por el alcalde pero le contestaron que no tenía tiempo. Preguntó que cuándo lo tendría y le contestaron que no lo sabían, que volviera dentro de algunos días, cosa que hizo con idéntico resultado una y otra vez. Colocó anuncios en la parroquia pidiendo voluntarios para leer en misa, para colocar las flores, para encender los cirios, para enterarse de en qué podía ayudar él mismo. Pero nadie se le acercó. Las pocas mujeres asiduas a misa diaria le saludaban con educación pero poco más.
Llamó al obispado pidiendo instrucciones o que alguien le contara qué ocurría en aquel pueblo. El obispo no le dijo nada claro, tan solo que se ganara a la gente con paciencia y servicio, que siempre Dios ayuda. Pero tras un mes emulando a Job, Santiago decidió que ya era hora de enterarse qué demonios era todo aquello. Una mañana se plantó en el Ayuntamiento y le dijo al secretario que no se movería de allí hasta hablar con el alcalde. Hubieron de pasar seis horas hasta que la situación resultó ya tan embarazosa que el edil le abrió la puerta.
- ¿Y bien? ¿qué quiere usted? Le habrán dicho ya que estoy sumamente ocupado y, además, los asuntos religiosos no son de mi incumbencia.
- Pero los terrenales sí son de la mía – contestó con altanería de la que luego pidió perdón al Señor en sus rezos nocturnos.
- Mire. No sé si se lo han dicho ya o si el arzobispo que lo ha destinado a nuestro pueblo le ha dado explicación alguna. Usted no es bien recibido aquí. Ya que se empeña, le dejaré claritas las cosas. Así, mejor para todos. Usted mejor haría en marcharse. No le queremos. Y no lo digo como alcalde. Al fin y al cabo, lo que hagan en su iglesia no incumbe a este ayuntamiento. Se acabaron los años confesionales, señor mío. No le quieren sus propios fieles, su rebaño, ¿me entiende?
- ¿Y no tendrían ellos que decírmelo? –preguntó el padre Santiago con genuina curiosidad.
- Usted no es de los nuestros, no es del pueblo, no habla como nosotros, no piensa como nosotros, no tiene nuestros ideales, no sabe nada de lo que nos preocupa.
- A todos los hombres nos preocupa lo mismo, necesitamos lo mismo, sentimos lo mismo. ¿O acaso cree que en otras tierras se ama, se sufre, se padece o se sueña distinto? Llevo poco aquí pero ya he visto que podría ayudar, que hay pobres en el extrarradio, que hay enfermos que viven solos… ¿cree que son ustedes diferentes del resto del mundo?
- Ni lo sé ni me importa. Pero sí sé que usted es un extranjero impuesto por algún cardenal que vive muy lejos. Y no le queremos, vaya haciéndose a la idea. Usted está aquí por poco tiempo. Ya hemos iniciado gestiones para que nos manden a un cura de los nuestros. No se meta en líos y márchese tranquilo dentro de muy poco. No necesitamos ni su compasión ni su ayuda. Nadie va a ser amigo de usted.
- ¿Quién lo dice?
- Yo lo digo
- ¿Fuenteovejuna?
- Largo, ha sido suficiente.
No tenía mucho más que oír ni que decir. No era hombre Santiago que evitara meterse en líos. Toda su vida al filo de la cárcel y la excomunión para que ahora le dijeran que se callara y cerrara los ojos. Iba a ser que no.
Dos días después estaba en la barriada del sur, donde había instaladas unas chabolas. Llevaba una gran perola con alubias que él mismo había cocinado. Dijo que daría de comer cada día en la sacristía y, desde el día siguiente, cinco o seis personas acudían a la una en punto a la parroquia. Se enteró de los nombres de cuatro ancianos que vivían solos y los visitó cada día, les arropó, les ayudó a vestirse y les acompañó, durante las semanas siguientes, a dar paseos por la ribera del río.
La semilla que cae en tierra, germina, dicen las escrituras. A los tres meses, los servicios dominicales recibían ya a una cincuentena de personas, un par de voluntarios leían las cartas de los apóstoles y le ayudaban a ponerse los hábitos, y a la catequesis que acababa de inaugurar acudían tres o cuatro niños. Por algo se empieza, pensaba, poco a poco.
Fue por entonces cuando yo llegué al pueblo como aparejador de una construcción que se iniciaba con fondos del ayuntamiento. Me encontré por casualidad con Santiago y, ajeno a toda la mierda que le rodeaba, congenié con él. Al principio fue muy prudente y no me contó nada de lo que estaba ocurriendo pero me lo dijeron en la obra. Una noche cené con él en mi casa. Me dio pena, quizá fue eso, sólo pena, y le invité a cenar. No se me da mal la cocina y preparé una ensalada mixta con vendresca y un lenguado que, está mal que lo diga yo, me salió estupendo. Encontré que Santiago era un hombre encantador, ameno, divertido, con mucha historia a sus espaldas. Y yo que me consideraba de izquierdas vi, para mi sorpresa, que él lo era más. Un cura rojo, pensé, el mundo cambia. Durante aquellas semanas repetimos las veladas y poco a poco me contó sus aventuras de años, la charla con el alcalde, la prueba- así lo llamaba él- a la que el Señor le había llamado.
- Es la mierda de la política,- le dije- puta política- me enfadé sin remedio por lo injusto de la situación.
- Bueno, ya he pasado por eso antes- sonrió Santiago- los de un lado antes, los del otro ahora. Con suerte, me quedo en el medio.
- ¿Por qué no pides el traslado?
- Sería aceptar la derrota, ¿no? Además ya he informado al obispo y no me ha dado ninguna instrucción de que me vaya. Es cosa de trabajar y trabajar, como siempre ha sido.
- No aguanto la sumisión. Así sólo ganan los cabrones esos.
- ¿Sabes? No sé si yo no lo soy también y más que ellos. Muchos días me dan ganas de que se mueran. No soy digno seguidor de Jesús, ya ves. No me sale de mí ser el poner la otra mejilla. Así que el Señor me ha hecho un poco cobarde y la pongo porque no sirvo para otra cosa. Ya que yo no la ofrezco, me obliga él.
- No creo en un Dios que permite lo injusto, que ganen los malos de la peli.
- Yo tampoco – sonrió-, yo tampoco. Pero no todo ha de suceder cuando nosotros queremos que ocurra. Démosle tiempo.
Me hubiera gustado sacarle de su paciencia, de su fe en que todo mejoraría, llamar a la policía, pedir la destitución del alcalde, llevarle a otro lugar donde el amor que daba fuera correspondido. Él no estaba dispuesto a ceder, a darse por vencido.
Aparte de mí, seguía sin tener amigos de verdad y la mayoría de la gente le esquivaba cuando pasaba. Le llamaban por lo bajo forastero cabrón y él fingía no escuchar. Él perseveraba y cada día conseguía una persona más a su lado, o al menos alguien menos en contra, un niño más que se le acercaba, un saludo inesperado por la calle, una limosna mayor. El día que encontró en el cepillo un billete, y no únicamente monedas, lo celebró como si hubiera ganado la lotería. Quizá eso ya fuese demasiado para los que no le querían. Una tarde, cuando regresaba de dar un paseo, se encontró con un cartel amenazador pegado en la puerta. “Vete, lárgate, no te queremos”, le decían. Santiago informó al obispado pero no obtuvo respuesta. Otro día, ya al cuarto mes de su estancia, le embadurnaron la iglesia con pintadas y dedicó cuatro días a frotarlas hasta que las eliminó a costa de que sus dedos quedaran ensangrentados. Él seguía con su rutina, con sus visitas a los enfermos, con sus paseos con ellos, con sus misas.
Y ocurrió lo inevitable. Una mañana fría, plomiza, en que llevaba comida y ropa a los de las chabolas, fue interceptado por unos mozalbetes. Le llamaron de todo, le insultaron, lo zarandearon, derramaron la comida y, cuando ya estaba en el suelo, lo patearon. Nadie le ayudó.
Fui al hospital a visitarlo. Un par de costillas rotas y hematomas diversos pero nada que no se curara. Afortunadamente, su ángel guardián parecía estar despierto cuando ocurrieron los hechos.
- Mira- me dijo, extendiéndome una carta.
Era la notificación de que le volvían a trasladar. Le sustituiría un cura nacido en la zona.
- Estarás mejor- le dije- No te merecen aquí.
Se le veía triste, derrotado. Le acompañé cada tarde y luego, cuando ya pudo ir a su casa, le visité a diario. El nuevo sacerdote llegó a la semana siguiente y las misas volvieron a llenarse de piadosos feligreses que oraban a Dios. El nuevo cura les leía en la homilía lo amados que eran por el Señor y ellos se sentían orgullosos de serlo. El alcalde y el obispo se agradecieron mutuamente la comprensión y armonía entre el poder civil y el religioso.
No quiso que llevara su maleta cuando fuimos a la estación.
- Pesa poco- me dijo- ya no tengo tantas cosas como para llenarla.
- Te visitaré. En cuanto acabe el trabajo aquí, iré a verte- soy un hombre poco sensiblero, pero se me salían las lágrimas.
- Lo sé. Cuando vengas, seré yo el que haga la cena.
- Hecho.
Nos dimos un abrazo y le vi alejarse tras las ventanas del vagón de segunda clase. Me quedé allá durante un buen rato, hasta que el frío de la noche me sacó de mi ensimismamiento. Me alcé el cuello y caminé a buen paso hacia la taberna. Necesitaba un café bien cargado. Y un brandy, mejor una botella entera. Me crucé con dos señoras que hablaban animadas.
- Me ha dado algo de pena el padre Santiago. Al final, no era tan mal hombre- decía una.
- ¿Y qué íbamos a hacer nosotras? No podíamos meternos en sus líos.
- Y que lo digas, chica. Además, como lo de casa no hay nada.
Tuve que escupir la hiel amarga que me subió del estómago. Luego, me emborraché.
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