Cuentan
que los náufragos a la deriva en un pequeño bote en medio del océano, privados
de todo, viven más días de los que los médicos podrían imaginar gracias a que,
instintivamente, encuentran recursos donde ya no había, imaginan formas de
sobrevivir a fuerza de retorcer la agonía de la soledad y la ausencia de todo.
Cuentan
también que lo peor de estar perdidos entre las olas es el recuerdo de lo que está
tan lejos, de lo que se desea reencontrar. Lo peor es eso, la angustia por
volver a hallar lo que ha quedado al otro lado del mundo. Es lo peor y, a su vez, es lo mejor porque, alimentándose
de la esperanza de volver a sentir un abrazo, encuentran fuerzas que ni sabían
que podían existir. Cuentan que ponen a trabajar, sin siquiera percibirlo, todos sus sentidos.
Yo soy
un náufrago que busca la playa de tu presencia, preguntándome a cada rato,
cuándo llegarás a salvarme. Y me esfuerzo en recordarte con cada uno de mis cinco sentidos.
Mientras
navego solo, mis ojos echan de menos tu imagen, tu silueta en pijama,
moviéndote de aquí para allá sin poder comprender qué haces, pero bendiciendo
el que lo hagas para que yo te vea deambular; sí, eso, caminar enfrascada en tus
cosas, para sentir esas ganas incontenibles de levantarme, cogerte y comerte a
besos.
Mientras
navego solo, echo de menos tu olor, el perfume de tu piel. Necesito tu olor,
necesito percibirlo porque significa que estás muy cerca de mí, por el placer de ese gozo que es
como un pálpito súbito que me llena los pulmones y me dice, sí, he venido, ven,
abrázame, siénteme.
Necesito
tu tacto, tus caricias, mis caricias en tus manos, en tu espalda, en tus pies
desnudos y en tus pechos. Necesito tus abrazos. Lo peor de ser un náufrago es que
no me doblegues con tus abrazos, que tus dedos no recorran mi espalda, que no
me cojas del brazo.
Necesito
tu mirada, tierna a ratos, de tigresa a veces, dulce o seria, llena de luz
siempre. Esa luz que disuelve todas las sombras. Necesito tu mirada porque me dice que me estás mirando a mí,
precisamente a mí, qué habré hecho yo para merecer tan preciado don. La ansío porque tus
ojos comparten lo que yo miro y los míos sienten lo que los tuyos, porque puedo
ver esos inexplicables destellos verdes en tus pupilas marrones que son imposibles de observar en las fotografías.
Necesito
el gusto de tus besos, de tu lengua, de tu cuerpo hermoso, el almíbar de tu sexo. Sabes a cielo, a
suspiros, a confidencias, a gemidos de azúcar.
Necesito
escucharte directamente, sin la antena de un teléfono por medio. Tu voz me
tranquiliza como a los niños no nacidos les reconforta el eco de las palabras
de su madre. Necesito que me halagues aunque sepa que mientes o exageras, que
me susurres, que me cuentes de tu vida junto a dos copas de vino blanco en esas
interminables cenas de confidencias y arrumacos.
Y,
luego, cuando me rescatas, cuando apareces, cuando llegas, súbitamente desaparece
el cansancio, el miedo, la melancolía. De
pronto, tu presencia me arropa y me envuelve, y parece como si el
naufragio hubiera merecido la pena sólo por sentir el gozo del instante en que
me salvas. Eres, a la vez, la espera impaciente cuando no estás, el gozo
presente cuando caminas a mi lado y la añoranza cuando vuelves a marchar. Eres
lo bueno que queda en mí cuando no te tengo, lo que me hace mejor y me anima en
el viaje. Sobrevivo pensándote con mis cinco sentidos.
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