Si no fuera porque ya sabía cómo eran el trazado de la vía, el paisaje hundido entre valles, las choperas al fondo, el aire limpio y el sonido de esquilas a lo lejos, me hubiera sorprendido lo bucólico y anacrónico del lugar, una postal country-side olvidada entre el bullicio de las cercanas ciudades. Y si los otros pasajeros supieran por qué me hallaba sentado en aquel vagón, con un permiso de dos días que a regañadientes me había concedido mi jefe, hubieran asegurado con total certeza que estaba loco de remate. Incluso yo, si lo pensaba fríamente, sabía que mi mente estaba alterada a pesar de que no me notaba extraño, ni había tomado drogas, ni había sufrido disgusto alguno que me alterara. Simplemente, sentía la necesidad de hacerlo, contra la lógica y contra la razón.
Mientras las casitas campesinas se deslizaban hacia atrás al otro lado de la ventanilla, recordé el momento, hacía un mes o cosa así, en que esta locura había comenzado, aún entonces sin saberlo. Era una tarde ventosa, que anunciaba lluvia, con los árboles regalando sus hojas a un otoño húmedo y gris, sin posibilidad de encontrar un taxi libre. Había visitado a un cliente en la calle Beltrán que deseaba contratar un seguro contra incendios, y estaba deseando llegar a casa para tomar una ducha, cenar algo rápido y meterme en la cama. Ante la imposibilidad de encontrar un taxi, caminé el kilómetro que me separaba de la parada de la línea 67. Hacia la mitad más o menos, vi la librería y, quizá para despejarme, entré. Era una de esas tiendas antiguas, de viejo, amplia pero abigarrada de estanterías en donde, sin mucho orden, se amontonaban todo tipo de ejemplares. Para un lector serio esto es seguramente un problema ya que encontrar un título, un autor, siquiera una temática, en aquella selva de papel se antojaba una hazaña. Pero a mí, mucho más romántico y anárquico en el leer, me encantó el establecimiento. Sabía que perdería el autobús pero no me importaba. Recorrí los pasillos, asombrándome de cuánto se ha publicado y sorprendiéndome de encontrar libros ya amarillentos pero que a todas luces estaban llenos de embrujo. Por fin, tras un buen rato en que el dueño, sentado al fondo, apenas me dirigió dos miradas fugaces, me detuve frente a un ejemplar de tamaño más grande que lo habitual, algo incómodo de manejo, relativamente bien cuidado y publicado, según se establecía en sus primeras páginas, en 1961, hacía unos diez años. Su título era “El valle del amor encontrado” y su autora, Ángela Fontés. No soy muy amigo de novelas románticas pero abrí el libro y comencé a leer. No puedo decir qué me llamó la atención, incluso hoy, cuando lo he releído varias veces, no sé a ciencia cierta por qué quedé prendado de aquella historia ñoña y algo pueril. Quizá fuese por aquella frase, de la página segunda, donde el personaje afirmaba “y, tú, lector de mi historia, has de saber que mi relato es real, que te espero, que, sí, eres tú el único ser para el que escribo estas páginas”.
Compré el libro y el propietario me miró con extrañeza:
- Me alegro que lo compre, llevaba aquí muchos años y nunca nadie mostró interés por este ejemplar. Y eso que recuerdo que el tipo que me lo vendió me dijo que era un libro muy especial, que lo colocara en un buen lugar. Ya sabe, estas cosas se dicen para vender. Pero, en cualquier caso, toda historia merece ser leída, ¿no cree usted?
-Sí, sí, cómo no – repuse sin convencimiento.
-Si vuelve por aquí, me cuenta si le ha gustado.
-Claro, claro, lo haré- pagué y salí.
Llegué a casa casi una hora después tras esperar el autobús por media hora. Ya había comenzado a lloviznar y el cielo se había oscurecido antes de tiempo. Encendí la lámpara de la sala, me preparé un pequeño sándwich y me serví una copa de coñac. Un Martell, uno de los pocos vicios que me quedan. Me senté en la butaca y comencé a leer.
La historia trataba de Ángela – como la autora-, una mujer valiente y luchadora, que habitaba como madre soltera en una pequeña localidad del interior del país a principios de la década de los sesenta, un pueblo conservador y maledicente, donde los rumores y los chismes se extendían a la velocidad de un relámpago. Gentes que trabajaban duro, honestas a su modo, religiosas y poco instruidas, sin otro aliciente que fijarse en el vecino. En aquel perol de cotillas, el pasado de Ángela, pecaminoso como lo demostraba el hijo habido, apenas un bebé, de padre desconocido, era uno de los asuntos preferidos de las tertulias a media tarde o de los cuchicheos en las esquinas. Con todo, ella se dedicaba a su pequeño negocio de costura. Trabajo no le faltaba porque las labores del campo son ásperas para las telas y los vestidos, de modo que Ángela no paraba de remendar pantalones, zurcir camisas y colocar coderas. Sus mejores negocios los tenía cuando alguien moría (a menudo) o se casaba (pocas veces). Entonces, los vecinos sacaban su único traje, quizá el de la boda, del armario y se percataban de que no les cabía o que el desuso se había encargado de dañar los tejidos. Ángela, a toda prisa, se encargaba de los arreglos, si no perfectos, sí suficientes, que permitieran acompañar al difunto o al novio, según el caso, con una mínima decencia.
Aunque el libro estaba bien escrito, los personajes delineados con delicadeza y había un cierto dominio técnico del idioma, la trama era un estereotipo muy usado, la historia era simple y el final previsible. Pero yo seguía leyendo.
Cuando sonaron las doce de la noche en el reloj del ayuntamiento, aún estaba leyendo, ya hacia la mitad de la novela y deseando saber cómo terminaba la historia. La descripción de aquella sociedad cotilla me había ganado y yo mismo, desde el anonimato de mi sillón, era un voyeur de todas las mezquindades de aquellos vecinos que eran, sin saberlo, personajes. Me serví otra copa de coñac, ahuyenté la idea de que al día siguiente debía madrugar, y volví al relato.
Llegaba un forastero al pueblo – la autora no decía su nombre- que, cómo no, era una nueva fuente inagotable de calumnias. Un tipo austero, con el único pequeño vicio de beber alguna copa de coñac- vaya, como yo, pensé-, y harto de su trabajo de vendedor de seguros- joder, me dije, también es casualidad-. Se enamoraba de Ángela y si ya antes ambos eran blanco de todas las miradas, juntos lo eran aún más.
Casposo, la verdad. Manido, una historia folletinesca, más propia de la post guerra que de principios de los sesenta.
El forastero acababa marchándose del pueblo tras unos pocos días de estancia, sin Ángela. Tomaba el tren, y se alejaba mientras mantenía la cabeza asomada por la ventana del vagón de cola y veía cómo la mujer hablaba con su hijo. Ñoño hasta decir basta. Novela rosa de adolescentes.
Y, sin embargo, yo seguía leyendo.
Y lo hice hasta terminar con la última frase:
“Esta historia, amable lector, es verídica pero aún no ha sucedido. No, no es una contradicción. No ha sucedido porque yo sí soy Ángela y tengo un hijo que crece sano, porque yo zurzo vestidos y vivo en este lugar pequeño y triste. No ha sucedido porque el forastero, que ahora puedo descubrir que se llama Javier, aún no ha llegado. Vendrá cuando acabe de leer este libro”
Seguro que lo imaginan. Yo me llamo Javier. El corazón me dio un vuelco. Todo aquello, el libro entero, parecía haber sido escrito solo para mí. Era demasiada casualidad que el personaje se llamara Javier, que le gustara el coñac y que trabajara en el sector de las aseguradoras. No sé, no soy matemático pero las posibilidades de que coincidan tantas casualidades a la vez deben ser muy bajas, como que te toque la lotería y la quiniela el mismo día o que el Atleti logre el triplete. Manoseé el volumen por ver si tenía algo oculto, miré al techo por si me había colado una cámara oculta de uno de esos programas televisivos de bromas a incautos, releí varias páginas para cerciorarme que no desvariaba e, incluso, rajé la tapa por si había algo escondido en su interior. Nada de nada. Me acerqué a la enciclopedia y busqué el nombre de la autora. Ni una sola referencia. La novela que acababa de existir no existía tampoco. Pero, curiosamente, sí aparecía el pueblo, incluso un folleto turístico del mismo. No podía creerlo. Lo que el panfleto decía del valle era exactamente lo que la escritora describía con mayor lirismo. Pensé que esto resultaba normal puesto que cualquier escritor se documenta sobre los lugares en los que se desarrolla la acción. Javier, los seguros, …. Todo demasiado intrigante, demasiado extraño y, a la vez, magnético. Me llamaba. Sabía que era una estupidez, que estaba cayendo en la trampa de algún chiflado, quizá el mismo dueño de la librería que escondía libros ad hoc para gilipollas, qué se yo… pero pasé dos semanas casi sin dormir, hasta que un día pedí el permiso alegando enfermedad grave de mi abuela de modo que al jueves y viernes que me concedían podía unir el fin de semana – una mentira casi piadosa- y compré un billete de tren, empaqué una maleta y me dirigí a la estación sin saber si estaba loco o era idiota.
Todo el trayecto era como se describía en el libro. Era jueves y el vagón iba medio vacío. El domingo a la noche, al regreso, sería peor. El tren, los valles, hasta los olores y el sonido del viento al transitar entre las ramas se asemejaban a lo contado en el relato. Cerré los ojos, intentando tranquilizarme. Sin duda, estaba sufriendo algún tipo de obsesión, de alucinación, por la que lo que ahora observaba me recordaba a hechos del pasado, creyendo que conocía ya lo que en verdad me era desconocido, fantaseando con un déjà-vu que en realidad no existía.
Salté al andén y me dirigí directo al hostal del pueblo que, a pesar de los diez años pasados respecto a la fecha de publicación de la novela, parecía haber cambiado poco. No quería pensar siquiera que caminaba a sabiendas de lo que hacía, que sin haber estado jamás allá conocía la ubicación de cada casa, que los rostros que veía me resultaban familiares, que los nombres de las calles eran los que estaban escritos en las páginas de la novela.
Me registré y la habitación que me tocó en suerte- lo supondrán- era exactamente como la del libro, con la misma jofaina, las mismas cortinas azul pálido y la misma cama. Hasta se escuchaban las mismas conversaciones a través de las paredes que describía “El valle del amor encontrado”.
Desempaqué mi ropa y bajé. Pregunté dónde podía cenar y el conserje, sin dejar de leer el periódico, me recomendó un asador al final de la calle. Cené sin que, por una vez, reconociera nada- la autora de la novela no describía dónde se comía- y regresé. Logré conciliar el sueño sin saber aún por qué diablos estaba yo allá.
Por la mañana, el viernes, tras desayunar en el propio salón del hotel- apenas un café y un bollo- salí a recorrer el pueblo. Al igual que el día anterior, las calles y las casas, hasta las farolas o los árboles del parque, reflejaban con exactitud lo leído. En verdad, no conocía todo. Vi a muchas gentes que, como debía ser natural, me resultaron desconocidas; calles de las que no sabía nada, tiendas como las de cualquier otro pueblo del país. Pero, de tanto en cuanto, algo me llamaba la atención porque eso, eso sí, estaba descrito en el libro. Razoné que era lógico que sólo reconociera una pequeña parte porque ningún escritor puede relatar toda la vida, tan solo retazos del escenario, de los sentimientos, de lo que se habla.
La vi entonces. Cruzaba la calle y se dirigía rauda a su trabajo. Yo sabía dónde era, dónde estaba, el nombre del establecimiento, cómo era su interior. Subí a la habitación, tomé un jersey y rasgué a propósito una de sus mangas. Volví a bajar, saltando los escalones de tres en tres, y corrí hacia la tienda de Ángela.
Entré y, como yo ya sabía que ocurriría, todo estaba como era descrito en la novela. Ángela levantó la vista y me sonrió:
- Buenos días, ¿En qué puedo ayudarle?
En el libro no se hablaba de su apariencia, de una belleza que me pareció exquisita, algo normal porque la propia autora no iba a darse autobombo. Verla no era un déjà-vu. Era un gozo estético. Mediana edad, con unas ligeras arrugas en los ojos que la hacían más interesante si cabe, vestida de manera sencilla pero con un encanto que para sí quisieran las modelos de las pasarelas, unos ojos que llamaban a mirarlos y un tono de voz algo grave pero amistoso.
- Quisiera ver si pueden arreglarme este jersey – balbuceé más que pregunté.
- Déjeme ver – se ajustó las gafas y tomó la prenda con sus manos, fuertes, vividas en el trabajo, encantadoras – sí, será fácil. ¿Me lo puede dejar hasta mañana?
- Sí, ningún problema.
- ¿Está usted de paso? No le había visto nunca por aquí – volvió a sonreírme. Joder, pensé, lo mejor de todo no estaba en el libro, su sonrisa.
- Unos días. Turismo.
- Es bonito el valle. Pequeño si es usted de ciudad y está acostumbrado al ajetreo de una urbe, pero esto también tiene su encanto.
- De eso no tengo duda alguna- repuse con un arrojo inusual en mí y esperando que ella no me entendiera.
- ¿Mañana a las doce? Estará listo.
- De acuerdo, hasta mañana.
En todo el día no me atreví a volver a pasar por delante de la mercería y dediqué el tiempo a vagabundear ante la siempre atenta vigilancia de los jubilados de la localidad que, para la tarde, ya habrían hecho un completo informe del forastero recién llegado. Dormí mal, despertándome a cada poco y deseando que llegaran las doce. Me sentía enloquecer pero, qué caramba, si la novela hablaba de una historia de amor, esa era la mía y ya hacía tiempo que no sentía ese nerviosismo que uno siente cuando acontece lo inevitable.
No pude aguantar y a las once y media ya estaba frente a la puerta.
- Buenos días…. No sé si me recuerda…. Traje un jersey ayer
- Claro, cómo no. Ya está hecho. No ha sido difícil. Es un buen jersey.
- Gracias, sí, lo compré ya hace años y lo cierto es que es muy agradable de llevar.
- Lana inglesa.
- Lana inglesa.
- ¿Lana inglesa? – pregunté con interés genuino.
- Sí, hágame caso. Yo trabajo en esto. Lana cardada en Inglaterra, de la mejor.
- Si usted lo dice, pensaré en ello cuando me lo ponga- sonreí.
- ¿Ha visitado ya el pueblo?
- No sé, lo cierto es que estando solo uno se aburre un poco. No sé si he visto todo o no, la guía es muy escueta.
Ella dejó el vestido en el que estaba trabajando y envolvió mi jersey.
- ¿Cuánto le debo?
- Ciento cincuenta pesetas
- Aquí tiene- le entregué el dinero.
Me miró y nos quedamos el uno frente al otro sin saber qué hacer hasta que ella prosiguió:
- Me pregunto si le apetece que le acompañe a conocer los alrededores. Mañana es sábado y cerraré la tienda. Yo, como usted, también soy forastera y sé lo solo que uno se encuentra a veces.
Hubiera dado lo mismo si me hubiera invitado a visitar el infierno con ella.
- Será un placer, pero no quisiera importunarla.
- No, por Dios. Hay pocas novedades aquí, será divertido volver a ver la zona en compañía de alguien que la conoce aún menos que yo.
- ¿Mañana a las nueve? – alargué mi mano y ella me la estrechó- no sabe cuánto le agradezco las molestias.
Aquel fin de semana fui feliz. Si una palabra puede describir mi estado de ánimo era de felicidad. Poco importaba que ya conociera, a través, de las páginas de la novela leída, todo lo que Ángela me enseñó. Apenas recordaba la historia de amor de los personajes Ángela y Javier. Lo que importaba es que yo, con ella, estaba viviendo el frenesí del encuentro, del descubrimiento del otro, de por qué una simple sonrisa abre el cielo, cómo una piel ya castigada parece el terciopelo más deseado.
La mañana del sábado la dedicamos a pasear por las callejas del pueblo y tomamos un aperitivo en la tasca de Josefo. Sí, sentíamos las miradas de los convecinos pero nos daba igual. Comimos juntos en el asador y, por la tarde, me invitó a tomar café a su casa. Fue cuando conocí a su hijo que no era el bebé del libro sino un chaval de diez u once años. En cualquier caso, la autora se había recreado con el amor de cualquier madre por su retoño. Yo soy bastante niñero y me gané al crío pronto. Fuimos al río y jugamos a las escondidas, y a lanzar cantos rodados sobre el agua, para ver quién llegaba más lejos o cuántos rebotes conseguíamos. Me dejé ganar y el chiquillo reía alegre. Luego, otra vez en su casa, el chico se acostó pronto y quedé cenando a solas con Ángela.
- Gracias por la cena, Ángela. No sólo coses estupendamente sino que cocinas mejor- la halagué sin tener que exagerar porque era cierto.
- Ya sabes, una hija y única además, tiene que saber hacer de todo un poco.
- ¿Qué haces en este pueblo?- me atreví a preguntar- Podías abrir una mercería en la ciudad. Allí, tu hijo tendría más oportunidades.
- No sé. Huir, quizá – bajó la mirada y calló durante unos segundos tensos.
- ¿De qué, Ángela?- la miré con firmeza, con la confianza que da saber lo que a uno ya le ha explotado en el corazón.
- Del pasado. De un mal amor, del abandono, del miedo a volver a ser herida, de la intolerancia.
- ¿Te dejó? – pregunté.
- Es una vieja y larga historia. Yo era demasiado joven y demasiado tonta. Lo de siempre, Nada nuevo bajo el sol.
- Sí, los cabrones se reproducen como las malas hierbas- me salió del alma.
- Ni siquiera tengo rencor. Quizá tuvo más miedo que yo, qué se yo. La cosa es que tuve a mi hijo sola, que mis padres no lo entendieron y que la ciudad se me hacía demasiado grande.
- ¿Y aquí?
- Igual, pero al menos conozco a todos los que pueden hacerme daño. Soy como una atracción de circo y los vecinos, bien azuzados por el párroco, tienen de qué hablar. Una mierda, pero una mierda que conozco y controlo.
- No me parece justo, Ángela. Mereces todo.
- Y tú qué sabes, si no me conoces. – dijo ella.
- Quizá sí, quizá sepa más de ti de lo que imaginas.
- No creo. Algún día sé que vendrá alguien en quien pueda confiar. Pero hasta entonces…
Cómo decirle que había leído la novela, cómo explicar a alguien toda mi locura. Si le contaba la verdadera razón de mi viaje me tomaría por un loco y, sensata, me echaría de su casa, de su vida y de la proximidad de su hijo. Cómo podía explicar el libro encontrado en la librería, la historia de una Ángela que tenía un hijo, las noches que había pasado sin dormir, que el Javier agente de seguros y que gustaba de una copita de Martell era yo…. Pudiera ser que yo ya estuviese loco pero no quería que ella lo supiera. Callé y me despedí hacia las diez, regresando al hotel.
El domingo subimos los tres al cerro de Peñagrande y entramos en la cueva que llaman de los Franciscanos, jugando con el eco para ver quién lograba alargar más el sonido. Comimos en la ribera del río, bajo los chopos, una gran tortilla de patata y unos filetes empanados, de postre unos pastelillos de crema que habíamos comprado en la pastelería.
- Me voy a las siete- dije, mientras arrancaba una florecilla tardía de otoño y se la ponía en el pelo.
- Lo sé. ¿Lo has pasado bien?
- Maravillosamente. ¿Y tú?, te he dado la tabarra, he arruinado tu fin de semana.
- Sabes que no- me acarició la mano.- ¿Volverás?
- No lo sé.
- Si lo haces, seguramente estaré aún aquí. Nunca se sabe. Quizá llegue antes ese amor que siempre llega.
El alma volvió a encogérseme. Estuve a punto de contarlo todo, la librería, el librero, la novela, el déjà-vu, la locura que me consumía, que me había enamorado… pero me contuve. Una locura así no puede contarse, una chifladura de tal calado sólo da problemas. Ella me tenía por una persona cuerda y lo arruinaría todo en un instante. Sería mejor dar tiempo al tiempo, que mi cabeza se asentara, que olvidara el libro imposible y, quizá, con el tiempo, ella podría amarme sin conocer jamás mi delirio.
Vino a despedirme a la estación con el niño. La besé en la mejilla sintiendo que los ojos de los demás se clavaban en nosotros.
- ¿Estarás bien? – pregunté- Estos cafres están deseando desmembrarte.
- Sí, no te preocupes. No son mala gente, sólo metomentodos. Y me dan de comer con su ropa para arreglar.
- Te escribiré- dije, mientras subía al vagón.
- Sí, hazlo.
Me quedé asomado por la ventanilla mientras el tren se alejaba, viendo cómo las figuras de Ángela y su hijo se iban haciendo más y más chiquitas. Como en el libro, como en el libro.
- ¿Se va Javier, mamá? – preguntó el niño.
- Sí, tiene que trabajar- contestó Ángela.
- ¿Y volverá? – el chiquillo miró a su madre.
- Seguro que sí. Pero aún tiene que encontrar la segunda parte de la novela.
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