Serían las cinco de la tarde. La M5, la autopista de Birmingham a Bristol estaba bloqueada y, según las noticias de la radio, se necesitarían días hasta despejar la vía. El accidente de un camión que transportaba algún producto tóxico había hecho que la policía y los bomberos la cerraran durante muchos kilómetros a fin de prevenir que las personas pudieran contaminarse con el veneno. También, las carreteras cercanas estaban prohibidas porque el viento podría trasladar las toxinas a muchas millas de distancia. Al parecer, llevaría hasta el domingo limpiar la autovía porque las labores de desinfección eran complicadas.
Tomé la primera desviación que encontré a la derecha antes de llegar a Gloucester y me adentré en los campos galeses. La ventaja era que el paisaje era hermoso. La desventaja, que no conocía la ruta y aquel coche – un Ford alquilado del 98 con un cambio manual que no entraba nunca a la primera- no disponía de navegador. Pero, como buen conductor varón, uno ha de encontrar el camino por sí mismo. Preguntar a alguien por la dirección es una suerte de deshonor en la que ni se concibe caer cuando uno ha nacido hombre. El resultado es fácil de adivinar. Me perdí, y acabé con la aguja del tanque de gasolina pidiéndome a gritos que encontrara una estación de servicio. Tampoco ayudaban para nada los numerosos carteles de señalización sólo en galés, con la versión en inglés borrada con spray negro. Sólo cuando desde lo alto de una colina me topé con la visión del inmenso canal de Bristol, comprendí que las señales que decían Môr Hafren me hubieran llevado al borde del mar, frente a la orilla inglesa, desde donde me hubiese sido más fácil orientarme. Estaba ya oscureciendo cuando divisé el pueblo de Chepstow, a una milla. Confiaba en encontrar alguna gasolinera aún abierta y un hotel con una cama decente. Tuve suerte con ambos objetivos.
− Son 40 libras, incluyendo desayuno – me dijo la recepcionista.
El precio me pareció elevado para lo que el establecimiento ofrecía. Era, sin duda, agradable y estaba limpio pero no podía compararse a un hotel de calidad de cualquier ciudad británica. No tenía opción, de modo que entregué mi tarjeta de American Express, dejé mi pequeña maleta en la habitación y salí con la intención de cenar algo rápido en el primer restaurante que encontrara.
De pronto, al caminar por las calles empedradas e iluminadas por las farolas de luz amarilla, con una brisa, plena de aromas de salitre, que llegaba desde el canal y el rumor suave de las aguas tranquilas del río Wye me sentí relajado y me olvidé de todo el malestar del viaje, sensación que mejoró todavía más cuando cené como un señor en un bistró en el Riverside, viendo pasar barcazas de gran eslora y poco calado, iluminadas por largas hileras de bombillas, que se dirigían hacia el mar.
− Desea algo más – la que me preguntaba era la camarera del restaurante, una mujer de unos cuarenta años, mi misma edad más o menos, no especialmente hermosa pero con una expresión tan interesante, tan llena de historias que contar, de vida que repasar, que uno deseaba de inmediato poder charlar con ella.
− Un café, si es posible.
− Por supuesto… ¿azúcar? – retiró el plato vacío de postre que había terminado − ¿Usted no es de por aquí, verdad?
No me apetecía dar información sobre mí mismo. Poco interés podía tener el que yo fuese un viajante de productos de oficina, harto del trabajo y de su jefe, mal pagado y nacido en un suburbio nada favorecido de Londres, que ahora vivía en Birmingham, de padres inmigrantes, eslovenos para ser exactos, dos noviazgos fallidos por mi culpa y sin estudios de ningún tipo. Quizá, sentí vergüenza de mi poca valía.
− No, no, del norte de Escocia – respondí, mintiendo.
− El acento, sabe usted. Un escocés no puede pasar desapercibido fácilmente.
− ¡Ah!, pensé que me había visto el kilt – bromeé y a ella, al reír, se le iluminó el rostro como si se hubieran abierto los cielos sobre las High Hills. Me sorprendí de lo fácil que resulta hacerse pasar por quién uno no es.
No podría decir si fue casualidad, si lo hice a propósito o inconscientemente. El caso es que demoré un buen rato en tomarme el café y pedí dos más hasta que fui el último cliente y se dispusieron a cerrar.
− Hora de irse a casa. Lo siento, pero los galeses somos gentes de orden – volvió a sonreír.
− Sí, lo lamento – me disculpé – Cóbreme, por favor.
Al traerme la cuenta, la mujer me miró y me preguntó.
− ¿Va a quedarse algunos días?
− Creo que no, de hecho ni siquiera debería estar aquí. Voy de paso.
− Debería ver Chepstow. Hay mucha historia adherida a sus muros y a sus calles, ¿sabe usted?
− Sí, no lo dudo, pero la verdad es que me esperan en casa – mentí – ya debería estar allá y….
− Anímese, merece la pena – resultaba una mujer interesante incluso hablando de cosas intrascendentes.
− No sé, no soy muy dado a visitar ciudades…
− Venga, hombre, que no se diga que un escocés teme rencontrarse con la historia. Yo le acompaño mañana, si le apetece. Es mi día libre. Soy Janis – me extendió la mano.
− Sí, que no se diga de los escoceses. ¿A las 10 aquí? – tomé su mano y me rendí al carisma de aquella persona.
El sábado amaneció sin nube alguna en lo alto, con un sol espléndido, el más redondo y más grande que yo nunca hubiera visto. Desayuné como Dios manda. Café, tostadas, dos huevos escalfados con bacón, un buen trozo de pastel de manzana y un par de vasos de zumo de naranja. Me sentí exultante aunque, la verdad, el pueblo me importaba un comino. Pero volver a ver a Janis, conocerla más, conversar con ella, mirarla, se me antojaba una experiencia reservada a los elegidos. Y uno, al sentirse así, piensa en qué habrá hecho de bueno en alguna otra vida para toparse con un azar semejante.
− ¿Listo para caminar? – me preguntó al encontrarnos – No creas, es un pueblo pequeño pero con muchas cosas que descubrir.
− Un escocés no se amedrenta ante nada – proseguí la broma tontamente.
− Pues, lo primero es lo primero… el castillo.
Caminamos por High Street, para torcer luego por Bridge Street, con su alternancia de casas de ladrillo y edificios blancos decorados con grandes macetas de petunias, hasta casi el puente de celosía metálica que salva el Wye. Allá, entramos en el parque, a la izquierda, donde se alza el castillo. Una docena de grandes torreones en sus esquinas, una alta torre de la caballería en su mitad, sus muros de más de un kilómetro de largo siguiendo el acantilado que encauza el curso del río y las aguas de este constreñidas por sus piedras, el matacán tan dispuesto que se diría que había un vigía observando a todos los que nos acercábamos, los merlones protegiendo invisibles arqueros, los ventanales ojivales, las puertas en celosía de roble.
− Lo construyeron los normandos en el año 1067. Imagina lo que estos muros habrán contemplado – me dijo ella.
− ¿Los normandos? – pregunté, más por cortesía que por interés.
− Sí, como base de operaciones para conquistar Gales. Ya sabes que nuestras tierras fértiles siempre han sido codiciadas por todos nuestros vecinos. Además, fue el primer castillo en piedra construido en toda la isla. Imagínate, la importancia que para el ejército invasor tendría esta posición, era el centro de todas las huestes normandas.
− No hay mal que por bien no venga. Seguro que Chepstow progresó y se enriqueció con tanto soldado, diácono y artesano que vendrían a trabajar o a luchar aquí. – contesté.
− Y a morir, sí, que no hacen sino encontrar tumbas de hace muchos siglos llenas de cuerpos. Fue William FitzOsbern, nada menos que el vasallo predilecto de Guillermo el Conquistador, el que lo convirtió en plaza fuerte de sus ejércitos. Un hombre listo pero cruel, hábil en la batalla pero arrogante, al que llamaban “Espíritu orgulloso”. No le faltaban ni influencias ni dineros. Fíjate que él mismo armó sesenta navíos normandos para invadir Inglaterra. ¿Ves aquel torreón al sur? Se dice que desde él, FitzOsbern arengaba a sus batallones al iniciar el combate. ¡Imagina lo que estas torres han visto!…. Durante los siglos XII y XIII, fuimos también un foco de cultura y de arte.
− Me asombras.
− Y en el siglo XVII fue defendido por los monárquicos pero tuvieron que rendirse antes los parlamentaristas que, como imaginas, pasaron a todos por las armas.
− ¿Y cómo sabes tantas cosas? Me maravillas, yo apenas sé nada de la historia del país – la miré a los ojos con convencida admiración.
− ¿Crees acaso que una camarera no sabe leer? ¿Eres uno de esos idiotas que piensa que la cultura se encierra dentro de las capitales o de las universidades?
− ¿Piensas eso de mí? – creo que me puse colorado.
− Claro que no, − respondió ella −, pero me gusta incordiar un poquito. – y al sonreírme el azul del cielo me pareció más azul si cabe.
Janis me contó que el nombre de la ciudad venía de combinar las palabras antiguas Chepe y Stowe, o lo que era lo mismo, lugar de mercaderes; que en su día existió un gran puerto al que los navíos que cruzaban el canal provenientes de Inglaterra llegaban repletos de sedas y calicós que grandes goletas traían desde Asia; que había almacenes a rebosar de café que arribaba en pequeños barcos españoles que eran bien vigilados por los soldados del rey; que las orillas del Wye se convertían cada viernes en un mercado en el que se vendían ganado y lana, especias y aves exóticas, redes de pesca y aperos de labranza, borricos y corderos, espadas y cubertería, garrafas de vino y troncos madereros, …
− Ya ves, hoy sólo quedan los turistas que vienen, no en navíos sino en autobuses – terminó de hablar con cierta melancolía.
Comimos en la Royal and Loyal Tavern y la sobremesa se alargó. Podría recrear cada palabra de la conversación. Me encantó cómo Janis veía el mundo, cómo lo comprendía, cómo observaba a las personas y entendía sus sentimientos. No quería pensar más allá, aunque sabía lo que me estaba ocurriendo. Una locura, sin duda, pero estas cosas llegan siempre así, de sopetón, sin esperarlo, a traición.
Por la tarde, fuimos de terraza en terraza, de café en café, de té en té. Ya no hablamos más de la historia de Gales, del puente sobre el Wye o de las batallas entre arqueros y alabarderos. Nos dedicamos a contemplar cómo pasaban las yolas con remeros que entrenaban antes de la caída de la noche, ver las gentes que paseaban tranquilas por los parques, los que servían la cena tempranera en sus porches, cómo el sol se acostaba tras el Pen y Fan.
Y hablamos. Hablamos mucho y, por alguna razón, nos abrimos el uno al otro, como si hubiéramos estado siempre esperando el encontrarnos para contarnos todo lo vivido en un pasado que incomprensiblemente no habíamos disfrutado juntos, tan malvado es el destino en ocasiones. Me contó cómo había estado casada muchos años atrás, demasiado joven, demasiado ilusionada, demasiado ingenua, y cómo el desencanto y el alcohol del que él abusaba hicieron que saliera del Chester donde vivía, al norte, para marchar a Londres donde nunca se sintió a gusto y acabar encontrando un empleo de camarera en Chepstow, no gran cosa, cierto, pero donde pudo hallar paz y recodos en el río donde llorar una amargura que tardó años en esfumarse.
− Me hubiera gustado tener hijos – ella me tomó la mano y ambos notamos que, como en la conversación, nuestros cuerpos habían estado esperando ese contacto mutuo, justo ese, mucho tiempo.
− Tengo que decirte algo – bajé la voz de puro miedo.
Estaba avergonzado. ¿Por qué tuve que decirle que era escocés? ¿Por qué aquella estupidez tan infantil?
− ¿Qué? – se puso seria.
− No soy escocés. Te mentí, no quería que supieras de mí, lo poco que soy. Lo siento, fue una idiotez.
Ella rió a carcajadas. Se repuso y, sin ninguna reserva, me acarició en la mejilla.
− ¿No pensarás que me lo creí? Tienes un acento de Peckham que te delata a una milla. Recuerda que yo he vivido en Londres.
− ¿Y no me dijiste nada?− sonreí aliviado, fingiendo estar molesto.
− Bueno, donde las dan las toman…
− ¿Qué quieres decir?
− Que he estado estudiando toda la noche la guía turística de Chepstow. Deseaba que tuvieses una buena impresión de mí. Menos mal que tengo buena memoria, ya sabes, para recordar las comandas de los clientes en el restaurante…. ¿o pensabas que yo sabía quién demonios era William FitzOsbern?
La besé con toda mi alma, con la urgencia del ansia contenida.
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