Trabajaban en distintas ciudades, de modo que las oportunidades para verse escaseaban. Unas veces eran los horarios, otras los compromisos ineludibles, algunas más la simple pereza de buscar una fecha, una noche, un almuerzo en el que compartir recuerdos, sentimientos y anhelos. Es que se está tan bien cada uno en su casa, decía ella en ocasiones. Y en otras se enzarzaban en si es porque tú no puedes o es porque yo no puedo; que aquel sábado yo no tenía plan, que este lunes me han puesto una reunión que no puedo dejar.
Quizá por esas dificultades, tan anodinas como inmensas, era por lo que Ferdinand se sentía especialmente feliz. Habían pasado ya muchos meses desde que se vieran y, por fin, habían encontrado un rinconcito en el tiempo para cenar en el restaurante del puerto, compartiendo unas zamburiñas y una botella de Sauvignon blanco. Recordaba bien la primera vez que estuvieron allá, una tarde de verano de hacía ya siete años, ella hermosa –como siempre-, con una camisa azul a rayas blancas, los bous llenos de luces encendidas mientras se hacían a la mar, las olas rompiendo en el malecón, las gaviotas dando sus últimos sobrevuelos sobre las redes tendidas y la dársena. No podía decir que se había enamorado aquella noche porque ya lo estaba de antes en secreto pero fue una velada muy especial en la que se contaron todo lo que llevaban años guardando. Él confiaba en rememorar aquellos instantes, aquel escenario, aquel embrujo que emanaba del aroma a salitre, del pescado que compartieron, de los destellos intermitentes del faro en la colina. Se sentía bien, dichoso, optimista.
Se besaron al encontrarse y pasaron un buen rato, demasiado tiempo, hablando de nimiedades, de cosas de sus respectivos trabajos, de algún recuerdo sobre el que pasaban como en volandas, sin atreverse a detenerse en lo que sintieron.
Cenaron bien. Volvieron a encargar, como antaño, el mismo vino, el mismo pescado y los mismos entrantes. Por el restaurante no pasaba el tiempo, con su decoración marinera y sus lámparas en forma de faroles de borda. El mar, ajeno al mundo, continuaba pugnando contra las rocas de la escollera y las aves volaban en los mismos círculos de siempre. Los barcos salían a la mar haciendo sonar sus bocinas al enfrentar la bocana y, a lo lejos, casi en el horizonte, se veían los enjambres de luces, como luciérnagas nadadoras, que señalaban la posición de las chipironeras. Debatieron sobre la política del momento, sobre las condiciones de la jubilación, sobre un viaje de trabajo que había hecho ella, de pequeñas cuitas de sus respectivas oficinas, sobre lo frío que se avecinaba el invierno. Mal síntoma cuando se habla de estas cosas, pensó él.
- ¿Lo estás pasando bien? – preguntó él
- Sí, claro, como siempre- contestó ella mientras acariciaba la copa con su dedo.
- Hemos pasado buenos momentos aquí, ¿verdad?
- Sí, instantes hermosos.
- Yo quiero que tengamos muchos más instantes de esos - el tono de él era de súplica.
- Y yo, y yo – replicó ella sin mucha convicción- pero este es el mundo real, ya sabes, con sus restricciones, con los problemas de agenda. ¡Si eres tú quién no puedes casi nunca!
- ¿Yo? Tú que tienes siempre una agitada agenda – protestó él sin desearlo porque aquella búsqueda de un culpable no conducía a nada.
- Ya estaremos, claro que sí, ya estaremos más – afirmó ella, trasladando al futuro la inquietud de hoy.
- Tenía muchas ilusiones con esta cena – dijo él.
- ¿Tenías? ¿Y eso? ¿no estás bien?
- Sí, por supuesto… pero, no sé, antes nos contábamos otras cosas, de nosotros, de nuestro corazón, el mundo externo apenas ocupaba nuestra charla.
- Es que ya nos conocemos mucho, no es cosa de estar todo el día conociéndonos, ¿no? Además, estamos lejos, tú viajas mucho, yo a veces, y nos tenemos que contar lo que hacemos.- ella sorbió un poco de vino.
- Sí, estamos lejos, viajando – él miró al mantel, sin atreverse a encontrar sus ojos.- ¿sabes lo malo de viajar?
- ¿Qué?- preguntó ella.
- Que cuando los viajeros regresan ya no son los mismos, sólo queda el paisaje.
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