Cuando Ferdinand recibió el whatsapp, quedó sorprendido. Aún estaba peleando contra el anhelo del regreso, la fuerza de voluntad para olvidarla y el dolor de estómago que le habían provocado la ruptura, y lo menos que deseaba era que las heridas se le abrieran nuevamente. Releyó el mensaje y no había duda.
- ¿Vienes a cenar a mi casa el sábado?
Qué curiosos son los momentos inesperados. Al escuchar el dandondín del teléfono no podía imaginar que asomaría en la pantalla el icono de ella. Las semanas de silencio anteriores habían hundido su contacto más abajo incluso que el de Juanra, que mandaba un video chorra cada seis o siete meses. Así que experimentó, en un segundo, una combinación de sentimientos, desde el amor que aún guardaba por ella (no servía de mucho hacerse el fuerte y negar lo evidente) al asombro, pasando por la esperanza y el miedo a que fuese una broma.
- ¿Estás segura? – pulsó en la pantalla del móvil.
- Sí.
- Vale, el sábado para cenar. – durmió poco aquella noche.
Llevaba días dándole vueltas a una frase de Françoise Sagan, Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender. Debía quererla, porque sobre todo deseaba comprender por qué se había ido, que era lo que había fallado, dónde se quebró el camino, desde cuando sentía la necesidad de liberarse. Este pensamiento le dolió. Liberarse. Lo último que hubiera querido es ser una cárcel para ella y, mira por dónde, había acabado siéndolo. Aún le dolía más el hecho de que ella no había hecho ningún intento, al menos aparente, de comprenderle a él, señal de que tampoco le había querido mucho, síntoma de que él había vivido en una quimera.
Compró una botella de vino (del que a ella le gustaba, por supuesto) y unos dulces. Tampoco era cosa de presentarse sin nada en casa de una “amiga”. Joder, qué mal llevaba pensar en ella como una amiga. Es muy zen y muy correcto romper civilizadamente, siempre nos quedará la amistad y todas esas majaderías, pero duele que se las pela. A ver si iba a ser mejor lo clásico, un portazo y un francamente querida, me importas un bledo, acompañando la frase con la mirada despectiva de un Rhett Butler y unos nubarrones tormentosos de acojonar. Qué a gusto se debe quedar uno diciendo ¿Crees que con un lo siento lo arreglas todo?… , que no, que en la película era al revés, que aquí era ella la que le había dicho que le importaba un bledo. Qué era él el que se quedaba llorando y desconsolado en las escaleras de la mansión, no Scarlett O'Hara.
Hacía una noche estupenda. Sintió que el corazón se le aceleraba y que las manos le sudaban. Apretó con fuerza la botella que llevaba en la mano y tocó el timbre. Ella le recibió como siempre, como la recordaba, hermosa, con esa sonrisa que iluminaba plazas enteras, con el amistoso tono que recordaba en su voz, sin que nada indicara que el tornado ya había pasado. Eso creyó durante diez segundos hasta que ella le puso las dos mejillas en vez de los labios. O sea, lo contrario de lo que Jesucristo decía. La tía no ponía las mejillas, primero una y luego otra, para sufrir por el prójimo sino para hacerle sufrir a él. Una bofetada inversa a través de un beso mal dado.
La primera media hora fue tensa, para qué negarlo. Frases de conveniencia, qué caluroso está hoy el día, me marcharé pronto, he preparado una ensalada, qué tal en el trabajo, bien y tú en el tuyo… ese tipo de conversación de relleno que nos sale automáticamente mientras pensamos en otra cosa.
Y, luego, sin saber cómo, sin saber por qué, la magia. Un roce de las manos, una mirada a los ojos más larga de lo debido, un te hecho de menos, un yo a ti también, un vuelve, un no hay ya marcha atrás, un no quieres, un no puedo, un abrirse de corazón y alma para intentar comprender, aunque fuese un esfuerzo baldío e inútil porque cómo coño va a comprender uno que la mujer que ama no le quiere en su vida.
Y, poco a poco, dame un último beso aunque sea cortito; toma uno largo; sigues siendo tan hermosa como siempre; tú que me miras con buenos ojos; comenzar a recordarse mutuamente millones de instantes; un masaje aquí, un masaje allá; los rostros cercanos; las caricias; no creas que vamos a volver; qué más me da; vivamos este momento; vuelve; no quiero que me vean contigo; ¿tienes miedo?; sí que lo tengo; abrázame; no te amo; ¿pero me quieres?; tampoco, murieron las mariposas; ¿tengo la culpa?; no la tienes; ¿hay alguien?; no lo hay; ¿entonces?; besos; me estás metiendo mano; ¿y no lo deseas?; sí; más besos, arrumacos, más arrumacos, vino, más vino, estrellas caprichosas en el cielo, una mariposa revoloteando en torno al candil, la noche cálida y calma; ¿por qué me miras así?; yo qué sé; ¿no quieres que nos veamos, que no sepamos el uno del otro?; muero porque nos veamos; ¿pero como amigos?; no, bueno tú verás, quiero todo; no puedes pedirlo; qué desgracia; un abrazo, otro abrazo; te vas como agua entre mis manos; lo sé; no te vayas; es que soy agua; ¿y qué?; necesito tener la tranquilidad que tú me quitas; no quiero arrancarte nada; sus ojos, un beso, otro beso; ¿no es esto maravilloso?; solo si es de vez en cuando; me duele en el alma; lo superarás; no lo haré; no te merezco; sí me mereces; ven; voy; ven; vamos a la cama; vamos; como antes.
Se despidieron en plena madrugada. Ferdinand pensaba en Sagan. Amar no es solamente querer, es sobre todo comprender. No comprendía nada, no la entendía, tan maravillosa y tan distante a la vez. Estaba perdido, solo, desconcertado.
Mientras conducía sonó la alerta del teléfono. Otro whatsapp.
- Ha sido una cena maravillosa.
Sí, lo había sido.
Pero, entonces, pensó que así debían ser las cenas de los que van a ser ajusticiados en la madrugada siguiente.
Clareaba ya por donde la carretera cortaba la colina y sintió toda la desdicha de la última cena.
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