Aunque la primavera no había aún llegado, el día amaneció pintado en una azul intenso y un suave viento sur hizo que, ya para media mañana, bastara una chaqueta ligera. A pesar de haber dormido mal e intermitentemente, él se levantó contento. Conocía la sensación porque siempre le ocurría lo mismo cuando tenía una cita con ella. Quizá por lo tan de tarde en tarde que la veía, quizá porque seguía hechizándole, quizá por la oportunidad de romper la habitual soledad, o quizá porque se conocían de hacía tanto tiempo, el caso es que esos días sentía una alegría interna que le confortaba.
− ¿Te espero a la una menos cuarto en la estación? – le había dicho ella por teléfono.
− Allí estaré.
El tráfico se complicó en la autovía. Lo de siempre, los camiones que buscaban llegar a la frontera y tirar millas, las más posibles, antes de que la dichosa prohibición de circular en el fin de semana los varara en una estación de servicio hasta el lunes. Vigiló pasar los radares a la velocidad correcta y se enojó con una furgoneta que bloqueaba la salida 32.
No estaba lejos cuando sonó el móvil en el coche. Pulsó el botón al lado del volante y contestó.
− ¿Dónde estás? Me tienes abandonada −, dijo ella sin ningún atisbo de reproche en la voz. Al contrario, sus palabras le sonaron dulces, y sonrío para sí.
− Llego en cinco minutos. Aún faltan dos para menos cuarto. El tráfico, ya sabes ¿Tanto me echas de menos?
− Yo, aquí, ilusionada con verte y no apareces.
− Estarás, además, preciosa – él la cortejó.
− Y tanto. Divina. – replicó ella antes de echarse a reír. – Venga, te espero.
La vio desde la distancia. Era un misterio pero su silueta no cambiaba a lo largo de todos aquellos años en que se conocían. Hay personas así, que tienen un aura con la que parecen haber nacido y que permanece inalterada, que son como esa luz de un faro que, pase el tiempo que pase, brilla igual, guía igual.
Y, sí, no había mentido. Estaba divina.
− Mira – dijo ella cuando se acomodó en el vehículo. Le mostró un bolsito.
− ¡Pero si no te gustaba!
Se lo había regalado él, hacía ya mucho tiempo, y a ella le había parecido demasiado elegante, un tanto cursi, poco acorde con el estilo cómodo y casual que ella usaba.
− Hoy es un día especial y con este abrigo, va muy bien. – sonrió como sólo ella sabía hacerlo.
Y ocurrió lo de siempre.
Transcurrían meses entre cada encuentro, pero sucedía lo mismo en cada ocasión. Era como si no hubiera pasado tiempo alguno, un “como decíamos ayer” permanente, de modo que a los tres minutos de estar juntos, estaban ya enfrascados en una conversación amena, acelerada, en el que compartían un lenguaje apresurado y casi entrecortado que sólo ambos entendían porque les bastaba decir la mitad de una frase para entenderlo todo.
− ¿Tú me entiendes, no?
− Sí, exacto.
Él se daba cuenta del torrente de ideas compartidas, de pensamientos comunes, de sensaciones paralelas forjadas en tanto y tanto tiempo y se sentía a gusto. Es mi compañía favorita, pensó y le gustó lo que pensaba.
Tras dejar el coche en el parking, se detuvieron unos minutos al borde de un mar tranquilo que apenas dejaba ver un poco de espuma blanca allá donde las olas besaban el malecón. Unos minutos después estaban sentados a la mesa. Compartieron el menú y ella eligió un vino blanco. Necesitaron buena parte del almuerzo para ponerse al día de los meses transcurridos desde la última charla.
− ¿Y tú, qué tal estás? – preguntó él, a los postres.
− Bien, muy atareada.
− Ya sabes a lo que me refiero.
− Bien, de verdad.
− ¿Te pesa la soledad?
− Sólo a veces – repuso ella, bajando la mirada.
− Lo siento.
− Es sólo a veces. Ocurre más al anochecer, cuando apetece una caricia o abrazar a alguien.
Él sólo supo apretar su mano entre la suya y también miró hacia la mesa.
− Me da miedo lo rápido que pasa el tiempo – reflexionó ella.
− No pienses en eso.
− Sí, sí que lo hago. Ya, a nuestra edad, es una cuenta atrás, ¿no? Pienso en que queda poco y, a veces, me abrumo con ello.
− Tú tienes buenos genes. Llegarás a los cien.
− No, en serio. Me asusta o, no sé, me enoja, cómo se escapa la vida en rutinas, en tardes solitarias, en ocasiones perdidas para las que no habrá un nuevo tren que pase, la vida malgastada en esperar resignadamente cuál será el próximo achaque…
− Achaques. El futuro que viene.
− Sí, eso es. Y me da rabia no aprovechar cada minuto, no cumplir los sueños, tener que cumplir con lo que se espera de una sin poder mandarlo todo a freír puñetas.
− ... y nunca llega el momento de cumplir con lo que uno espera poder hacer.
− Nunca. Y eso te arde en el pecho. No quiero morir sin satisfacer mis anhelos. La vida se empeña en seguir caminos que no queremos, que no merecemos.
Él sólo supo repetir el gesto de apretarle la mano. ¿Qué iba a contestar, si pensaba lo mismo?
− Me voy de vacaciones con unas amigas en unas pocas semanas – ella cambió de tema −. Iremos al sur, vamos a alquilar un apartamento y a pasarlo bien.
− Seguro que lo hacéis. Deseo que siempre lo pases bien.
− ¿Sabes? – ella volvió a mirarle a los ojos −, lo que más me fastidia es no poder hacer planes de pareja.
− ¿Planes de pareja?
− Sí, hay cosas que son para hacerlas en pareja. No sé, una cena en una terraza, ese viaje al sur, ver una película con mi pies apoyados en las piernas del otro, ir a un Parador de fin de semana…
− ¿Un Parador?
− Ya sabes que me gustan. ¿Pero qué narices haces en un Parador con una amiga? ¿Qué haces mirando un atardecer con amigos? ¡No jodas!, eso arruina cualquier Parador y cualquier cielo estrellado. Eso es para ir en pareja y dormir en pareja, ¿no?
− Sí – contestó él.
− ¿Nos tomamos un gin-tónic? – preguntó ella al tiempo que la cara se le iluminaba con una sonrisa cautivante.
− Claro.
Lo pidió de Seagram y lo sirvieron con algún botánico rosáceo y mucho hielo. Lo compartieron a sorbitos, lentamente, hasta que el hielo resultó ganador y la copa contenía ya solamente agua.
− ¿Sabes? – dijo él −, me siento muy bien cada vez que estoy contigo. No sé, es una especie de paz, de tranquilidad, de poder decir cualquier cosa sabiendo que me vas a entender, de pedir consejo y recibirlo siempre acertado. Saber que estás ahí en mis peores momentos, que es cuando importa sostenerse en alguien. Junto a ti, siento estar en un lugar seguro del mundo.
− ¿Casa?
− Si, eso. Como cuando jugábamos de niño a pillarnos y había un sitio en el que refugiarse y gritábamos “casa”.
− Nos conocemos de hace tanto tiempo que podemos decirnos cualquier cosa con la mayor tranquilidad del mundo, y nunca ser juzgados sino comprendidos. Igual es que somos viejos. – ella le miró fijamente.
− Pues qué bien, ¿no?
− Es perfecto.
− No sé, me siento volar cuando charlamos. Alto, muy alto, sin límites. – dijo él.
− A ver si te vas a caer desde tan alto. – repuso ella.
− Imposible. ¿Y sabes por qué puedo volar tan alto?
− ¿Por qué?
− Porque tú tienes las alas que me sustentan.
Acabaron el último sorbo de gin-tónic y pidieron la cuenta.
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