Johan fue siempre un poco tarambana. Desde niño apuntó poco entendimiento en los estudios y escaso amor a las artes, de modo que no destacó en asignatura alguna y sus calificaciones le permitieron pasar de curso, año tras año, tan solo gracias al esfuerzo de su padre, Markus, que, con paciencia y cariño, dedicaba un par de horas cada jornada a completar la educación del chico. Viudo desde hacía una década, se había consagrado a su hijo, en parte por sincero afecto, en parte como homenaje a la esposa que le dejó demasiado pronto. Markus era un hombre afable, funcionario del Ministerio de la Salud, aficionado a leer novelas de Hermann Broch y devoto asiduo a las misas de St. Antonius Kirche, junto al río. Esporádico bebedor de cognac, había creado todo un ritual cuando se servía una copa, por lo habitual los sábados a la noche. Se sentaba en su canapé favorito, colocaba un disco con alguna sinfonía de Mahler en el giradiscos y se limitaba a dejar transcurrir las horas. En esos ratos, se proponía enmendar a Johan, hacer de él un hombre de provecho, asegurar su formación para que pudiera, si todo iba bien, lograr un puesto en la Administración. Había soñado con que ingresara en el ejército, en el cuerpo de Artillería concretamente, como su bisabuelo, pero dadas las pocas dotes físicas del muchacho y su absoluta falta de voluntad y disciplina, olvidó aquel proyecto que a él le parecía tan prometedor.
- No sé hacerlo mejor – suspiraba, en ocasiones, mirando al techo como si esperara ver a su esposa dándole las instrucciones adecuadas – Bueno, velaré por él hasta que cumpla los veinticinco. A esa edad, debería ya ser capaz de volar sólo, ¿no crees, Helga?
Ajeno a las preocupaciones del progenitor, Johan se convirtió en un adolescente bohemio, juerguista, aficionado al vino del Rin y a invertir el natural orden vital, es decir que dormía casi todo el día y no paraba en toda la noche. Matriculado en Ciencias Políticas, no pasó del primer curso y fue amargando a su padre a fuerza de disgustos.
Dos años después, nadie sabe si por sus preocupaciones o porque el colesterol había cumplido con su callada labor, un infarto detuvo el corazón del bueno de Markus y Johan, a sus 22 años, hubo de enfrentarse solo a la vida.
Tras un breve duelo, sinceramente sentido, se vio libre de la obligación de estudiar. Fallecido su padre no había razón alguna para continuar con algo que aborrecía. Encontró un puesto de trabajo como dependiente en unos almacenes de ferretería en la Günter Strasse, mal pagado pero suficiente para afrontar los desenfrenos de cada fin de semana. En herencia, le habían quedado la casa y una modesta cuenta corriente en un banco de la ciudad.
Fue unos cinco o seis meses después cuando Johan comenzó a preocuparse por primera vez. El insomnio comenzó de manera leve, casi insustancial, pero día a día, semana a semana, fue haciéndose más intenso, tanto que para septiembre apenas conseguía conciliar el sueño un par de horas. La falta de descanso comenzó a mellar su salud y su alegría.
- Está usted sano, amigo mío – le dijo el Dr. Heimgler-, los análisis son correctos y las radiografías no muestran nada extraño. No sé qué decirle. La falta de sueño no parece responder a ninguna causa fisiológica.
- Pero no duermo doctor – replicó Johan -, y si no puedo dormir será por algo, ¿no?
- Sin duda, sin duda, pero atisbo que debe tratarse de alguna causa, digamos – procuró dulcificar la voz – psicológica.
- ¿Insinúa usted que estoy loco? – el doctor supo que no había suavizado suficientemente la afirmación.
- No diga usted eso. Es joven, nada indica que su cerebro pueda estar dañado. No sé, quizá será que usted tiene un elevado nivel de estrés. ¿Cómo le va en el trabajo?
- Bien, bien – contestó Johan -, mal pagado, un jefe un poco torpe, pero nada que pueda amargarme la existencia.
- ¿Ha probado con beber una copita de licor cada noche para ayudarle a dormir?
- Más que una copita, doctor. Botellas enteras. Y nada, no lo consigo.
- Es extraño, desde luego.
- ¿Qué me recomienda? – la voz del joven denotaba auténtica ansiedad.
- No se ofenda, no lo tome a mal, pero quizá podría recomendarle visitar un psiquiatra. El doctor Schneider es buen amigo mío y le garantizó su absoluta discreción.
Con recelo y tras pensarlo un par de semanas, Johan acudió por fin a la consulta de Schneider. El hecho que le decidió fue que, una noche, mirando a la lámpara, ojos abiertos de par en par, oscuridad sólo clareada por una luna gibosa, escuchó voces. Bueno, no puede decirse que las escuchara físicamente, exteriormente, como uno puede oír un claxon, un cantante o un piano. No. Era, ¿cómo explicarlo?, una voz interior, una charleta que tenía el mismo efecto que el de un orador que estuviera frente a él.
- ¿Estoy loco? – preguntó al doctor Schneider.
- Por Dios, señor Kelcher – el psiquiatra mantenía en todo momento un trato distante, amaneradamente profesional -, no piense en algo así. Simplemente usted está batallando en su subconsciente con un duelo mal cerrado.
Tras la quinta sesión, Schneider había ya concluido que el problema que atormentaba a Johan era su padre. Probablemente, de manera inconsciente, su mente se había dado cuenta de lo poco que le había querido, atendido y agradecido sus esfuerzos. Se trataba, a su juicio, de un remordimiento que ahora se manifestaba como un desorden mental ligero.
- Estas cosas están bien estudiadas en la bibliografía – le había asegurado Schneider con solemnidad -, muchos pensamientos quedan ocultos en los profundos pliegues del cerebro y, de pronto, algún hecho intrascendente dispara los recuerdos y las meditaciones que debieron haberse hecho a su tiempo y que, por cualquier razón, quedaron pendientes. Esto no implica locura alguna, Sr. Kelcher, tan sólo que es necesario abordar la causa del pequeño desorden, tratarla y solucionarla.
- No reconozco la voz de mi padre – Johan parecía hablar más para sí mismo que para el doctor- pero el discurso es su discurso. Esa voz interior me dice lo que él siempre me repetía, con casi las mismas palabras.
- Lo dicho, simplemente se trata de recuerdos manipulados por la mente, sueños de vigilia, como los denominamos.
Durante los siguientes meses, Johan pudo dormir mejor ayudado por unas pastillas que le recetó el galeno y de las que el joven prefirió no conocer la composición. Aun así, cada día sufría un par de horas nocturnas en las que el ronroneo interior, ese discurso que no se sabía de donde venía, proseguía con su letanía. Que si debía aprovechar mejor su vida, que era necesario que retomara los estudios, que pensara en una provechosa carrera militar o en participar en las oposiciones para la Administración del Museo Friedrich que se celebraban en primavera.
- Es como un fantasma – le dijo durante una sesión al doctor Schneider ´- . Sólo que en vez de aparecerse a la antigua, con una sábana blanca y aullando como un imbécil, es más sutil, me invade el alma, el cerebro, la vida.
- No existen los fantasmas de sábana pero sí los fantasmas interiores, Sr. Kelcher – contestaba de manera académica el médico-, que así llamamos coloquialmente a esos pequeños traumas que se nos van quedando atrapados en las neuronas. Nada grave, créame, pasará. Pero he de señalarle que, a la luz de lo que usted me ha venido relatando, he de romper una lanza a favor de su padre. En sus esfuerzos, en su actuación, sólo veo un amor desprendido por usted, una voluntad de ayudar, de proteger, quizá sobreactuada por la ausencia de la madre.
- Voluntad de fastidiar, querrá usted decir.
- Pienso que es usted injusto para con su padre – había concluido el médico -, y estas deudas siempre acaban pagándose. Tarde o temprano deberá usted afrontarlo.
Lo cierto es que Johan procuraba proseguir con su vida como si tal cosa. Más delgado y siempre con ojeras, no dejaba de asistir a las funciones del Weltes Kabaret, en la Bundes Platz, donde aparte de apreciar los números musicales y las divertidas ocurrencias de los humoristas, había congeniado con una chica un poco mayor que él, mucho más avezada en las lides amorosas y hermosa como ninguna.
- En tus brazos duermo mejor, Anke – le decía. Aunque no era cierto, prefería pasar las horas en vela, asido a la piel blanca y tersa de ella que mirando al sombrío techo de su habitación.
La chica, por cariño o por piedad, le permitía que la tomara cada noche para que, al menos, durante un rato, él olvidara a sus fantasmas.
Cambió de trabajo seis o siete veces, otras tantas de cabaret y otras tantas de destilado preferido. Lo que nunca hizo fue hacer caso a los fantasmas que le llamaban, recuperar los estudios, formar una familia, opositar.
- Es ya como una lucha contra ellos – le había afirmado al doctor Schneider, dos años después - ; es mi victoria. Nunca me ganará el fantasma, la voz esa que me corroe cada noche. Aunque creyera que ser funcionario fuese lo mejor para mí, aunque el salario fuese interesante, no cedería. Por joder al fantasma.
- Ha usted de separar la realidad de la ficción, señor. Las decisiones en su vida ha de tomarlas con los datos reales, no con esas fantasías, menos aún en contra de esas fantasías. Pero debe tener en cuenta que, siendo ideas que su propio cerebro crea, son anhelos que su subconsciente tiene. Si tan recurrentes resultan es porque, en el fondo de su mente, los deseos de su padre coinciden con los suyos propios. En realidad, su cerebro está intentando ayudarle a usted mismo por una vía indirecta, conciliarlo todo. Es una lucha entre su consciente y su subconsciente.
- Odio a mi padre – le salió un grito.
- Vamos, vamos, joven. Su padre murió hace casi 3 años y los muertos, muertos están. He de admitir que creo en el más allá, en fuerzas espirituales, en – si usted lo desea- fantasmas del pasado, pero no tienen tiempo de venir a nosotros ni manera de hacerlo.
- Yo no sé qué creo. Mi padre sí que era muy de curas.
- Da igual, Sr. Kelcher. Lo que nunca debe olvidar es que le estamos tratando con novedosos medicamentos que darán fruto.
- Sí, lo acepto. Pero no mejoro, doctor.
- Paciencia, Sr. Kelcher. Estas cosas siempre toman su tiempo.
Volvió a cambiar de trabajo un par de veces y su interés por sentar la cabeza o hacerse un hueco en el mundo siguió sin aparecer. Como se decía a sí mismo, se nace bohemio y se muere bohemio.
- Prefiero morir bajo el puente pero contento, que en un hospital de millonarios- le había dicho al médico.
- ¿No hará caso usted, entonces, a su propia voz interior?
- ¿La de mi padre?
- Ambas
- Jamás.
El día que cumplió 25 años se despertó cuando el día estaba ya bien avanzado. Al principio no fue consciente de lo inusual del hecho pero cuando el sol que se colaba por entre las láminas de la persiana le cegó los ojos, se percató de que había dormido, que había dormido muchas horas. Se sentía realmente descansado, libre.
No fue a trabajar. Tenía que aprovechar el día. Paseó, comió en el bistro de la Linden Strasse y vio una obra de guiñol en el parque. Aquella tarde lo celebró con Anke a lo grande, tuvieron sexo durante horas y se sintió feliz como hacía años que no lo estaba.
- ¿Qué te ocurre? ¿Qué te ocurre? – le preguntaba Anke, desnuda junto a él, sonriéndole.
- Será la pócima esa que me hace tomar el maldito Schneider, qué sé yo, ¡pero me siento tan bien!
Tampoco fue a trabajar durante toda la semana y fue despedido. No le importó lo más mínimo.
Un mes después, confirmó al doctor Schneider que no volvería, que ya no eran necesarios sus servicios, que ya no escuchaba las malditas voces y que había olvidado sus fantasmas. Estaba orgulloso de haber vencido al fin.
Saludó al médico y este, antes de soltar su mano, le dijo:
- Recuerde que quizá usted no se haya librado de sus fantasmas sino que ellos se han cansado de usted.
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