16/5/17

Patria


Patria, (Tusquets, 2016), de Fernando Aramburu es una novela necesaria, en donde la historia de dos familias - otrora amigas, posterior- mente enfrentadas - sirve para describir la atmósfera asfixiante, amoral y enloquecida de la Euskadi del último medio siglo. Necesaria para que quede constancia de cómo la violencia carcomió una sociedad de arriba a abajo, un cáncer que costará mucho extirpar completa- mente. Necesaria para que la amnesia no borre la historia.

Quizá no es una gran novela en lo que respecta a la profundidad psicológica de los personajes o la brillantez de la prosa y, sin duda, recibirá premios más por su temática que por su escritura. Pero es necesaria, porque el enfrentamiento de las dos matriarcas - una con el marido asesinado por ETA, la otra, defendiendo a su hijo preso y miembro de ETA- es casi lo de menos, es simplemente un hilo conductor que le sirve a Aramburu para relatar el escenario, ese horrible fondo sobre el que se desarrollan y asfixian las vidas y los valores morales.

La estructura, precisamente, se soporta sobre flashes, retazos, momentos, que, unidos, conforman esa visión de una sociedad muy enferma éticamente, amargada, triste, oscurantista y podrida. El silencio de muchos, los asesinatos de algunos, las torturas policiales, el “algo habrá hecho”, ese párroco especialmente abominable, el mirar para otra parte, la cobardía de la mayoría, la comprensión de otros tantos, el estigmatizar a una persona para convertirla en un “untermensch” con el que se puede hacer todo sin remordimientos, las retóricas que justifican lo injustificable, los falsos argumentos éticos, el fanatismo, en definitiva la barbarie, se muestran sin grandes alharacas, en una multitud de capítulos muy cortos y escritos de manera sencilla. Elementos que sirven asimismo para ahondar en las reacciones de las personas: el miedo, la sed de venganza, el odio, la angustia, y el nunca abatido amor a pesar de todo. Entiendo que será una novela difícil de leer para muchos porque actuará como un espejo que dice lo que no se quiere escuchar, lo que se ha pretendido maquillar durante décadas.

Entre los aspectos menos logrados, cabría citar el exceso de tópicos en los diálogos, cierta lentitud, un final demasiado simple, algunas desgracias excesivas (la hija paralítica, por ejemplo), así como un reduccionismo a los extremos. Los que asesinaban no eran todos ignorantes y brutos. Era peor, los había inteligentes que ponían su capacidad al servicio del diablo. También  llama la atención la ausencia de dos aspectos a mi entender tremendamente importantes: el derrumbe moral de la escuela (tanto pública como privada) y la falta de exploración acerca del papel que las cúpulas dirigentes – políticas, sociales, económicas, intelectuales- jugaron al situar por encima  de la ética ese “qué puedo sacar de todo esto” o escudarse en “esto es problema de otros”. Aramburu analiza bien a los peones, pero poco a los que movían los peones (atisbado en el siniestro encargado de la taberna, tirando la piedra y escondiendo la mano).

La novela no puede abordarlo todo. No hay que pedírselo. Pero queda por escribir otra obra, no sobre los afectados directos de uno u otro lado, sino sobre esa mayoría silenciosa, acobardada, la que miraba para otro lado, la que, en definitiva, permitió que todo el horror ocurriera. 




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