Samuel Alejandro Urquijo estaba orgulloso de su blog. Cada día, con una ceremonia más propia de un servicio religioso que de una tarea de escritor aficionado, llegaba a su casa para actualizarlo. Lo primero que hacía era ponerse cómodo. Un refresco con pajita muy frío, un chándal holgado y una sonata de Mozart en el equipo de música. Mantenía un blog literario en los que ejercía de crítico aficionado. Y, todo sea dicho, era un crítico feroz. No dejaba títere con cabeza. Cualquiera que hubiera leído su bitácora durante algún tiempo pensaría que todos los libros del mundo le parecían a Samuel Alejandro Urquijo pura basura que había que fustigar hasta que apareciese en el orbe una novela digna de tal nombre que, por supuesto aquel ser pensaba sólo podría ser escrita por él mismo. Más, mientras aquel momento llegaba, su blog de crítica se había convertido en un mojón de referencia.
Primero leía los comentarios que lectores anónimos le dejaban. Muchos apoyando su crudeza y su capacidad para decir la verdad y lo que pensaba en todo momento. Otros, pocos, echándole en cara su excesiva crueldad para con los pobres artistas. Algunos, dejaban improperios e insultos que Samuel Alejandro rebatía con mucha más inteligencia y mordacidad que lo que cualquiera podría resistir. Por fin, otros atizaban su cólera crítica proponiéndole libros que sabían de antemano iba a demonizar. Al cabo de algunos años se había ganado el nombre de Torquemada porque, si de él dependiera, hubiera creado un índice de libros prohibidos al estilo del Index Tridentinus. Urquijo no otorgaba el nihil obstat a ninguna obra y recomendaba a sus lectores que, simplemente, no compraran libro alguno.
Un día de otoño, alguien dejó un mensaje en su blog. Sólo decía:
A Samuel Alejandro Urquijo no le gusta ningún libro porque es un mediocre incapaz de escribir una obra digna de ser leída y para ocultar su pequeñez busca empequeñecer a los demás.
Un par de comentarios hicieron hincapié en ello y los asiduos al blog, encantados con que se azuzara al azuzador, cruzaron apuestas acerca de si Urquijo sería capaz de escribir algo más que críticas implacables. Él se sintió herido en su amor propio y juró, en las sagradas páginas de su bitácora, que demostraría al mundo cómo había de componerse un relato.
Se puso a la tarea al mismo día siguiente. Con ahínco y con entusiasmo, más no con maestría. Durante unos meses, descuidó su blog y los habituales del sitio dejaron de interesarse. Urquijo escribía, ahora, más sobre su futura obra, lo cual era mucho menos ameno y tenía menos morbo que ver cómo descuartizaba autores noveles.
Tres meses después publicó su relato, titulado La nube de coral, en su blog. Una historia sobre amoríos y rupturas que no mereció ni siquiera un comentario. Urquijo esperó paciente una semana pero sus lectores se habían esfumado. Otros blogs estaban más de moda. Efímeros todos ellos, se devoraban uno a otro en una cadena sin fin. Para Samuel Alejandro cada tarde era una agonía. Se sentaba frente a su ordenador, se conectaba y veía, un día más, que sus posts no recibían ningún comentario. Simplemente, había desaparecido de la red. Su código, sus textos, sus imágenes seguían allá pero en realidad no existía porque en la web sólo se existía en la medida que otros le leían. Ahora, era cómo una flor en medio del desierto, quizá bella pero que muere sin que nadie la haya visto y admirado jamás.
No pudo resistirlo. Se dejó caer. Su aspecto era pésimo. Dejó de asistir al trabajo y pasaba largas horas frente al monitor esperando un comentario que jamás llegaba. Su página aparecía en Google en el puesto seis millones, trescientos ochenta y dos mil, cuatrocientos veintinueve (dedicó tres días completos para averiguarlo). Su vida ya no tenía sentido.
Primero leía los comentarios que lectores anónimos le dejaban. Muchos apoyando su crudeza y su capacidad para decir la verdad y lo que pensaba en todo momento. Otros, pocos, echándole en cara su excesiva crueldad para con los pobres artistas. Algunos, dejaban improperios e insultos que Samuel Alejandro rebatía con mucha más inteligencia y mordacidad que lo que cualquiera podría resistir. Por fin, otros atizaban su cólera crítica proponiéndole libros que sabían de antemano iba a demonizar. Al cabo de algunos años se había ganado el nombre de Torquemada porque, si de él dependiera, hubiera creado un índice de libros prohibidos al estilo del Index Tridentinus. Urquijo no otorgaba el nihil obstat a ninguna obra y recomendaba a sus lectores que, simplemente, no compraran libro alguno.
Un día de otoño, alguien dejó un mensaje en su blog. Sólo decía:
A Samuel Alejandro Urquijo no le gusta ningún libro porque es un mediocre incapaz de escribir una obra digna de ser leída y para ocultar su pequeñez busca empequeñecer a los demás.
Un par de comentarios hicieron hincapié en ello y los asiduos al blog, encantados con que se azuzara al azuzador, cruzaron apuestas acerca de si Urquijo sería capaz de escribir algo más que críticas implacables. Él se sintió herido en su amor propio y juró, en las sagradas páginas de su bitácora, que demostraría al mundo cómo había de componerse un relato.
Se puso a la tarea al mismo día siguiente. Con ahínco y con entusiasmo, más no con maestría. Durante unos meses, descuidó su blog y los habituales del sitio dejaron de interesarse. Urquijo escribía, ahora, más sobre su futura obra, lo cual era mucho menos ameno y tenía menos morbo que ver cómo descuartizaba autores noveles.
Tres meses después publicó su relato, titulado La nube de coral, en su blog. Una historia sobre amoríos y rupturas que no mereció ni siquiera un comentario. Urquijo esperó paciente una semana pero sus lectores se habían esfumado. Otros blogs estaban más de moda. Efímeros todos ellos, se devoraban uno a otro en una cadena sin fin. Para Samuel Alejandro cada tarde era una agonía. Se sentaba frente a su ordenador, se conectaba y veía, un día más, que sus posts no recibían ningún comentario. Simplemente, había desaparecido de la red. Su código, sus textos, sus imágenes seguían allá pero en realidad no existía porque en la web sólo se existía en la medida que otros le leían. Ahora, era cómo una flor en medio del desierto, quizá bella pero que muere sin que nadie la haya visto y admirado jamás.
No pudo resistirlo. Se dejó caer. Su aspecto era pésimo. Dejó de asistir al trabajo y pasaba largas horas frente al monitor esperando un comentario que jamás llegaba. Su página aparecía en Google en el puesto seis millones, trescientos ochenta y dos mil, cuatrocientos veintinueve (dedicó tres días completos para averiguarlo). Su vida ya no tenía sentido.
2 comentarios :
este debo ser yo! si no comentan mis posts me muero!
y te pasa lo mismo cuando no te leen? es autobiografico?
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