Caminó hacia el paraje que, casi por casualidad, había encontrado a unos seiscientos metros del aparcadero. Un lugar que, por algún hado inexplicable, los millares de turistas cargados de bocadillos y cámaras fotográficas, no habían logrado encontrar. El río llegaba desde la izquierda. Su rugir, porque a eso se asemejaba el ruido que el tumulto de las aguas desbocadas producía, podía oírse a leguas de distancia y, aunque no se viera la catarata, se percibía que algo titánico ocurría allá. Durante muchísimos días, la corriente se deslizaba tranquila por los cauces, besando las raíces de los árboles que formaban las riberas y parándose, de vez en cuando, en pequeños remansos que formaban laguitos naturales. De pronto, el líquido era atraído por una fuerza magnética que lo forzaba contra las rocas, hacia pendientes cada vez más pronunciadas. El agua se encabritaba, saltaba, atronaba y, formando rápidos cada vez más salvajes se dirigía a su destino sin ya posibilidad de retorno. Llegaba al precipicio, abría su alas de espuma y decididamente volaba y caía para impactar en el lecho del río, muchísimos metros abajo, donde figuras anodinas, en pantalones cortos y con rostros embadurnados de protector solar, sacaban instantáneas sin apenas maravillarse de lo que veían.
Justo pensó qué sentirían aquellas gotas, aquel agua al ser atraídos por el barranco. ¿Dudarían? ¿Sentirían, si es que los elementos pueden sentir, el pánico de la caída? ¿el vértigo? O, por el contrario, ¿se sentirían dichosos de ese momento de gloria? Le gustaba pensar en cada molécula como en una persona. En todo el caudal como una riada humana que se dirige a su destino inevitable. De algún modo, veía a toda la humanidad andando por las riberas de la historia. Una veces, pausadamente, como cuando el río forma meandros aburridos. Otras veces, alocadamente hacia el acantilado, hacia la catarata de la autodestrucción.
¿Y él? Hacía años que dormitaba en su existencia. Se sentía cansado de sí mismo.
Justo se puso en pie y se acercó a la valla de protección. La saltó y camino por entre las rocas hacia el borde. No atendió a los carteles que anunciaban el peligro. Sintió el viento que la caída masiva del río provocaba. Se vio rodeado de la fuerza de la cascada, se dejó llevar por su atracción fatal, por su discurrir. Abrió los brazos y, cuando saltó, por un instante percibió su propio momento de gloria.
Justo pensó qué sentirían aquellas gotas, aquel agua al ser atraídos por el barranco. ¿Dudarían? ¿Sentirían, si es que los elementos pueden sentir, el pánico de la caída? ¿el vértigo? O, por el contrario, ¿se sentirían dichosos de ese momento de gloria? Le gustaba pensar en cada molécula como en una persona. En todo el caudal como una riada humana que se dirige a su destino inevitable. De algún modo, veía a toda la humanidad andando por las riberas de la historia. Una veces, pausadamente, como cuando el río forma meandros aburridos. Otras veces, alocadamente hacia el acantilado, hacia la catarata de la autodestrucción.
¿Y él? Hacía años que dormitaba en su existencia. Se sentía cansado de sí mismo.
Justo se puso en pie y se acercó a la valla de protección. La saltó y camino por entre las rocas hacia el borde. No atendió a los carteles que anunciaban el peligro. Sintió el viento que la caída masiva del río provocaba. Se vio rodeado de la fuerza de la cascada, se dejó llevar por su atracción fatal, por su discurrir. Abrió los brazos y, cuando saltó, por un instante percibió su propio momento de gloria.
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