Me gusta tumbarme sobre la hierba y mirar hacia arriba, al cielo azul sobre el que se recortan las nubes viajeras. En esos días, claros y frescos, cuando el viento las va moviendo continuamente como si se encaprichara y jugara con ellas. Algunas veces, agrupa los mechones blancos en grandes globos que parece que lo van a cubrir todo. Otras, las desgarra en miles de pedacitos cada uno de los cuales se conforma en formas y dibujos, sueños y metáforas de gas. Hoy, he visto cómo aparecían miles de nubecillas diminutas que se asemejaban a estrellas y que, a su vez, formaban arabescos y volutas semejantes a constelaciones y galaxias. Otros días, ciclópeos gigantes se han alzado sobre las colinas, primero blancos y, más tarde, cenicientos hasta que, por la tarde, descargaban lluvia cual titanes que lloraran. En ocasiones, las nubes parecen gaviotas que llegan desde el mar y revolotean contra el cielo hasta que el aire, caprichoso, las quiebra y las desbarata en nuevas formas que, incansablemente, vuelven a reunirse y a moldear intrincados adornos.
Y, cada día, en muchas de esas nubes que marchan hacia el horizonte recreo tu rostro y lloro con tu recuerdo.
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