El titular del diario matutino, a cuatro columnas, decía que un inmigrante había asesinado a otro compañero de patera. La policía había detenido al presunto homicida cuando una lancha de salvamento les abordó a unas quince millas de la costa. El arrestado – un tal Ousmane- aún tenía un cuchillo ensangrentado en sus manos.
Dos días antes, Ousmane Boubacar había embarcado junto con su hijo de doce años, Cheick, y otras cuarenta personas en una barquichuela de proa alta y calado escaso. Era de noche y no sabían dónde se hallaban. Un guía, un tipo rudo y malcarado, les había obligado a seguirles en silencio tras previo pago de unos ahorros que Ousmane había necesitado ajuntar durante diez años. El hombre que abría el camino llevaba una pequeña linterna que, si ya emitía poca luz para que el que la llevaba pudiera ver el camino, resultaba imperceptible a los que iban atrás. Cheick estaba muy cansado. Era un chico robusto e inteligente pero, tras muchas leguas de caminata y varias ampollas en sus pies, el muchacho necesitaba descansar. Su madre había muerto un año antes. Los tres anhelaban salir de su poblado y llegar a España donde esperaban encontrar una nueva vida y un futuro para el hijo al que tanto amaban. Hubieran necesitado aún varios años para poder pagar los pasajes de todos pero el fallecimiento de ella precipitó los acontecimientos. Ousmane contactó con un hombre gordo y siempre sudoroso al que todos conocían por Angh. Acordaron el precio y supo que diez días más tarde debería presentarse en Lompoul, cerca de la costa. Aquella misma noche tomaron un autobús y, tras seis transbordos, llegaron al lugar. No llevaban mucho consigo. Les habían advertido que no se admitía ningún tipo de extra peso en la barcaza. Apenas un hatillo cada uno con algo de ropa, unas cantimploras con agua, y unos bizcochos. Lo demás, o sea todo, debería proveerlo algún dios bondadoso si es que hay dioses que son bondadosos. Ousmane lo dudaba.
Por fin, llegaron a una playa y les mandaron sentarse. La ausencia de poblados cercanos hacía que el cielo fuera particularmente negro, con millares de titilantes lucecitas que les miraban con curiosidad. Ousmane rezó para que los espíritus de sus antepasados que ahora vivían entre las estrellas, les ayudaran. Cheick se había adormilado agazapado en el regazo de su padre y Ousmane pensó, mientras le mesaba el cabello, que lo quería con todo su corazón y que sólo por él hacía aquello. Merecía una vida mejor.
Serían las tres de la madrugada cuando el ruido ronco de un motor llegó del mar. Poco después, el sosiego de la espera se tornó súbitamente en un apresurado correr por la playa, un chapoteo entre las olas para poder llegar a la barca y un subir dificultoso a la misma. Padre e hijo sintieron la frustración de comprobar cómo el barco que les habían prometido era, en realidad, una embarcación pequeña, de unos diez o doce metros de largo en donde todos los pasajeros se apretujaron hasta casi aplastarse los unos con los otros. Con el peso, la nave se hundió hasta casi la borda y fueron advertidos de que no se movieran por el riesgo de vuelco. Ousmane apretó al chico contra él.
El motor, pequeño para tanta tripulación, protestó y lanzó varias sonoras detonaciones pero, finalmente, logró que la barca se alejase de la costa. Tenían miedo. Casi ninguno sabía nadar y el agua estaba demasiado cerca. Mojados, bajo el relente del océano, algunos tiritaban. Nadie hablaba y el patrón de la embarcación les miraba con desprecio. Por fin, se durmieron apoyándose los unos en los otros.
Cuando despertaron se dieron cuenta que el motor no hacía ruido. Y vieron al patrón que hurgaba en su interior. Ya no tenía la cara orgullosa de la noche anterior sino que denotaba miedo. El mar, además, estaba mucho más movido y algunas veces, el agua entraba en la barca.
Durante un largo rato, nadie dijo nada. Por fin, el guía les dijo que el motor no funcionaba y que las corrientes les iban a arrastrar. Que, con toda probabilidad, les llevaría hasta las costas pero que necesitarían días. Que ahorraran el agua. Que se taparan los cuerpos con sus ropas para no ser quemados por el sol.
Dos días completos a la deriva. El sol de verano, implacable. El reflejo de la luz solar en el mar quemaba y cegaba. Al principio, siguieron las instrucciones. Bebían poco pero, a medida que las horas pasaban, la sed se hacía insoportable y, a fin de cuentas, Ousmane y Cheick sólo tenían un par de litros de agua. Ousmane no bebía. Guardaba su ración para su hijo. Su boca estaba espesa, pegajosa. Apenas podía hablar porque su garganta estaba llena de salitre. Los demás pasajeros estaban en condiciones aún peores. Algunos no habían tenido la precaución de llevar ningún líquido y ahora se desesperaban y suplicaban que les dieran algún sorbo.
Al final del segundo día, cuando aún no había anochecido, el hambre y la sed eran difíciles de soportar. Sólo Cheick que sorbía algunas gotas regularmente parecía mantener la calma aunque su carita se había quemado dolorosamente con el sol.
Un tal Mamadou que se encontraba en proa se levantó de pronto y se hizo paso a empujones con tanta violencia que casi hace zozobrar la barcaza. Fue directo hacia Cheick con la intención de quitarle la botella de agua. Ousmane se interpuso. El otro hombre le empujó y le dijo que le diera el agua. Que no podía aguantar más y que les mataría antes que morir él mismo de sed. Un segundo después sacaba un cuchillo y se abalanzaba sobre padre e hijo. Ousmane evitó el primer golpe y, aprovechando el vaivén de la embarcación, hizo caer al atacante. Este intentó herirle con el arma y en el forcejeo, sin que nadie supiera cómo, Mamadou quedó herido de muerte. Ousmane tenía el cuchillo en las manos y la sangre le empapaba la camisa. No era consciente de haber apuñalado al otro pero en la cara de todos los demás veía que sí lo había hecho. Cheick les miraba horrorizado, inmóvil.
Nadie dijo nada. Ni siquiera lanzaron al muerto por la borda. Una hora después, por un azar del destino, la patrullera de la guardia costera apareció por babor. No hicieron falta muchas explicaciones. La sangre en las ropas y el cuchillo en las manos señalaban claramente al presunto asesino. El chico fue llevado a un albergue donde fue acogido.
2 comentarios :
Una escalofriante historia, muy buena para un cuento.
¿ocurrió así realmente?
También tengo un blog y como dices lo importante es contar, algún día alguien te leerá... no hay apuro
gracias,
no,espero que esto no haya ocurrido nunca y sólo sea fruto de mi imaginación. Pero la desesperación que deben sentir podría hacer llegar a esos horrores.
Félix
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