Lupe era morena y tenía cuarenta y cuatro años, uno menos que él en aquel tiempo. Era camarera del hotel "Fiesta Caribe" donde se alojaron. Ricardo la vio nada más entrar al restaurante. Y, sin falsas modestias, él era por entonces un hombre bien encarado. Le encantaba el andar de Lupe. Aquel movimiento de cadera, aquella boca sensual que a él le parecía tan inusitadamente ancha, aquellos brazos morenos y de piel suave, aquellos ojos negros en los que tres días más tarde navegó en las dos mejores horas de toda su existencia.
Ricardo suspira. De pronto, cae en la cuenta de que está solo. Y, lo que es peor, ha estado siempre solo y eso no tiene vuelta atrás. Con todos sus viajes, perdió la niñez de sus hijos y cuando quiso recuperar el tiempo perdido, ellos ya habían llegado a esa edad en que lo último que desean es la compañía de sus padres. Andrés, su hijo, le salió un pitagorín. No se explica de dónde sacó esa capacidad. De él no, desde luego. Y de su madre, menos aún. Hace ya casi un año que no le ve. Recibe, eso sí, un par de llamadas al mes desde Berlín. Siempre lo mismo. Suena el teléfono, se oyen unas voces en un alemán que él nunca entiende y luego tres minutos de "¿qué tal estás?", "todo bien por aquí" y "cuídate". Sabe, eso sí, que trabaja cerca de la capital y que, además de dar clases, está sacándose el doctorado con un estudio sobre algo que desarrolló un tal Godel. O algo así. Porque a Ricardo, esos nombres extranjeros se le han dado siempre muy mal.
Marta, su hija, siempre quiso viajar. Su madre la apuntó pronto a clases de inglés. Primero, con una prima suya, unos años mayor que ella, y que sabía algo de aquel idioma por el hecho de que se carteaba con un noviete inglés que había conocido en San Sebastián. Más adelante se apuntó a clases y cuando llegó a los veinte sorprendió a todos diciendo que se iba a estudiar a Inglaterra. No hubo manera de convencerla para que se quedara. Y, desde entonces, allá está. Hace también un año que no la ve.
Ricardo piensa en todos esos años que ha malgastado, repartiendo la apatía entre un trabajo que no le gustaba y un hogar que le era lejano. Y siempre, con el recuerdo -lejano ya, pero persistente- de Lupe. Él siempre ha tenido mala memoria pero es capaz de recordar aquellos cinco días con todo detalle.
Cuando su mujer murió, intentó buscarla. Sin éxito. Llamó al restaurante porque aún guarda la tarjeta. No metida entre los jaboncitos de la colección sino en su cartera, donde siempre ha estado como si fuese un tesoro. Pero le dijeron que había dejado el trabajo casi diez años atrás. No sabían dónde estaba ni qué había sido de ella. Telefoneó, también, al hotel pero no la conocían. Así que cada noche y cada día debe conformarse con su recuerdo. Siempre la misma rutina. Come fuera. Llega a casa. Manteniendo la tradición de años, discute con la sombra de su mujer y, luego, se acuesta y deja que las memorias de Lupe le arrullen hasta dormirse. Hace años que se duerme pensando en aquellos negros ojos.
Fue él el que le insinuó que le gustaría conocer la ciudad de México. El congreso terminaba, cada día, a las cuatro de la tarde de modo que tenía unas horas libres. Ella aceptó, entre risas, y le dijo que aquella misma tarde le enseñaría el Parque Hundido, allá cerca de la Insurgentes.
Vino puntual a las cinco. Ricardo se había dado dos duchas y se había afeitado nuevamente. Incluso se echó un poco de aquella loción que, por lo general, sólo usaba los domingos. Cogieron un autobús y él la miraba ensimismado cuando ella le iba diciendo los nombres de las calles por donde pasaban. Como si estuviera recitando poesía. Miraba su perfil, sus labios, la forma en que se sentaba, sus gestos. Entonces, no tuvo conciencia de que se había enamorado. Tan sólo que no había nada más maravilloso a lo que atender.
Sentados sobre una alfombrilla, comieron los tacos que ella preparó en el parque. Enseguida empezaron a contarse confidencias. Sin saber porqué. Cuitas que permanecían muy adentro y muy guardadas en la propia intimidad, salían espontáneamente y sin dificultad. Como si ambos hubieran encontrado a su otro yo. Su otro yo que ya no conocía todo y al que, por lo tanto, no cabía ocultar nada. Ambos se maravillaban que el otro hubiera tenido un pasado sin su presencia. Ambos se preguntaban si había habido una vida antes de aquel momento.
Lupe había estado casada y tenía una hijita, María. Se divorció pronto. Justo cuando dio a luz supo que su marido tenía "casa chica" que es como allá llaman a tener una amante. Ricardo jamás pudo entender como un hombre, cualquier hombre, podía necesitar otra mujer estando con Lupe. Lupe aguantó otro año más intentando vencer en aquella pugna con una desconocida. Pero, finalmente, se divorciaron y quedó sola y con un bebé. Fue difícil. Años en los que debió trabajar diez horas al día mientras su madre cuidaba de María. Pero la Virgen de Guadalupe le había ayudado y había podido salir adelante.
Lupe le contó de su familia, de sus ambiciones, de sus tristezas y Ricardo descargó en ella la soledad de un matrimonio gris, la ausencia de ternura y la falta de vida auténtica.
Aquella noche, bajo un Escorpio cuyas estrellas volaban de lado a lado de la bóveda oscura, se dieron el primer beso.
Aportación del autor a una "wikinovela" organizada por la Facultad y Letras de la Universidad de Deusto en el año 2006. Originalment en www.wikinovela.org (link actualmente desactivado)
1 comentarios :
me ha gustado el final. Muy sugerente
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