El final de la guerra mundial sorprendió a John de permiso en su casita de Alabama. Tras doce semanas en el frente del Pacífico, y una herida en las playas de Tarawa, se había merecido un buen descanso. Cuando oyó el tumulto de una caravana de automóviles que pasaban haciendo sonar los cláxones, agitando banderas y levantando todo el polvo del camino, supo instintivamente que la contienda había terminado. Corrió adentro de la casa, abrazó a Martha, su esposa, y acarició el vientre crecido que albergaba los gemelos que esperaban para Febrero.
Un mes más tarde fue licenciado. John era profesor y encontró un puesto en la escuela superior. No le fue difícil. Con millones de hombres en el frente, escaseaban los maestros. Daba clase de biología los lunes, miércoles y jueves y la vida se le antojaba bella. Paz, una esposa que le amaba, un trabaja que le gustaba, una casa propia y unos hijos en camino. Nadie podía pedir más.
La escuela donde John impartía sus clases era para blancos. Él también lo era. Aquel curso, dos alumnos negros fueron admitidos como caso excepcional dadas sus magníficas dotes intelectuales. Hubo disturbios, visitas de los encapuchados del Klan y efectivos de la Guardia Nacional hubieron de intervenir en varias ocasiones. Los dos muchachos de color sufrieron amenazas y ataques, golpes y burlas y, aún cuando eran de los mejores alumnos que John había tenido nunca, acabaron por salirse de la escuela. John no lo lamentó. No le agradaba la idea de estar en una misma sala con gente de color. No es que aprobara los métodos violentos del Klan pero, en el fondo, justificaba su reacción airada. La segregación era algo natural, pensaba. Una cosa es que los yankees les hubieran ganado una guerra y obligado a las buenas gentes del sur a liberar a sus trabajadores. Otra muy distinta que estos pudieran mezclarse sin más con ellos.
Los amigos de John y Martha eran también blancos. Sus antepasados habían sido poderosos en el condado y habían tenido una granja de muchos acres donde se cultivaba algodón. Tras la guerra, ambas familias vinieron a menos y la crisis de los treinta acabó por arruinarlos. Sin embargo, ellos mantenían el orgullo sureño y confiaban en que, más tarde o más temprano, volverían a tener una posición social elevada.
El invierno fue lluvioso. Martha tuvo algunos mareos y permaneció en cama bastantes días mientras Anabeth, su sirvienta negra, le servía copiosas sopas de pollo que, según decía, eran lo mejor que una embarazada podía tomar. Eligieron los nombres. Si eran varones se llamarían Charles y Bill. Si eran hembras, Susan y Fiona.
John impartió sus clases rutinariamente y el campus se mantuvo en calma porque ningún otro chico de color osó poner los pies en la escuela. Mejor así. El consejo directivo estaba unánimemente de acuerdo en que cada raza debía permanecer en su lado. Convivir sí, mezclarse, no.
Llegó febrero y, una amanecer, Martha rompió aguas. Un taxi los llevó al Hospital donde ella aún necesitó seis horas para llegar al momento del parto. John permaneció fuera, fumando pitillo tras pitillo y desgastando las baldosas en el pequeño círculo sobre el que caminaba. Hacia las dos oyó lloros en la habitación. Era Martha. Se sobresaltó enormemente. Algo había ido mal en el parto.
El Doctor Reiner salió a su encuentro con mirada seria. Le estrechó la mano mientras preguntaba si él era el esposo de Martha
- ¿Ha ido mal el parto, doctor? – preguntó John.
- No, no es eso. El parto ha ido perfectamente. Son dos chicos y tanto ellos como la madre se encuentran perfectamente.
John respiró aliviado y dio, en un segundo, gracias al cielo.
- ¿Por qué llora mi esposa?
- Verá …- el doctor le pidió que se sentara- …hay algo que debo decirle
- Usted dirá. Ha ido todo bien, ¿cierto? ¿no me engaña?
- Sí, sí, están bien, pero, cómo decirlo, - dudó unos instantes- hay algo imprevisto.
- ¿Imprevisto?
- Verá, Mr. Meldow, el primer hijo al que su esposa ha dado a luz es blanco pero el segundo, ¿cómo decírselo?,…es negro
John pareció no entender lo que le decían. En parte por los nervios y , en parte, porque lo que le decían era absurdo.
- No entiendo, doctor. Cómo va a ser un hijo nuestro negro. Si ambos somos blancos. Y, además, el otro gemelo es blanco…. Me temo que no le entiendo. ¿se refiere a alguna mancha?
Quince minutos después, John permanecía sentado, lloriqueando entre sus manos que le tapaban el rostro sin atreverse a entrar a la habitación. El doctor le había explicado que esto podía ocurrir si algún pariente lejano había sido negro. Él sabía que era cierto y empezaba a comprenderlo. Como profesor de biología conocía bien las leyes de Mendel. Había leído experimentos sobre híbridos de plantas donde el monje austriaco explicaba sus experimentos con flores que , ora eran azules, ora rojas por la simple combinación de genes diferentes. El agustino había jugueteado con plantas pero sus descubrimientos eran igualmente aplicables a los seres humanos y la bibliografía citaba casos esporádicos.
Entró al cuarto. Martha seguía llorando. Vio a los bebés. Dormidos y preciosos. Pero uno era blanco y el otro negro. Tan iguales y, sin embargo, tan distintos. A uno le esperaba una vida fácil, los mejores colegios, los buenos trabajos. Al otro, una existencia dura, con trabajos mal pagados y asientos calurosos al fondo de los autobuses. Y a ellos mismos, a sus padres, les caía encima una lacra de sospecha. Si esto había ocurrido era porque, antaño, no se sabía cuándo pero nunca es mucho cuando se trata de un asunto así, algún bisabuelo había sido de color. Quizá el señor de la mansión abusaba de alguna esclava y, de aquellas relaciones nacería algún bastardo que, por esas malditas leyes de Mendel, sería blanco. Como tal habría sido educado y habría procreado otros descendientes blancos hasta llegar a ellos, a John o a Martha….hasta que las malditas leyes habían destrozado su vida. Ya no sabía qué era él mismo.
Un mes más tarde fue licenciado. John era profesor y encontró un puesto en la escuela superior. No le fue difícil. Con millones de hombres en el frente, escaseaban los maestros. Daba clase de biología los lunes, miércoles y jueves y la vida se le antojaba bella. Paz, una esposa que le amaba, un trabaja que le gustaba, una casa propia y unos hijos en camino. Nadie podía pedir más.
La escuela donde John impartía sus clases era para blancos. Él también lo era. Aquel curso, dos alumnos negros fueron admitidos como caso excepcional dadas sus magníficas dotes intelectuales. Hubo disturbios, visitas de los encapuchados del Klan y efectivos de la Guardia Nacional hubieron de intervenir en varias ocasiones. Los dos muchachos de color sufrieron amenazas y ataques, golpes y burlas y, aún cuando eran de los mejores alumnos que John había tenido nunca, acabaron por salirse de la escuela. John no lo lamentó. No le agradaba la idea de estar en una misma sala con gente de color. No es que aprobara los métodos violentos del Klan pero, en el fondo, justificaba su reacción airada. La segregación era algo natural, pensaba. Una cosa es que los yankees les hubieran ganado una guerra y obligado a las buenas gentes del sur a liberar a sus trabajadores. Otra muy distinta que estos pudieran mezclarse sin más con ellos.
Los amigos de John y Martha eran también blancos. Sus antepasados habían sido poderosos en el condado y habían tenido una granja de muchos acres donde se cultivaba algodón. Tras la guerra, ambas familias vinieron a menos y la crisis de los treinta acabó por arruinarlos. Sin embargo, ellos mantenían el orgullo sureño y confiaban en que, más tarde o más temprano, volverían a tener una posición social elevada.
El invierno fue lluvioso. Martha tuvo algunos mareos y permaneció en cama bastantes días mientras Anabeth, su sirvienta negra, le servía copiosas sopas de pollo que, según decía, eran lo mejor que una embarazada podía tomar. Eligieron los nombres. Si eran varones se llamarían Charles y Bill. Si eran hembras, Susan y Fiona.
John impartió sus clases rutinariamente y el campus se mantuvo en calma porque ningún otro chico de color osó poner los pies en la escuela. Mejor así. El consejo directivo estaba unánimemente de acuerdo en que cada raza debía permanecer en su lado. Convivir sí, mezclarse, no.
Llegó febrero y, una amanecer, Martha rompió aguas. Un taxi los llevó al Hospital donde ella aún necesitó seis horas para llegar al momento del parto. John permaneció fuera, fumando pitillo tras pitillo y desgastando las baldosas en el pequeño círculo sobre el que caminaba. Hacia las dos oyó lloros en la habitación. Era Martha. Se sobresaltó enormemente. Algo había ido mal en el parto.
El Doctor Reiner salió a su encuentro con mirada seria. Le estrechó la mano mientras preguntaba si él era el esposo de Martha
- ¿Ha ido mal el parto, doctor? – preguntó John.
- No, no es eso. El parto ha ido perfectamente. Son dos chicos y tanto ellos como la madre se encuentran perfectamente.
John respiró aliviado y dio, en un segundo, gracias al cielo.
- ¿Por qué llora mi esposa?
- Verá …- el doctor le pidió que se sentara- …hay algo que debo decirle
- Usted dirá. Ha ido todo bien, ¿cierto? ¿no me engaña?
- Sí, sí, están bien, pero, cómo decirlo, - dudó unos instantes- hay algo imprevisto.
- ¿Imprevisto?
- Verá, Mr. Meldow, el primer hijo al que su esposa ha dado a luz es blanco pero el segundo, ¿cómo decírselo?,…es negro
John pareció no entender lo que le decían. En parte por los nervios y , en parte, porque lo que le decían era absurdo.
- No entiendo, doctor. Cómo va a ser un hijo nuestro negro. Si ambos somos blancos. Y, además, el otro gemelo es blanco…. Me temo que no le entiendo. ¿se refiere a alguna mancha?
Quince minutos después, John permanecía sentado, lloriqueando entre sus manos que le tapaban el rostro sin atreverse a entrar a la habitación. El doctor le había explicado que esto podía ocurrir si algún pariente lejano había sido negro. Él sabía que era cierto y empezaba a comprenderlo. Como profesor de biología conocía bien las leyes de Mendel. Había leído experimentos sobre híbridos de plantas donde el monje austriaco explicaba sus experimentos con flores que , ora eran azules, ora rojas por la simple combinación de genes diferentes. El agustino había jugueteado con plantas pero sus descubrimientos eran igualmente aplicables a los seres humanos y la bibliografía citaba casos esporádicos.
Entró al cuarto. Martha seguía llorando. Vio a los bebés. Dormidos y preciosos. Pero uno era blanco y el otro negro. Tan iguales y, sin embargo, tan distintos. A uno le esperaba una vida fácil, los mejores colegios, los buenos trabajos. Al otro, una existencia dura, con trabajos mal pagados y asientos calurosos al fondo de los autobuses. Y a ellos mismos, a sus padres, les caía encima una lacra de sospecha. Si esto había ocurrido era porque, antaño, no se sabía cuándo pero nunca es mucho cuando se trata de un asunto así, algún bisabuelo había sido de color. Quizá el señor de la mansión abusaba de alguna esclava y, de aquellas relaciones nacería algún bastardo que, por esas malditas leyes de Mendel, sería blanco. Como tal habría sido educado y habría procreado otros descendientes blancos hasta llegar a ellos, a John o a Martha….hasta que las malditas leyes habían destrozado su vida. Ya no sabía qué era él mismo.
John miró a sus hijos y supo que todas sus convicciones acababan de derrumbarse como un castillo de naipes. Un año después se trasladaron a Chicago donde, al menos, pasaban más desapercibidos.
1 comentarios :
esto lo he leido hace poco en el periodico. Una pareja que ha tenido un bebe blanco y uno negro
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