Evitaba el libro. Una tontería, lo sabía, pero era como si aquel volumen le hubiese traicionado, herido en lo que más creía. Cierto, es una bobada convertir un objeto en fuente de sentimientos, pero no podía evitarlo.
El libro sólo debía ocupar espacio. Esto es lo que hacen los objetos. Reclaman territorio en el mundo físico pero, a veces, lo hacen en la consciencia. El delgado volumen permanecía allí, convertido en una afrenta rectangular sobre la estantería, junto a otros títulos que no hacían tales exigencias a Ferdinand. Una traición contenida en papel encuadernado y tinta.
Se negaba a mirarlo. Esta evasión había adquirido una estructura, un sistema. Ojos que se movían deliberadamente más allá del punto donde guardaba el ejemplar, giros inesperados antes de llegar al mueble, una foto justo delante. Una decisión breve pero consciente hacía que sus pupilas se desviaran, no de manera accidental sino voluntaria. Ese libro se había convertido en un impostor.
– Benedetti, mentiroso –, susurró.
Hagamos un trato. Compañera, usted sabe que puede contar conmigo.
Habían leído juntos ese poema, hacía muchos años, demasiados. Y es que el tiempo lo desgasta todo. Si el reloj es capaz de reducir el granito a fina arena, las montañas a desiertos y convertir los muertos en olvidos, cómo iba a ser capaz de resistir los años un simple poema antiguo. Una quimera. Los años son un éter que nos rodea y que lo erosiona todo. Nada puede evitar ese destino.
Aun así, Ferdinand hubiera soportado, incluso entendido, la herrumbre de los lustros, la decadencia de la existencia, el devastador influjo de la rutina y el agotamiento. Pero, en este caso, no era sólo eso, porque lo sucedido trascendía el orden que ellos dos habían creado. Era el derrumbe de lo que habían pensado juntos, lo que creía que habían sentido eterno, lo que les era importante. Lo que ella le había escrito era el torpedo que va a dar a la quilla de un acorazado anclado en Pearl Harbour.
No cuentes conmigo, le había dicho. Joder, ¿no podía haber elegido cualquier otra frase, cualquier otra excusa? No cuentes conmigo. Justo eso.
Tomó el gabán, salió, cerró la puerta con llave y el mecanismo encajó con un clic terminal. Salió. No quería ver el librito cada vez que pasaba por el salón.
Quince años atrás, cuando todo empezaba, descubrieron una admiración compartida por Benedetti. El poeta se convirtió en moneda de cambio entre ellos. Se regalaron sus libros y, cuando se ponían melosos, llenaban los e-mails de versos. En aquellos días, uno de sus favoritos, un trend-topic en su relación, era el “Hagamos un trato”, precioso poema que se convirtió en confluencia recurrente cuando se sentían débiles. Por instinto, a su mente llegó la primera estrofa:
Compañera
usted sabe
que puede contar
conmigo
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo
– Siempre podrás contar conmigo – le decía mientras daba vueltas a la cucharilla para azucarar el café sobre la mesa que compartían, en una cafetería que ya no existía, en una calle que renombraron no hace mucho tiempo, cuando cambio el gobierno municipal.
– Y tú, conmigo – contestaba ella, sin juguetear con la cuchara porque ella no le echaba azúcar.
Por entonces, cuando Benedetti se cruzaba en sus conversaciones, se referían a cosas importantes, a las tribulaciones de la vida, a las enfermedades, a los malos tragos en el trabajo, a los baches económicos, a las tristezas y a las caídas que todo ser tiene en la vida. Desde luego, no a menudencias como la que le roía la cabeza. Una insignificancia, lo sabía. Una obra de teatro. Y qué más daba eso, pensó. Benedetti no escribía sus versos para incidencias menores, sino para lo importante del mundo.
La había invitado a ir al estreno de “La calle esmeralda”, una obra de un escritor novel, un tal Giménez Arce, que ya había estrenado en Madrid y del que la crítica había escrito muy buenas reseñas. Con Lorena Blázquez, nada menos, en el papel protagonista. Una historia de amistad en una ciudad inhóspita.
En el inmenso catálogo de gestos humanos, la invitación representaba algo más allá de su aparente simplicidad. La obra escénica no era sino un decorado menor alrededor de la verdad central. Se trataba de ver la función, charlar antes, ponerse al día de sus vidas, cenar después, mirarla a los ojos, disfrutar de su sonrisa, de cómo se le movía el cabello, de acariciarla la mano, sentirse envidiado como un pavo real al tenerla a su lado, sentir el calor terminal de su piel contra sus dedos, robarle un beso en los labios y, apurando mucho, un “¿aún me quieres? “, “Sí”.
Era consciente de que los whatsapps no dan para mucho. Entre que los dedos son demasiado grandes para los iconos de las teclas, que escribes mientras caminas para coger el metro, que da el resol en la pantalla, que llegan anuncios de Vodafone y que vas esquivando peatones, el mensaje es forzosamente breve. Imposible explicar en la dichosa pantallita del teléfono todo lo que significaba invitarla. No daba para decir que lo de menos era la función.
– El mes que viene estrenan esa obra de la que te hablé. ¿Te apetece que vayamos? Dime algo antes del jueves porque ya sabes que se acaban las entradas enseguida.
Le dio al “enviar” con ilusión. La respuesta se demoró días, con el tiempo expandiéndose como un gas para llenar el espacio disponible, hasta que el teléfono pitó al recibir un mensaje.
– Sobre el teatro, no cuentes conmigo. Igual me sale otro plan y no quiero comprometerme para luego no poder ir. Un beso.
Seguro que ella pensó que resultaba hasta cariñoso.
El poemita seguía llamando a su mente:
yo quisiera contar con usted
Es tan lindo saber que usted existe
Uno se siente vivo
Y cuando digo esto, quiero decir contar
Aunque sea hasta dos, aunque sea hasta cinco
Pues, hay que fastidiarse, que va a ser contar hasta cero.
Sintió rabia, pero la contuvo lo mejor que pudo porque le pilló en el autobús, rodeando de extraños que nunca entenderían a Benedetti.
Joder, ese no quiero comprometerme era siempre para con los otros, siempre asimétrico, nunca dirigido a Ferdinand. Igual que podía comprometerse – qué palabra más pomposa para algo tan banal – con otro y no con él, podía ser a la inversa, ¿no? ¿No era igual de cierto al revés? ¿No podría ella comprometerse con él y decirles a otros sobre un compromiso previo?
Lo peor, sin embargo, no era eso. Lo peor, era el inicio del mensaje.
“No cuentes conmigo”. El dardo exacto para destrozar a Benedetti de un solo golpe, con una frase corta y certera, directa al corazón. Touché. Jaque mate. Vade retro, Satanás.
"No cuentes conmigo." La frase se repetía en su consciencia a intervalos irregulares. Un fallo en su procesamiento mental. No cuentes conmigo. Juró no volver a leer a Benedetti. Un juramento privado, sin testigos.
Se sentó en el “Budapest” y pidió un cortado descafeinado con un pincho de tortilla. Con cebolla. Si ella le hubiera visto, se hubiese reído, le hubiera llamado moñas y hubiera hecho un mal chiste sobre la cebolla y el derramar lágrimas por pequeñeces.
– No cuentes conmigo – , la frasecita de las narices se le repetía en la mente a cada poco. No cuentes conmigo.
El café se enfriaba. La tortilla, también. Estaba en otro lugar, en el territorio de un poema traicionado.
Afuera, la ciudad continuaba con sus cuitas incomprensibles. Los semáforos cambiaban en su secuencia predeterminada. Las personas cruzaban calles, entraban en edificios, emergían de nuevo. Unos se apresuraban, otros se demoraban, algunos hablaban por el móvil, otros pedían un taxi. La vasta maquinaria de la existencia urbana, ajena a la traición de Benedetti y es que la vida no está para tonterías. Ferdinand permanecía inmóvil en el centro de este movimiento perpetuo, un punto fijo rodeado de flujo. Un objeto en reposo. Un hombre contemplando una vida que se le antojaba gris porque no podía contar con ella.
No cuentes conmigo. Dicen que en español hay 100.000 palabras, con las que pueden hacerse billones de frases según las combines de una manera u otra. Y ella, de entre esos trillones, había tenido que elegir justo aquella.
El sol declinaba hacia el horizonte. La luz cambiaba su ángulo de incidencia. Las sombras se alargaban según principios mensurables. El día progresaba hacia su inevitable conclusión.
Sorbió el café y tomó un trocito de la tortilla.
En su apartamento, mientras, el libro permanecía en su estantería, traicionado en su silenciosa presencia. El poema en su interior continuaba existiendo, sus palabras dispuestas precisamente como antes, inalteradas por la desilusión de Ferdinand, indiferentes a su decepción.
¡Vaya con Benedetti! - pensó Ferdinand-. Resultó que el tipo no escribía poesía, sino ciencia ficción.