Como otros muchos, Hammed dejó la escuela tan pronto como su cuerpo tuvo fuerza suficiente para ayudar en la labor de una tierra que, repleta de pedruscos y arena, no se dejaba trabajar. Las posesiones de la familia eran aquellos mil metros cuadrados, la casona de una planta donde se alojaban, y la burra y las tres ovejas con las que la compartían. El esfuerzo, el sol africano y el viento, siempre sofocante, que llegaba del desierto modelaron los músculos y el carácter del niño que llegó a su madurez sin haber tenido tiempo para jugar, estudiar o aprender pasito a pasito los misterios de sus deseos. Muerto el padre, más de agotamiento que de viejo, la necesidad de dinero hizo que dejara a su madre con su hermano menor y él se alistara en el ejército. Una vida dura pero que, al menos, tenía un sueldo estable. Dos años patrullando por la frontera con Argelia tiñeron su piel, arrugaron su rostro, y endurecieron sus formas. Para las patrullas, la máxima diversión posible era disparar a serpientes o a aves para luego destrozarlas con los machetes por el solo placer de hacer algo distinto. Sus llegadas a las aldeas eran siempre broncas y los civiles sólo deseaban que marcharan nuevamente en sus vehículos al desierto. Hammed no era hombre de espíritu violento pero poco más había por hacer que pelear, disparar a lo que se moviera, enzarzarse en trifulcas por cualquier cosa y satisfacer la soledad de una vida tras una duna lo suficientemente alta.
Aquello, definitivamente, no le gustaba. Dos años después terminó su contrato. Casi todos los soldados de su compañía se reengancharon. Era eso mejor que regresar a sus pueblos sin futuro o vagar por ciudades que no les pertenecían. Hammed logró pasar a España, saltando una verja enorme vigilada por perros y focos en la noche. Una multitud asaltó la valla en una de las periódicas intentonas que se sucedían cada pocos días. Los mismos gritos, las mismas carreras, los mismos disparos, los mismos calambrazos de los cables electrificados, las mismas redadas y las mismas deportaciones de siempre. Pero, al segundo intento, él logró pasar y pagando doscientos euros a un tipo enjuto que le prometió un viaje rápido a la Península se vio encerrado en un contenedor con otros diez compatriotas. Tras dos días de sofoco, sed y hambre, los dejaron en medio de un camino vecinal tan sólo con la péquela mochila que contenía sus pocas cosas.
Primero, trabajó en el campo recogiendo fresas. Jornadas largas, jornales cortos. Más tarde, estibando en el puerto de Málaga. Durante una mala temporada se arriesgó y traslado droga entre dos ciudades. Volvió al campo, a los olivares. Cuidó ovejas en un invierno que le pareció el más frío de cualquier historia y acabó de portero de noche en un local de carretera que había sido asaltado dos veces. Allí aprendió a pelear con los puños. Su corpulencia, la fortaleza de unos brazos cincelados por el trabajo constante y la necesidad de sobrevivir cada noche hicieron de él un buen púgil.
Un día, alguien se fijó en él. Nunca supo si por su habilidad con los puños o por lo exótico de su apariencia. Le propusieron un combate a cambio de doscientos euros que ganó con suma facilidad. Una técnica muy pobre, dijeron, pero un ánimo y un valor notables. Empezó a frecuentar el gimnasio y tras ganar un par de combates más, le pusieron el alias de Morocco Intrepid porque, al salir al cuadrilátero, pareciese que no tenía miedo del oponente por fuerte y experimentado que fuera. Hammed confiaba en su velocidad y en su suerte. A falta de estilo, correteaba por el anillo intentando zafarse de los golpes que le lanzaban y esperando un momento de descuido para irse a por el otro boxeador con el coraje que la inconsciencia otorga.
El destino quiso que tuviese cierta popularidad, que su nombre apareciera en los periódicos y que empezase a ser admirado en el circuito local de combates de los pesos medios. El primer boxeador africano con posibilidades, decían. Una nueva esperanza, afirmaban. Tiene un estilo poco depurado pero imaginativo, escribían los columnistas.
Comenzó a tener dinero y, como casi todos los que nunca han estado acostumbrados a él, lo malgastó en caprichos innecesarios y en sacarse de encima toda el ansia de piel de mujer que había acumulado durante años. De ser un sin papeles, pasó a ser un personaje de moda.
Se lo creyó y pensó que era el mejor boxeador del mundo. Nadie le dijo que su cara no estaba curtida, que su cerebro acusaba cada golpe aunque él no lo sintiera, que su bazo se resentía y que su técnica tan pobre le hacía ser sólo campeón de pueblo.
Era Mayo y salió a la arena buscando convertirse en campeón nacional. El otro era un tío flojo, le habían dicho. Bastaba hacerle correr durante unos asaltos para que cayera como fruta madura.
En el minuto dos del segundo round, su pierna derecho tropezó ligeramente. Cosa de unas décimas de segundo pero suficientes para que Mortal Punch, que así se llamaba el gigante de enfrente, acertara de pleno en su rostro. Perdió el conocimiento al instante. El árbitro contó los diez segundos de rigor y levantó el brazo del contrincante en señal de victoria.
La ambulancia trasladó a toda prisa, con sirenas que aullaban a muerte y luces rojas giratorias, a Morocco Intrepid al hospital. Llegó en coma y murió unas horas después. No supieron a quién avisar hasta diez días después cuando la embajada localizó a su madre. Los periódicos le habían olvidado muchos días antes.