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¿Dónde estás? – te pregunté mientras conducía
despacito, perdido en una ciudad- la tuya- que yo no conocía.
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Donde hemos quedado- me contestaste-, ¿Dónde
estás tú?
Había llegado un cuarto de hora antes. La señal que me
habías indicado era la pasarela peatonal a la entrada de la variante pero, en
mi torpeza, me equivoqué y seguí hacia adelante. Di dos o tres vueltas
orientándome como podía y teniendo por referencia el río.
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¿Qué ves?- me preguntaste.
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No sé pero no te veo a ti- respondí, buscando en
cada rostro el tuyo que aún no conocía.
Al poco, por fin, conseguí llegar a la posición donde me
había perdido y vi la recta en donde debías estar esperándome. Te divisé cuando
estaba a cuarenta metros. No te conocía todavía y, aunque llevábamos ya más de
un mes charlando y escribiéndonos largos correos electrónicos, la única imagen
que de ti tenía era esa foto que todavía guardo, tú de pie bajo un magnolio en
pleno verano. Sin conocerte, te reconocí. Estabas leyendo un libro, apoyada
en el pretil. El cielo estaba azul y a pesar de estar en pleno invierno- era el
último día de febrero- la temperatura era agradable. Vestías elegantemente, un
traje de chaqueta pantalón negro, zapatos nuevos, tu pelo oscuro recogido.
Paré a tu altura, me vistes, me sonreíste, te sonreí,
abriste la puerta del coche y te sentaste junto a mí. Recuerdo que lo primero
que te dije es que no pagases la factura del que te había hecho la foto, que
eras mucho más hermosa en persona. Reíste, reí. Nos dimos un beso en la
mejilla.
Hoy pregunto otra vez, ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? Sé dónde.
Sé dónde. Espérame, tierna compañera.