Cristóbal Méndez llegó a la ciudad un domingo al mediodía. La luz desbordante del trópico se le metió entre las carnes y sintió una alegría impropia de su carácter, él que era un hombre más bien taciturno y dado a la melancolía. Depositó sus dos maletas con rueditas en el suelo y, pacientemente, esperó a que llegara un taxi a la parada. Se dejó arrastrar por el bullicio de la plaza que daba a la estación.
- Parece que va a ser una buena idea.- pensó.
Su editor, don Juan Antonio Peñaranda, le había llamado a su oficina unas semanas antes. Lo recibió serio, con un traje negro que más bien debía vestirse en un funeral, no en una reunión de negocios.
- Amigo Méndez, es hora de tomar decisiones. Los lectores se aburren, reconozcámoslo. Los beneficios merman. Su columna semanal ha dejado de interesar. – le había dicho mientras le ofrecía un cigarrillo que Cristóbal rechazó.
En realidad, todo era cierto. Las musas, ya se sabe, vienen y van y, en aquel momento de su vida, le habían abandonado. Cristóbal había sido un escritor apreciado, con una página completa a su disposición en “El Oráculo” para contar historias por capítulos, en la más pura esencia de Dumas o de los escritores dieciochescos. Sus aventuras eran seguidas por decenas de miles de lectores con avidez y Peñaranda, viendo un filón, había firmado con él un suculento contrato por diez años. Como si de un futbolista se tratara, hasta existía una cláusula de rescisión, no fuera que algún otro editor, sobre todo el odiado director del “Cada día” pudiera tentarle con escribir para la competencia. Las historias de Méndez – que transcurrían en lugares exóticos y que hablaban de personajes siempre excéntricos y aventureros- habían sido un éxito durante cuatro años pero, casi de pronto, todo cambió. Las ventas del dominical comenzaron a retroceder, las críticas se tornaron duras – “escritor insulso de aventuras para adolescentes y pésimos lectores aniñados”, había escrito el asqueroso cronista de la gaceta cultural local- y los beneficios que Peñaranda obtenía no daban para sostener el jugoso sueldo al que se había comprometido con el escritor.
- Si la imaginación se ha esfumado, hay que ir a buscarla- había dicho el propietario del diario.
- Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Cómo?
- Buscando historias, parajes, situaciones, anécdotas, amigo mío. Todos los escritores del mundo alimentan su creatividad con lo que ven sus ojos. Usted se ha acomodado a esta tranquilla vida de la capital donde siempre ocurre lo mismo, donde todo es tan anónimo y aburrido que no me extraña que no encuentre nada que contar.
- Quizá, quizá- había respondido Cristóbal, con cierto convencimiento.
- Usted necesita un tratamiento de choque. Ver nuevas culturas, y no me refiero a marchar a otra capital como esta, con los mismos anuncios y los mismos centros comerciales. Debe ir a un lugar lejano, con escasez, con vidas absolutamente diferentes a las nuestras. Observar un nuevo mundo. Ya verá cómo le vuelve la imaginación, querido Cristóbal.
La conversación había durado sólo unos minutos más. Peñaranda no le había dado opción. Le puso en las manos el billete de avión y el voucher del hotel. Dos meses de estancia pagados. O lo aceptaba o llamaba a sus abogados para enfrentar un largo litigio por incumplimiento de contrato. Algo como una demanda por falta de productividad creativa, mencionó.
Así que allí estaba, frente a un mercadillo que llenaba la plaza porticada de tenderetes de frutas que le resultaban desconocidas, de calzado cosido a mano, de blusas con unos colores que él nunca hubiera pensado que existían en el arco iris, de una miríada de pequeñas jaulas con pajarillos que brincaban sobre columpios de alambre y un griterío que atronaba en sus oídos.
- Parece que va a ser una buena idea.- volvió a decirse – aquí deben existir historias en cada esquina, en cada conversación.
Llegó a la pequeña casa de la playa unas dos horas después. Pagó al taxista y se quedó mirando al mar durante un largo rato. En el horizonte, un frente de nubes nacaradas avanzaba hacia la costa amenazando galerna al atardecer. La arena era muy fina y estaba moteada de conchas y caracolas. Hacia el este, tres o cuatro pequeños balandros serpenteaban entre las olas. Se le hincharon los pulmones de aire perfumado. Jamás antes había sentido eso, el aroma del aire, afrutado, que casi se podía masticar.
- Buenas tardes, señor – una voz de mujer, a su espalda, le sacó de su ensimismamiento.
- Hola- se giró para darse de bruces con Manuela, la mujer que iba a cuidar de la casa y preparar la comida cada día. Le habían hablado de una ayudante en la agencia.
- ¿Tuvo un buen viaje?
- Sí, gracias- avanzó la mano a modo de saludo y ella correspondió con un apretón fuerte, casi varonil.
- Le preparé algo de comida. Como no sabía cuándo llegaría, son sólo algunos platillos fríos. Pero espero que le gusten.
- Estará bien, seguro. Ahora que menciona la comida, lo cierto es que tengo hambre.
- Pues, venga, no hablemos más y entre. Déjeme que lleve sus valijas a la habitación.
Dio buena cuenta de un plato bien colmado de embutidos y de otro con frutas variadas que ni supo reconocer, bien cortadas y limpiadas, dispuestas formando dibujos. Dos jarras de zumo de piña le sirvieron para saciar su sed. No pudo evitar comerse unos cuantos pastelillos de crema que estaban deliciosos.
Mientras comía, observó a la mujer. Sin ser guapa, su rostro era atractivo, con una expresión que la hacía interesante. Delgada, Cristóbal le calculó unos cuarenta años. El pelo, moreno, anudado en un moño decorado con un lazo de color azul celeste. Ojos oscuros, manos finas pero curtidas por el trabajo, una voz con personalidad, segura de sí misma.
Luego deambuló por la casa, sencilla pero muy acogedora. Su habitación, la única con cama de la vivienda, tenía las paredes pintadas en un ocre claro, casi anaranjado, que le otorgaban un carácter alegre a la vez que confortable. Separada por un corto pasillo, la cocina tenía una mesa de roble con sus sillas a juego, las alacenas eran amplias y la vajilla estaba bien ordenada en sus estantes. La modernidad no había llegado aún a aquel lugar en lo que se refería a los electrodomésticos. Una cocina de leña de las que Méndez había visto en casa de su abuela, cuando era muy pequeño; una nevera que precisaba una barra de hielo para enfriar su contenido y una lavadora de tambor vertical con escurridor manual. El baño estaba limpio pero el agua caliente había que calentarla antes de ducharse en un barreño preparado para ello. Cristóbal pensó que, de todos modos, en aquel clima, el agua caliente no era lo más importante. El salón disponía de un sofá de los años sesenta y una mesa cómoda para trabajar junto con lámparas excesivamente barrocas para su gusto.
Lo mejor de la casa era el porche que daba a la playa. Tras el refrigerio, se sentó en el pequeño sofá y Manuela le sirvió una jarra de limonada. No le preguntó nada, simplemente se sentó a su lado y se sirvió otro vaso del refresco.
- Le creía más viejo – le miró, con una sonrisa que a Cristóbal le pareció encantadora.
- Empezamos mal- él le devolvió la sonrisa- ¿Cuántos años me echa?
- ¿Cincuenta?
- Y uno- respondió él, y se acercó la limonada.
- ¿Y usted, cuántos me echa a mí?
- ¿Treinta? – mintió a propósito.
- Es usted un galán por lo que veo- se sonrojó ella-, ha fallado por once.
- Pues no los representa – volvió a mentir.
- Ya, ya, ya…. Hombres.
- ¿Ha nacido usted aquí, Manuela? – se atrevió a preguntar.
- Sí, y he vivido siempre aquí. Y, qué quiere que le diga, tampoco tengo muchas ambiciones de visitar mundo. Aquí se vive tranquilo, no me falta de nada, usted puede ver por sí mismo lo hermoso del mar, del cielo y de la playa. ¿Qué más puedo pedir?
- Sí, quizá tenga razón. ¿Está usted casada, si me permite preguntarlo? ¿Hijos?
- No, a punto estuve, no crea, que una ha tenido su éxito. Pero me dejaron plantada en el altar, ya ve usted, un mal nacido al que quise mucho y en el que no supe distinguir su verdadero ser. Luego, ya no tuve ganas. Me da pereza amar. Sí, eso es, pereza.
- Vaya, lo siento.
- ¿Y usted? – preguntó ella- ¿está casado?
- Lo estuve. Me divorcié hace doce años. Ya sabe, la rutina que todo lo arruina.
- Pues ahora soy yo la que lo siente.
- Ya pasó. Ya no duele – él bajó la mirada.
- ¿Y a qué ha venido aquí? A mí me han contratado para cuidar de la casa y asegurarme que no muere de hambre pero poco más sé.
- Soy escritor.
- ¡Escritor!- exclamó ella- ¡me encantan las novelas románticas¡ ¿Las escribe usted? Ya sabe, lo que una no tiene ni quiere tener en la realidad, lo desea en los libros.
- No, no- él intentó disimular la poca estima que tenía de la literatura rosa-, yo escribo historias de aventuras, de exploradores que se pierden en el Himalaya o en las selvas africanas; de viajeros espaciales; de descubridores de tesoros… en un periódico…
- ¿El Himalaya? ¿Dónde está eso?
- Muy lejos- repuso él mientras la miraba a los ojos. Sintió un temblor en su interior sin saber por qué.
- ¿Pero hay un chico y una chica que se enamoran en sus historias?
- Pues- balbuceó-, no muchos. Mis aventureros luchan y mueren en los más recónditos lugares. Poco tiempo tienen para perderlo en amoríos.
- Qué triste – contestó ella- , ¿y dice que le leen a pesar de que no hay romances?
- Pues sí, o al menos me leían. Ahora menos, la verdad. Me quedo sin lectores. Por eso estoy aquí.
- ¿Porque no le leen?
- Sí, mi patrón piensa que me he quedado sin imaginación y espera que viviendo aquí por un tiempo se me ocurran nuevos cuentos, nuevas aventuras.
- ¿Y usted qué piensa? – fue ella ahora quién le miró fijamente a él.
- No tengo ni idea, francamente.
Las semanas que siguieron se atuvieron a una rutina no prevista, pero no por ello menos exacta. Manuela llegaba hacia las ocho con el periódico y preparaba el desayuno. Luego, Cristóbal marchaba al pueblo a observar la vida, atento a cualquier detalle que pudiera sugerirle una historia. Había contratado a un taxista para que hiciera el viaje cada día. Volvía al cabo de dos horas, escribía un rato, almorzaba y, tras una breve siesta, se ponía de nuevo a escribir. Apenas veía a Manuela porque ella marchaba a su casa durante la pausa de la comida y mientras estaba escribiendo ella permanecía alejada, como si le diera miedo el poder asustar a la musa del artista. La relación era cordial pero el poco roce hacía que tampoco tuvieran mucho de qué hablar. Además, él estaba allí para escribir. La calidez del clima, la hermosura de la luz y la vida plácida no le hacían olvidar que su editor esperaba recuperar su inversión, así que cada día se sentaba frente a su Olivetti y tecleaba.
Al principio, todas las cuartillas acabaron en la papelera pero, a los diez días una historia comenzó a brillar en su cabeza a fuerza de observar los bosques del horizonte y la flora exuberante de la región. Un profesor de botánica cuya madre sufre una muy extraña enfermedad, sin cura conocida en Europa, busca desesperadamente bibliografía sobre la misma, encontrándose con que la farmacología no tiene respuesta pero que hay noticias - leyendas, más bien- de que, en Sudamérica, cierto extracto de planta, tomado a lo largo de varios meses en dosis importantes, alivia el mal. Sin pensárselo, cruza el océano y en compañía de un guía nativo se adentra en la selva en busca de la planta medicinal que ha de salvar a su madre. Muy en su línea, muy del gusto de sus lectores habituales. Cierto que resultaba melodramático pero sabía moverse bien en ese terreno y, finalmente, era algo que encandilaba a muchos de los que compraban el diario.
La primera entrega llegó al despacho de Peñaranda justo antes de que tuviera la reunión de cierre de la edición. Le gustó lo que leyó.
- Ya era hora, Méndez, ya era hora- se dijo, y a toda prisa mandó hacer hueco para el primer capítulo de la nueva serie de aventuras.
Los dos meses pasaron rápido. Su hada literaria había regresado, en el periódico estaban satisfechos y las ventas iban bien. Era el momento de regresar. Cerró sus billetes para el día siete y dos días antes comenzó a hacer las maletas, cosa que no pasó desapercibida a Manuela.
Se sorprendió a sí mismo cuando, aquella mañana, se acercó a la mujer y, con cierto sonrojo, le preguntó.
- Mañana me voy. Ya han pasado los dos meses. Me preguntaba si le apetecería cenar juntos esta noche. Sé que hay un restaurante tranquilo en la calle Córdoba y me preguntaba si….
Ella se le quedó mirando fijamente. Dos mechones de cabello le enmarcaban el rostro y, aún con los guantes de plástico con los que estaba limpiando, su bata de trabajo tan poco favorecedora y sus zapatillas gastadas, estaba radiante.
- Será un placer- contestó sin apartar la mirada-, pero por qué ir hasta la ciudad si podemos cenar aquí. Al atardecer, el mar se pone muy lindo.
- Es una invitación. No quisiera que trabajara…
- Podemos cocinar juntos- ella le guiñó un ojo.
- Bueno, yo de cocina… los huevos fritos, un filete crudo por dentro y quemado por fuera…. – se sonrojó al ser pillado en un punto débil de su existencia. Lo suyo eran los precocinados.
- Venga, no se hable más. Cuando regrese de comer, nos ponemos a ello.
Sólo pudo decir que sí y, cuando ella marchó, se sintió extrañamente animado. Una chiquillada, pensó, pero podría resultar una velada agradable.
Ella llegó hacia las cuatro y casi no la reconoce. Llevaba un vestido beige muy elegante, su cabello colgaba en corta melena, se había maquillado discretamente y se había calzado zapatos de tacón. Le pareció maravillosamente atractiva y se preguntó cómo no había podido verla así durante aquellas semanas. De su mano colgaba una bolsa con los alimentos que había decidido tomarían aquella noche.
- Bien, ¿dispuesto a colaborar en la cocina?- le preguntó mientras depositaba la bolsa en la mesa.
- A sus órdenes, señora mía- contestó él, jocoso.
- Arroz mamposteao y arepas rellenas de jamón y huevo.
- No tengo ni idea de qué me habla- él rió-, pero preguntaría cuál es el postre.
- Coquitos. ¿Qué tal si nos tuteamos, Cristóbal?
Él se quedó cortado, como si de pronto se encontrara ante una audiencia de críticos literarios, o ante el Papa, o ante Dios bajado del cielo.
- Claro- balbuceó y, dándose el gusto de saborear cada sílaba, añadió:- , Manuela.
Años más tarde recordaría aquella tarde como una de las mejores de su vida, aun cuando no supo nunca qué estuvo haciendo. Se dejó guiar y valga el cielo qué bueno resultaba dejarse guiar por aquella mujer.
- Calienta el aceita en esta sartén y me salteas el jamón. Que quede doradito- y aunque en realidad era una orden que esperaba fuera ejecutada con precisión y rapidez, lo pedía con tal encanto que Méndez se hubiera dejado abrir en canal por satisfacerla.
- Ahora el arroz. Revuelve. Más. Venga, revuelve más….
Él se multiplicó. No tenía brazos ni neuronas ni ojos suficientes para hacer todo aquello. Sólo, ni hubiera podido comenzar y, sin embargo, junto a Manuela, todo parecía fluir de un modo milagroso.
- ¿Está ya el arroz marroncito?... ¿Sí?,… espera, que le echo el cilantro.
- Yo puedo hacerlo.
- Lo hago yo, que aquí está el secreto de todo- respondía ella con dulce autoridad.
La tarde en el trópico cae pronto. El cielo se tornó rosáceo y los pájaros comenzaron a regresar a sus ramas. Los botes en los que pescaban los lugareños comenzaron a izar sus redes y la brisa de la noche que llegaba comenzó a jugar entre las frondas.
Fue ella la que se ocupó de preparar la masa para las arepas mientras él servía dos copas de vino blanco. Al cerrar la nevera pensó que echaría de menos la visita del vendedor, cada dos días, con su camioneta refrigerada en donde portaba las barras de hielo.
- Amasa esto hasta que esté bien planito. Y luego calentamos la plancha.
- Yo soy el artista- protestó él-, ¿por qué sólo hago las tareas del pinche?
- ¿Cuándo has visto tú que el hombre sea más creativo que la mujer? – replicó con convencimiento y él no replicó porque estaba más que de acuerdo.
- ¿Cómo sigo?
- Pica el huevo en trocitos muy pequeños y cubre las arepas con jamón y huevo.
La plancha caliente, a medida que cocinaban, exhumaba un aroma que abría el apetito. Manuela se afanaba ahora con el postre, batiendo con una energía increíble la leche de coco, la canela y la leche condensada.
- Tendría que estar más frío, pero no tenemos tiempo. Picaremos un poquito de hielo.
Para cuando se sentaron en la mesa, ya estaba oscurecido. Cristóbal encendió unas velas y colgó unos farolillos de cirio de los árboles más cercanos.
- Para que luego te quejes de la creatividad de los varones. Está bonito ¿no?- le separó la silla cuando ella fue a sentarse en un gesto cortés que le salió del alma. El mar estaba inquieto y las olas rompían en la arena con fuerza, creando armonías dulcemente extrañas.
Aquella noche, entre arroz y arepas, entre vino y murmullos de cigarras, él conoció algo de la vida de ella y ella casi toda la de él. Era sencillo charlar con Manuela. Es más, era reconfortante hacerlo.
- ¿Te espera alguien? – preguntó ella mientras terminaba con el coquito.
- Ya sabes que no. Estoy escaldado. El amor y yo somos incompatibles desde lo del divorcio.
- Te entiendo- contestó ella.- Pero me da pena por ti.
- Se está haciendo muy tarde- dijo él y se maldijo por haberlo dicho.
- ¿Importa eso?
- ¿A ti?
- No. Quiero que me cuentes de tus libros.
Ella trajo otra botella y él, halagado por la pregunta, le contó cómo y cuándo había comenzado a escribir, de sus penurias al inicio, de su éxito en el periódico, de sus sueños de escribir una obra de teatro, de sus lagunas cuando las musas le abandonaban.
- ¿Y qué escribes ahora?
- Un explorador que busca un elixir para salvar a su madre.
- ¡Parece uno de los tebeos que yo leía de pequeña!- exclamó Manuela sin poder evitarlo.
- ¡La peor crítica que me han hecho jamás!- protestó él sin mucha convicción.
- ¿Y acaba bien?
- No lo sé aún, falta que escriba tres o cuatro capítulos más, Pero creo que no, hay que dar un toque de realismo al lector. Al cabo, no hay medicinas milagrosas. Creo que su madre morirá y él regresará a su país sin haber logrado su objetivo.
- A mí me gusta que las historias acaben bien- ella se puso seria de pronto, apoyó su mejilla sobre su mano y se le quedó mirando.
- Pero la vida es dura.
- Da igual. Quizá, por eso mismo. Al menos, que las historias acaben bien.
Él durmió en el sofá del salón y ella en la cama. Cuando Cristóbal despertó, ella ya había salido para coger el autobús de las siete. Durante una hora no supo si estaba despierto o dormido, si los recuerdos que se le agolpaban en la memoria correspondían a la velada o a un sueño. El ligero olor a su perfume que aún flotaba en la estancia, sin embargo, le aseguraba que todo había sido real, tiernamente real.
El taxi con el que había convenido el viaje dos días antes se presentó puntual.
- A la estación- pidió y el chófer, sin mediar palabra, arrancó su grande y vieja limusina.
Al llegar a la estación, tuvo que hacer cola en la ventanilla de los billetes. El tren que iba a tomar era de los lentos, de los que paran en todas las estaciones por pequeñas que sean. Hacía calor y el barullo era notable. Le dolía la cabeza, quizá demasiado vino durante la cena de la noche anterior, quizá la melancolía de dejar el lugar, qué sabía él.
- Buenas tardes- le dijo el oficial cuando por fin le llegó su turno- ¿A dónde?
Cosas de la mente. Uno está lejos pero cree sentir o ver u oler a alguien. Por un segundo creyó verla, por otro segundo creyó percibir el tacto de su piel.
- ¿A dónde caballero? – volvió a preguntar el funcionario de los ferrocarriles
Miró a un lado y a otro por si la veía. Pero, ¿cómo iba a estar allá? Era un tonto. Un tonto de remate. Le esperaba Peñaranda y en un par de semanas apenas ya recordaría aquellos dos meses.
- ¿Señor, a dónde? – escuchó.
- ¡A ver si despertamos! ¡Que perdemos el tren!- gritó un hombre un poco más atrás.
- ¿Por favor, señor, qué desea, a dónde quiere viajar? – insistió el del uniforme azul.
- A ningún sitio - respondió.
- ¿Y por qué está usted entorpeciendo la fila?- preguntó el otro con asombro.
- Es que las historias deben terminar bien.