Angyalka llegó con dos horas de adelanto al
aeropuerto de Budapest. El vuelo de Lufthansa, proveniente de Frankfurt, no aterrizaría
hasta las tres pero había preferido no correr riesgos. En aquella época del
año, con el otoño bien entrado, las lluvias eran frecuentes y los patinazos en
la autovía aún más, de modo que con cualquier roce se formaban atascos que
podían durar horas. Aparcó su pequeño Nissan en el parking más barato, bastante
lejos de la terminal, y tomó el minibús que recorría cada diez o doce minutos
el trayecto hasta el edificio principal. Allá, se sentó en la cafetería y pidió
un descafeinado. Desde su mesita podía ver sin problemas el gran panel de
avisos. Constató que el avión que esperaba estaba en hora. Sacó de su bolso una
novela de Magda Szabó y se puso a leer.
Desconocía quién era su cliente, tan sólo le
habían comunicado que era español, y no le habían informado con precisión del
motivo de su viaje. La agencia de traductores para la que trabajaba apenas le
había dado detalles y a ella, sinceramente, tampoco le preocupaban. Lo único
importante era que la paga era buena para los dos días de trabajo que el
contrato estipulaba. Le fastidiaba, eso sí, tener que desplazarse hasta Szotet,
cerca de Mónosbél, una aldea al norte, donde haría un frío terrible y donde los
caminos estarían ya embarrados. No había logrado encontrar hotel por la zona
pero en la agencia le habían dicho que podría alojarse, junto al cliente, en
casa de un paisano del lugar, un tal Nandor.
Por un momento se inquietó al pensar que podría haber algún contratiempo ya que
el sábado era la gran comida que había organizado su amiga Agota y no quería
perdérsela. Olvidó aquellas dudas enseguida. No había motivo para dudar de que
estaría en su casa de la capital ya el mismo jueves.
Una voz monótona a todo volumen la
sobresaltó. Intercaló la cubierta sobre la página y cerró el libro. Se
anunciaba la llegada del vuelo, así que pagó el café y se colocó frente a la
puerta por la cual debían salir los pasajeros. Tomó el pequeño cartelito que
había impreso en la agencia con el nombre de su cliente y esperó.
Un hombre, que a primera vista le pareció
atractivo, entrado en años para ella -quizá tuviese ya cuarenta- vestido con una chaqueta algo juvenil y unos
pantalones de pana, alzó ligeramente la mano al verla. Debía ser Mateo Randall.
Al acercarse, sonrieron y se saludaron con un apretón de manos.
-
Me alegro de conocerte. ¿Puedo tutearte? - dijo Mateo.
-
Sí, por supuesto. Encantada – respondió Angyalka.
-
Apenas tienes acento. Hablas un español estupendo - afirmó el hombre, con cierta intención de
halago. - ¿Has estado en España?
-
No, nunca. Todos mis estudios los he hecho en Budapest.
Él llevaba una pequeña maleta de ruedas que
parecía contener sólo un par de mudas y alguna camisa de repuesto. Se veía que
calculaba que el viaje fuese corto. Ir hoy y regresar mañana. Mejor así.
-
¿Ha sido bueno su vuelo? - se
interesó Angyalka.
- La conexión en Frankfurt ha sido realmente corta. Tuvimos retraso en
la salida, en Barcelona, por la niebla y he tenido que correr por los pasillos
de la terminal A. Pero, bueno, finalmente he llegado sin novedad.
-
Me alegro. Si le parece…
-
Tutéame – le interrumpió él, obteniendo una sonrisa cortés de ella.
-
De acuerdo, … si te parece - corrigió
- vamos a ir hasta la oficina de Hertz.
La agencia ha alquilado un coche para ir hasta Mónosbél. No debería llevarnos
más de tres horas. Son apenas 200 km, pero las carreteras, en buena parte del
trayecto, son comarcales. Hemos solicitado un Toyota. ¿Te parece bien?
-
Sí, por supuesto. Pero - él titubeó - no conozco la ruta.
-
¡Ah! No te preocupes. Yo voy a conducir.
El periférico de la capital estaba despejado,
algo inusual, de modo que no tardaron mucho en dejar atrás la silueta de la
ciudad que se recortaba contra un sol rojo amapola. Las tardes en Hungría son
cortas y, pronto, la carretera se convirtió en un bosque de manchas redondas de
luz que se movían las unas contras las otras.
-
En la agencia me han dicho que no es preciso reservar hotel, que
dormiremos en una de las granjas del pueblo - dijo ella.
-
Sí, el señor Nandor. Él conoce a la persona con la que debo
encontrarme.
-
¿Negocios? - preguntó Angyalka, procurando no parecer entrometida.
-
No, no… un asunto personal - Mateo calló y giró su rostro hacia la
ventanilla, perdiendo su mirada en los campos que se extendían llanos hacia el
sur.
Angyalka prefirió no preguntar más. Dejó que
el hombre se ensimismara en sus pensamientos y se centró en la conducción. Poco
a poco, a medida que se alejaban de Budapest, el tráfico se iba haciendo menos
denso y, cuando por fin entraron en las carreteras secundarias, se quedaron
prácticamente a solas. El cielo estaba ahora encapotado y amenazaba lluvia.
Había luna llena pero apenas se divisaba un tenue resplandor nacarado a través
de las nubes. Hablaron de asuntos intrascendentes, del clima, del tráfico, de
los toros y del flamenco, de la relación entre el finés y el húngaro, con el
sólo interés de hacer más llevadero el camino.
Por fin, ya muy oscuro, llegaron al pueblo.
Angyalka paró junto a la primera casa que vio iluminada y descendió del coche.
Tocó a la puerta y, al poco, le abrió una señora delgada, que vestía un
delantal inusitadamente largo. Hablaron por unos minutos. Mateo vio cómo la
mujer movía los brazos e indicaba con sus gestos por dónde debía seguir su
conductora.
-
Bien, creo que lo encontraremos rápido - le dijo Angyalka al sentarse
de nuevo frente al volante - No está
lejos. Afortunadamente, la mujer conocía a ese señor Nandor.
-
Supongo que aquí se conocen todos.
Esto parece muy pequeño - contestó él.
No fue tan sencillo como ella había imaginado
pero, tras un cuarto de hora, encontraron una casa que parecía ajustarse a la
descripción que les habían dado. Aparcaron el vehículo junto al granero y
bajaron.
La granja era grande. El edificio principal,
de dos pisos bajo un techo muy inclinado, tenía todas sus ventanas decoradas
con macetas aunque, en esta época del año, ya no quedaban flores. Las luces de
varias de las estancias estaban prendidas creando una atmósfera muy agradable a
pesar de la humedad y el relente. Frente a la casa, un jardincillo bien cuidado
acogía una mesa y un farolillo iluminado que mostraba el camino que llevaba
hasta la puerta. Más allá, el granero, amplio y construido íntegramente en
madera. A lo lejos, se escuchaban algunos mugidos lo que les dio a entender que
debía haber un establo más atrás, hacia el este.
Tocaron dos veces sobre la puerta y
escucharon pasos dentro. Un hombre regordete, de nariz ancha y cuello grueso,
con anteojos, de pelo canoso y andares lentos, les abrió. Angyalka no esperó y le dijo algo en húngaro al
hombre. Mateo sólo pudo entender su
propio nombre e imaginó que ella le
estaba presentando.
El viejo sonrío y le dijo algo a Mateo que se
quedó sorprendido sin saber qué hacer.
-
Dice que eres bienvenido, que ha preparado la cena y que estará feliz
de compartirla con nosotros - tradujo
ella.
-
Muchas gracias. Dale por favor las gracias - respondió él, estrechando
la mano del hombre y sonriéndole.
-
Dice que ya ha hablado con Alexi, que le encontrará mañana. ¿Quién es
Alexi? - preguntó ella extrañada.
-
Es la persona a la que debo ver. Lo he localizado a través de la
embajada y, créeme, ha sido complicado. Casi dos años de gestiones. Una
pesadilla. Al señor Nandor también le hemos contactado en el consulado.
A Angyalka le hubiese gustado preguntar el
porqué de aquel interés, pero recordó la respuesta seca y fría de Mateo en el
coche. Calló y volvió a charlar con el propietario de la casa, sin traducir.
Mateo supuso que eran frases de cortesía, para quedar bien, que no le
interesaban.
-
Son la seis y media. Nos propone que cenemos a las siete. ¿Te viene
bien? Dejamos las cosas en las habitaciones y bajamos. Aquí se cena pronto y
uno se va a dormir cuando en Budapest aún no ha empezado el noticiero - comentó
ella.
-
Sí, perfecto. Dentro de media hora.
Mateo bajó un poco antes. Nandor estaba
preparando la mesa y un delicioso aroma llenaba la estancia. Como la lengua era
un obstáculo insalvable, la comunicación se limitó a sonrisas y gestos. La sala
compartía espacio con el comedor y la cocina. Había colgadas numerosas cabezas
disecadas de jabalís, zorros y un par de ciervos, por lo que supuso que su
anfitrión era buen cazador. Había útiles de labranza tirados aquí y allá. Casi
cada rincón tenía un pequeño tiesto de cerámica colorida y en la chimenea
chisporroteaban unos troncos de árbol rodeados de pavesas bailarinas. Mateo se
acercó al fuego y adelantó sus manos para que se calentaran. El viejo dijo algo
que no entendió pero supuso que le estaría hablando del frío o del otoño. Por
fin, bajó la chica. Se había cambiado de ropa y, de pronto, a Mateo le pareció
muy atractiva. Si durante el viaje apenas se había fijado en ella, ahora se le
antojó que era una mujer realmente hermosa. Quién sabe, quizá las sombras de la
hoguera o el aire tibio del salón.
La cena resultó deliciosa aunque más propia
de un banquete nupcial que de la frugal colación que Mateo esperaba. El
ambiente fue muy agradable a pesar de la lentitud que la forzosa traducción
introducía en la conversación.
El plato principal fue un
pörkölt digno de reyes. Era lo que había olido Mateo nada
más bajar de su cuarto. Un estofado espeso, aderezado con pimentón y cebolla
que, según le explicó la chica, se dejaba cocer durante horas en un fuego de
leña. De guarnición la galuska y de postre un buen bizcocho
horneado por el propio Nandor. Acompañando a los sólidos, varios vasos de
pálinka y una gran jarra de cerveza. Mateo habló poco pero
la conversación entre sus acompañantes fue alegre e intensa. Cuando el hombre
se levantó, ella dijo:
-
Dice que para él ya ha llegado la hora de la cama. Que nos deja aquí
con esta botella de pálinka para que podamos hablar en
español. Mañana habrá que madrugar. Pero insiste en que hay que vaciarla.
Mateo se levantó y saludó con efusividad exagerada
al hombre, le agradeció la cena y le preguntó cuándo podría ver a Alexi.
-
Dice que mañana nos llevará hasta su granja. Debe haber una veintena
de kilómetros – explicó Angyalka - Dice que él no le conoce mucho, que es un
vecino un poco huraño, pero que te atenderá.
Nandor echó un par de troncos más en el fuego
y se retiró silbando una cancioncilla que a Mateo le recordó una nana de su
infancia.
-
¿Otra copita de licor? - preguntó la chica a la vez que, sin esperar
respuesta, llenaba los dos vasos.
-
No sé si voy a aguantar. Yo no bebo mucho y esto es fuerte de verdad -
protestó él sin convicción.
-
Esto es Hungría. Hay que acostumbrarse. ¿Cómo decís los españoles?
Donde fueres, hacer lo que vieres, o algo así.
-
Sí, eso. Venga, pues. Bebamos.
Volvió a sentir la sensación que antes le
había asaltado. Una inquietud dulce al mirar a la chica. Su cara era agradable
y, sin ser especialmente bella, resultaba sensual e interesante. Por primera
vez recorrió con la imaginación la silueta bajo aquel grueso jersey de lana y
sus jeans ajustados. Las manos eran delicadas y Mateo llegó
a percibir un perfume suave.
-
Tu español es estupendo. Ni me imagino cómo puedes hablar tan bien sin
haber vivido en España - dijo Mateo.
-
Pues yo creo que hablo fatal. Pero, bueno, me defiendo. Compagino los
estudios con este trabajo de traductora, bien sea traducciones escritas o, como
es el caso, verbales. Estoy contenta. Gano lo suficiente para pagarme los
estudios, pagar el apartamento y poder salir los sábados con mis amigos.
- De veras, hablas fenomenal. Créeme, soy profesor de literatura y sé lo
que me digo. Muchos de mis alumnos tiene peor nivel que el tuyo. Además, es aún
más admirable siendo tan joven - Mateo
se preguntó si se habría notado mucho que la frase no era inocente.
-
Veinticinco - contestó ella, perfectamente consciente de que él
deseaba conocer su edad.
- Me alegro de haberte conocido. - levanto el vasito para brindar con
ella - Si alguna vez vas a Barcelona, no dudes en llamarme.
- Sí, me gustaría - contestó la chica al tiempo que bebía un sorbo de
pálinka y bajaba la mirada.
-
¿Pasa algo? – preguntó él, intuyendo que había dicho algo inapropiado.
-
No, no, qué va.
-
Me ha parecido que te he molestado.
-
No, no lo creas, es sólo que….
-
Qué…. - él la miró fijamente.
- Que nunca he salido de Hungría, que me gustaría ver mundo pero que
nunca podré pagármelo… y eso me desespera. - lo soltó todo rápido,
manteniéndole la mirada, como si hubiese decidido que a él podía contárselo,
ayudada en su temeridad por la graduación del licor.
- Eres muy joven, Angyalka. Acabas de empezar. Seguro que lograrás, si
no todos tus sueños, algunos. Es más, llegarán sueños que hoy ni sabes que van
a existir. Nos pasa a todos en la vida. - se dio cuenta que parecía un cura o,
peor, su padre, y se odió a sí mismo por eso.
-
Ya, ya… pero no es lo mismo vivir aquí que en España, o en Francia o
en Alemania. Allí tenéis más oportunidades.
-
Anda ya, no digas tonterías, si tenemos más paro que en todo el resto
de Europa junta. - le sonrió.
-
No sé. Me paso los fines de semana bebiendo y charlando de tonterías.
Yo he nacido para ver el mundo, para viajar a Nueva York, no a esta aldea llena
de vacas.
-
Pues a mí, esto me parece precioso. De veras, precioso.
-
Sí, ya sé, has venido para conocer la campiña húngara - dijo con sorna
ella.
-
No, reconozco que no - fue ella ahora la que levanto el vasito para
brindar.
-
Me tienes intrigada. Un español perdido en el fin del mundo. Da para
imaginar. ¿Un tesoro? ¿una promesa? - ella río abiertamente.
-
Algo personal.
-
¿Profesor de literatura? ¿Escribir una novela, quizá? - preguntó ella.
Mateo habría jurado el día anterior que no
contaría a nadie el motivo de su viaje pero de pronto sintió que a ella sí
podía contárselo.
-
Mi abuelo – dijo, bajando la voz.
-
¿Tu abuelo es húngaro? – preguntó ella.
-
No, no, catalán de toda la vida. Es largo de contar.
Ella miró a la botella que brillaba contra el
reflejo del fuego. Recorrió con su dedo el cristal desde el fondo hasta donde
había licor. Más de un palmo de aguardiente.
-
Bueno, hay tiempo. Aún queda más de media botella - murmuró.
-
Vamos a acabar borrachos perdidos - protestó él.
-
¿Te importa? - ella se inclinó
hacia él.
Él se tomó el vaso de un golpe, contestando
así y afirmando que no sólo no le importaba sino que hasta deseaba
emborracharse.
-
Mira, hace dos años no sabía dónde estaba Hungría. Es un decir, claro
que sabía dónde estaba pero ni me importaba el país ni era un destino turístico
que me atrajera.
-
¿Ves? ¿Ves por qué quiero salir?
-
¡No!, no saques mis palabras de contexto. Sabes lo que quiero decir.
El caso es que Hungría era ajena a mis preocupaciones hasta el día que murió mi
abuelo.
-
Lo siento.
- Noventa y cinco años. Era ya su hora. Créeme, mi abuelo era la persona
a la que más he querido en este mundo, por encima de mis padres incluso. Le
recuerdo a mi lado desde siempre, desde que mis memorias alcanzan, contándome
historias, cada una más maravillosa, leyéndome libros, acompañándome a la
escuela, o al parque, enseñándome el mundo. Dicen que soy un poco soñador y no
me extraña porque mi abuelo siempre creaba una aventura para cada cosa que
hacíamos. Si íbamos al cine, se inventaba un contexto para que la película me
pareciera más interesante; si me gusta la música es porque él me contaba
historias, seguramente inventadas, sobre los compositores, sobre un violinista
que se había fugado con una tiple o sobre el pianista manco que, aun así, podía
interpretar cualquier sonata. Antes de leer una novela, él sacaba de la
chistera un enigma que hacía que yo devorara el libro; así en todo. Él me
enseñó el mundo y, sobre todo, me hizo apreciarlo. Fue a él a quién le conté
mis primeros amores y mis primeras decepciones. Le quería mucho.
Angyalka se limitó a mirarle y a rellenar las
copas. Respetó las pausas de Mateo y acompañó sus congojas.
-
Mi abuelo era un hombre de negocios, además. El único que hemos tenido
en la familia. Hizo dinero, sí, y es gracias a él que todavía tenemos una
situación holgada porque, de otro modo, con mi sueldo de profesor no me daría
para mucho. Había viajado y me hizo conocer el mundo a través de sus recuerdos
y de su imaginación.
-
Yo no recuerdo apenas a mis abuelos. - dijo la chica.
-
Cuando murió fue un duro golpe para mí. Me había separado hacía dos
años y me dio por visitar el apartamento donde él vivía para sentarme allá, en
penumbra, y recordar los buenos tiempos. Una tarde me puse a abrir cajones y
encontré, escondidas tras un doble fondo, un diario.
-
Que, por supuesto, leíste - interrumpió ella.
-
Que, por supuesto, leí - confirmó él. - La mayor parte eran sucesos
que yo conocía pero, hacia la mitad, había muchas páginas sobre un viaje a
Hungría. Cosas que yo jamás había escuchado y que me intrigaron porque mi
abuelo me lo contaba todo… todo, menos aquello. Al parecer, pasó un tiempo
aquí, haciendo negocios, muy buenos negocios. Hablaba de cómo consiguió hacer
su mejor transacción en el norte de Hungría, un contrato millonario, y
mencionaba a un tal Alexi. Al principio, no le di mucha importancia pero
aquellas páginas de diario se me quedaron, por algún motivo, grabadas. Comencé
a leer sobre esta zona y se me antojó difícil poder cerrar un gran negocio en
estos pueblos pequeños. Hablaba de Alexi como un gran amigo que ya no lo era.
-
Y la curiosidad te fue ganando.
-
Eso es. Al cabo de dos semanas, estaba decidido a conocer aquel
capítulo de la historia de mi abuelo, de saber quién era Alexi y de visitar el
lugar que tanto éxito al parecer le había ofrecido. Contacté con la embajada y
contraté a un detective que pudo ubicar al tal Alexi y a Nandor.
-
Y aquí estás - ella le sonrió abiertamente.
-
Y aquí estoy…. Encantado, además…
aunque no sé si es por mi abuelo…
- Empiezo a escuchar los motores de los bombarderos en mi cabeza y el
techo está empezando a girar - hizo una pausa mientras le lanzaba una sonrisa cómplice - hay que
levantarse a las seis… habrá que dormir, ¿no?
-
¿Una última copita? - preguntó él.
-
Encantada.
Les despertó el ruido que Nandor hacía en el
exterior. Aún estaba oscuro. Mateo miró el reloj y eran las cinco y cuarto.
Extendió su mano por entre las sábanas preguntándose si realmente había habido
una posibilidad de hechizo o había sido sólo un espejismo creado por el
alcohol. Mejor que estuviera solo, pensó, pero su estómago y su pecho negaron
que eso fuese mejor. Algo en lo que se reafirmó cuando la vio bajar para
desayunar. Se preguntó cómo sería despertarse junto a ella.
Nandor sirvió panceta,
májkrém y pan con aceite y paprika. Mateo no se atrevió a
preguntar si había leche, café o un bollo. El viejo y la joven parecían muy a
gusto. A las siete ya estaban en camino. Marchaban en un carro de cuatro ruedas
tirado por un percherón al que los gritos de ánimo de Nandor no alteraban el
paso. El camino, angosto para el vehículo, discurría paralelo a un riachuelo
bastante caudaloso que, a ratos, desaparecía entre rocas cubiertas de raíces.
Cruzaron un bosquecillo lleno de tilos y de trinos que a Mateo le resultaron
irreconocibles. El cielo se había despejado en parte y las nubes iban dejando
espacio a un azul intenso. Un aroma a hogueras y musgo impregnaba el ambiente.
-
Se hace carbón por esta zona - explicó Nandor - Precisamente, Alexi se
dedica a eso.
La mente de Mateo no acababa de comprender
qué podía haber llevado a su abuelo hasta aquella remota zona del noreste de
Hungría ni cómo el tal Alexi podía haber hecho negocios con él.
Por fin, una media hora después, avistaron
una cabaña. Delante, un hombre se afanaba en rellenar un pequeño horno de
barro.
-
Ese es Alexi - dijo el viejo - Imagino que tenéis de qué
hablar. Yo iré a cazar y volveré a media mañana.
Alexi era un viejo enjuto, flaco y alto, que
aparentaba casi tanta edad como su abuelo, casi calvo del todo, nariz aguileña
y orejas pequeñas. Iba vestido de manera muy humilde y sus zapatos estaban
manchados de carbón. Una pipa rústica caía de la comisura derecha de sus
labios. Mateo pensó que bien podría haber conocido a su abuelo porque
coincidían las edades.
Las presentaciones fueron breves y Nandor se
las apañó para desaparecer lo más pronto posible. Angyalka le explicó
brevemente a Alexi el motivo de la visita de Mateo pero el viejo permaneció
callado. Se sentó sobre un tocón y fumó tranquilamente.
-
Pregúntale si recuerda a mi abuelo - pidió Mateo a Angyalka.
Pero Alexi no respondió.
-
Parece que no quiere hablar - dijo la chica.
-
¿Seguro que te entiende? - preguntó él.
-
¿Qué crees que habló? ¿Mandarín? - le respondió sin sentirse molesta.
- Insiste por favor - rogó Mateo. - háblale de la admiración y el amor
que tenía por mi abuelo.
Ella así lo hizo. El viejo les miró
lentamente, como si estuviese evaluando la situación. Tomó un poco del pan que
llevaba en el macuto y comió. Por fin, habló.
-
Pregunta si estás seguro de querer conocer qué hizo tu abuelo aquí - tradujo Angyalka.
-
¡Pues claro!, a eso he venido - repuso él impaciente.
Y el viejo comenzó a hablar. Despacio, sin
aspavientos, comedidamente, como si pasará por tres filtros cada palabra que
dijera.
-
¿Qué dice? – Mateo no podía esperar.
- Deja que hable - pidió ella - poco
a poco, dale tiempo y dame tiempo para que le entienda.
-
De acuerdo.
El viento era frío aquella mañana y la voz de
Alexi parecía acompañar el frufrú del aire al volar entre las ramas de los robles
cercanos. Mateo miraba a Angyalka con atención y anhelo. La notaba preocupada.
-
Por Dios, me tienes en vilo - le murmuró.
-
Dice que conoció bien a tu
abuelo, que vino aquí para hacer negocios - repuso ella en voz baja para evitar
interrumpir al viejo.
-
Eso ya lo sé. ¿Pero qué tipo de negocios?
-
Madereros, ha dicho.
-
¿Cómo se entendían? Pregúntale cómo se entendían. - inquirió Mateo.
-
Ya lo dirá. Tranquilo. Deja que hable. Ahora te cuento lo básico y
luego te explico mejor. Para no cortarle.
-
Pero dime algo.
-
Tu abuelo vino aquí, a comprar madera. Vino con una traductora…
-
¿Un amor secreto de mi abuelo, acaso? – preguntó él.
-
No, una traductora. Como nosotros, vamos - siguió ella -, vino y
contrató a Alexi para que le explicara dónde poder encontrar la mejor madera,
la de más calidad, para poder venderla en toda Europa.
-
Sigue, por favor.
-
Los habitantes de la zona se ilusionaron. Tu abuelo les podía sacar de
la miseria, les podía vender su madera en todo el mundo.
-
¡Ese era mi abuelo! - hizo un gesto de asentimiento.
El viejo siguió hablando un buen rato.
-
Pero tradúceme, apenas me traduces - protestó Mateo -, el viejo habla
y habla y tú apenas me dices cuatro cosas. ¿Qué te pasa?
-
Nada, no me pasa nada, pero Alexi se repite, se contradice…. Es
difícil seguirle. Tienes que comprenderlo, es muy anciano. Y ahora calla, por
favor, si seguimos cuchicheando va a dejar de hablar.
Mateo aceptó esperar a que la entrevista
acabara para que Angyalka le contara con más detalle todo. Tenía razón. Si le
interrumpían con la traducción, Alexi se olvidaría de la historia, se le iría
la mente a otro lugar, ya se sabe cómo tienen la cabeza los viejos.
Angyalka permaneció muy seria todo el rato.
Una verdadera profesional, pensó Mateo. Ni una risa, ni un comentario, sólo
escuchaba al hombre para poder luego, dedujo el español, poder relatarle toda
la historia con el mayor detalle posible.
De pronto, el viejo calló. Como si su memoria
se hubiera desconectado. Sus ojos se fijaron en los gansos del río, se levantó
y se fue. Ellos dos le siguieron.
-
Dile que te cuente más cosas – insistió Mateo.
-
Ya lo he hecho. Tiene casi cien años, ¿Qué quieres que haga? Bastante
ha hablado ya, ¿no te parece?
-
No sé, supongo que sí.
En ese momento apareció Nandor. Apenas
hablaron. Se entendieron con la mirada. Alexi ni siquiera volvió la cabeza
cuando montaron en el carromato. Siguió ensimismado en sus gansos y no les
prestó atención cuando se alejaron por el camino entre los tilos.
-
Cuéntame, anda, cuéntame - le urgió cuando dejaron de ver la cabaña de
Alexi.
-
Luego, cuando lleguemos al coche. Ahora tengo que ser cortés con
Nandor - se escabulló ella.
Mateo conjeturó durante todo el camino sobre lo que habría
dicho Alexi. Notaba preocupada a Angyalka y le extrañaba lo esquiva que se
mostraba. Se aguantó. Llegarían pronto a la granja de Nandor y tendría tres
horas, hasta llegar al aeropuerto, para que ella le contara con detalle toda la
conversación.
Se despidieron de Nandor con un abrazo y él
le apretó las manos mientras le decía algo en húngaro.
-
¿Qué me ha dicho? - preguntó Mateo.
-
Que el futuro es lo que importa - tradujo la chica.
-
Sí, claro. Dale las gracias por todo.
El Toyota zigzagueo por la pista hasta llegar
a la carretera donde ya podía ir a sesenta o setenta kilómetros por hora.
- Bueno, ahora sí – habló Mateo - soy todo oídos. Cuéntame con detalle.
Tenemos tres horas.
-
Me temo que te va a decepcionar - ella no dejó de mirar al frente - se ha pasado
todo el rato repitiendo lo mismo. Supongo que su memoria es ya muy débil.
-
¡Anda ya! Si se ha pasado casi una hora hablando, no me vas a decir
que no ha dicho nada. - él estaba molesto.
-
Pero es así, Mateo. Ha contado que tu abuelo llegó a estos pueblos en
el año cincuenta y seis. Por entonces, la zona era muy pobre y la economía de
la región se basaba en una agricultura y una ganadería rústica. Tu abuelo llegó
hablando de grandes negocios, de que la madera de los bosques era la mejor que
había visto nunca, que serviría para hacer muebles magníficos, que bien llevado
el asunto, podría dar trabajo, ocupación y salario a los habitantes por muchos
años. Alexi ha dicho que se trajo una traductora de Budapest – fíjate, como yo-
pero que su relación era estrictamente profesional. Alexi le ayudó a catalogar
cada bosque, cada hacienda, cada granja. Se hicieron amigos. Pero eso ya lo
sabes, lo tenía escrito tu abuelo en su diario.
-
Sí, todo eso coincide…. Pero ¿qué más? Sobre todo me interesa saber de
la vida de mi abuelo, de cómo era.
-
Pues de eso no ha contado nada. Sólo que finalmente, el negocio no fue
bien, que las ilusiones se esfumaron y que tu abuelo regresó a España. Y que
nunca lo volvió a ver.
-
Eso me extraña - él la miró y
la encontró hermosa mientras conducía - porque en el diario ponía que los
beneficios fueron importantes.
-
No lo sé, Mateo - claramente, ella no quería discutir. Se le notaba
muy cansada -, sólo puedo decirte lo que me ha dicho. Luego, se ha repetido mil
veces.
Llegaron al aeropuerto justo a tiempo. El
avión de Mateo salía en hora y media. Debía apresurarse.
-
Siento que no hayas obtenido más información - se disculpó ella.
- Qué se le va a hacer. Admito que regreso desilusionado pero era una
apuesta muy arriesgada. Al menos, sé que mi abuelo hizo buenos amigos en
Hungría, que intentó sacar de la pobreza a mucha gente. Eso es bonito, ¿no?
-
Sí, claro que sí – ella bajó la cabeza y le agarró las manos -
cuídate, anda.
-
Y tú. Cuídate tú también. Tienes una vida de éxitos por delante. - él dudo si quedarse en las palabras. Su
sentido común detuvo cualquier otro sentimiento.
-
Recuerda lo que nos dijo Nandor al despedirse. El futuro es lo que
importa. - ella le miró dulcemente - eres un buen hombre. Busca tu futuro.
- Gracias, Angyalka. Espero que nos veamos algún día. Prométeme que
vendrás a Barcelona.
-
Qué más quisiera - repuso ella.
Cuando él ya llegaba al control de seguridad, se volvió y la saludó
con la mano.
-
Gracias por ayudarme a encontrar mi pasado – gritó él desde la fila.
Angyalka arrancó su pequeño coche y se
dirigió a su apartamento. Sólo quería tumbarse en la cama y tomarse una botella
de brandy. Estaba anocheciendo y eso no ayudaba a sobreponerse. ¿Había hecho lo
mejor? Se lo preguntaba una y otra vez. “Gracias por ayudarme a encontrar mi
pasado”, le había gritado él sin saber cuán equivocado estaba. Le había
traicionado en lo profesional, pero no podía hacer otra cosa. La velada junto a
la botella de pálinka había sido muy hermosa. ¿Sería así
amar, confiar en alguien? Sí, le había traicionado pero qué podía hacer sino
traicionarle para salvarle, para que la noche en la casa de Nandor fuese un
recuerdo maravilloso, tan maravilloso como lo sería siempre para ella.
Justo cuando cruzaba el puente sobre el
Danubio, le vinieron a la mente nuevamente algunas de las palabras de Alexi, algunas
de las que no había traducido, las que no pudo contar a Mateo, de las que
protegían su pasado idealizado.
El abuelo de este señor nos engañó a
todos, a mí sobre todo. Nos engatusó con sueños y riquezas para que le
mostráramos nuestros bosques y nuestros robles. Luego, maquinó con el gobierno
para comprar todo por una miseria. Taló los árboles sin misericordia a cambio
de una limosna. Él se hizo rico, nosotros necesitamos años para salir del
hambre. ¿De veras quiere saber quién era su abuelo?
Entró en el apartamento, cogió la botella y
decidió que no pasaría por la agencia a recoger la paga. No la merecía.