Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Dejadas nuestras vidas al hado del azar, nunca nos hubiéramos encontrado. Una oportunidad entre mil trillones. Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Por eso, estábamos tan seguros que Dios nos había hecho un favor.
31/1/09
Aniversario
Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Te enamoraste de mí de manera inverosímil. Me enamoré de ti sin darme cuenta. ¿Recuerdas cuándo lo supe? Siempre dijiste que te gustó cómo fue. Tú estabas en el cine. Yo no podía aguantar un segundo más sin decírtelo. Te mandé un SMS rindiéndome, entregándote mi alma, reconociendo lo que ambos ya sabíamos. ¿Y qué viste en mí? Imposible saberlo. Inconcebible. Si amarte era tan fácil, el que tú me amaras era un milagro inalcanzable.
Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Dejadas nuestras vidas al hado del azar, nunca nos hubiéramos encontrado. Una oportunidad entre mil trillones. Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Por eso, estábamos tan seguros que Dios nos había hecho un favor.
Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Dejadas nuestras vidas al hado del azar, nunca nos hubiéramos encontrado. Una oportunidad entre mil trillones. Fue tan casual que es imposible que lo fuese. Por eso, estábamos tan seguros que Dios nos había hecho un favor.
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Relatos breves
30/1/09
Mensaje
Sé que estas acciones no gustan a los afectados. La verdad es que no lo lamento. Cada uno debe defenderse a sí mismo y eso, en ocasiones, conlleva daños indeseados pero necesarios para conseguir los objetivos. Si todos esos editores que me han rechazado se hubieran dignado leer mis novelas – con una sola que hubieran publicado me hubiera bastado- no tendría que recurrir a estos métodos.
He decidido invadir los blogs literarios que encuentro en la red. Y desde ellos, ya que las editoriales no me hacen aprecio, denunciar el que mi talento está desaprovechado y que el mundo está perdiendo obras de alto valor artístico. No ha sido fácil, no vaya a creer. He debido asistir a un aburrido curso de programación avanzada (y del que, lo reconozco, no he entendido casi nada) con el único fin de trabar amistad con alguien que me enseñara a inmiscuirme en blogs ajenos. En esto tuve suerte porque, en la clase a la que me asignaron, contacté con un chico que no tendría más de veinte años pero que era un consumado hacker. Él me ha instruido en lo que verdaderamente me importaba. Entrar en una página ajena, asaltarla con nocturnidad (porque sólo después de las doce mi conexión ofrece una velocidad aceptable) y postear mi queja. Pretendo plasmarla en diez mil blogs de todo el mundo para que el planeta conozca que a mí, Clodoveo Arístides Balmaseda (es un alias, por supuesto), poeta y escritor, se le ha vetado y se le ha ninguneado injustamente.
Ahora, querido propietario de este blog, le ha tocado a usted. No es el primero. No será el último. No intente rastrear mi IP. Me han enseñado a borrar las pistas. Eso sí, si algún día ve en su librería de barrio la novela “Asuntos de Malpensa”, cómprelo. Es una novela fantástica que le emocionará. Es mía.
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Relatos breves
29/1/09
Blog y Literatura
Del 23 al 27 de Marzo próximos se celebrará el Taller Blog y Literatura, organizado por el centro social y cultural de Madrid, La Casa Encendida (cuya web puede verse aquí ) en el que escritores que tienen experiencia dual en papel y en blogs expondrán sus experiencias. Marisol Oviaño, Manuel Arana, José Antonio Millán y Miguel Pérez de Lema explicarán cómo mejorar nuestros blogs y todas las posibilidades literarias de los mismos.
Para más información e inscripciones, pueden leerse los detalles aquí. El precio es de 45€ y las plazas disponibles son 20 lo que, si bien es un número escaso, garantiza un gran aprovechamiento personalizado a los participantes.
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Literatura digital
27/1/09
Dim O'Gauble
Dim O’Gauble (que puede disfrutarse aquí) de Andy Campbell es un breve texto visual, muy bello en imágenes y bastante cercano a las técnicas usadas en los dibujos animados con planos de profundidad que se mueven a diferentes velocidades. El texto –sencillo- se va descubriendo de manera ordenada entre la frondosidad de los gráficos como si fuésemos descubriéndolos en un parque. Reflexiones de un joven con su abuela.
Literariamente quizá no aporte mucho pero es muy sugerente.
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Literatura digital
A servant. A hanging. A paper house
A servant. A Hanging. A paper house. (http://www.bornmagazine.org/projects/servant/) es un bello poema visual en que se conjugan imágenes, sonidos- que traen añeja melancolía- neblinas, caligramas y el texto poético en sí mismo. El amor a la luz del recuerdo triste, de las borrosas imágenes- que como la niebla de fondo del poema- que añoramos.
El texto es de Lucy Anderton. Las imágenes de Nicholas Robinson. Es breve, es sencillo. Pero, sobre todo, es bello.
El texto es de Lucy Anderton. Las imágenes de Nicholas Robinson. Es breve, es sencillo. Pero, sobre todo, es bello.
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Literatura digital
Aquella noche
Las noches calurosas del estío invitan a permanecer despierto, sobre todo si uno está en compañía de quien ama. Las cenas se alargan, los refrescos en las terrazas del paseo se apuran más de la cuenta y las conversaciones se niegan a concluir. El paisaje, siempre cómplice, decora con estrellas infinitas la oscuridad, sitúa un faro que antes nunca habíamos visto en el extremo del malecón y llena la arena de caracolas y conchas. El rumor de las olas arrulla las parejas y una luna grande, porque en esas noches siempre parece haber luna llena, vigila el firmamento con su luz de nácar. Las tabernas y los cafés se llenan de lucecitas y farolillos, de músicas lejanas y risas de mujer. Un poeta novel recita poemas en una esquina y un pintor de acuarelas retrata niños inquietos.
Así era aquella noche. Habíamos cenado pescado en uno de esos pequeños lugares en que las doradas y jureles viajan directamente de la red al marinado, de la caja llena de hielo que los bous descargan al atardecer a la brasa de carbón. Con esa salsa de tomillo, perejil y laurel que tanto te gustó. Bebimos un vaso de vino blanco y no dejé de delinear tu rostro con mi mirada en toda la velada. Luego, a ti siempre te encantaba hacerlo, me hiciste bajar a la playa y pasear por la orilla. Tú estabas radiante. Yo, ridículo con mis pantalones remangados y los zapatos en una mano. Estabas hermosa, tanto que me olvidé de la galaxia que volaba por encima de nosotros y de la silueta de sirenas que la mar trazaba y del humo de los barcos que el faro iluminaba intermitentemente. Quiso jugar el mar con nosotros y, en una de estas, una olita creció un palmo más que las otras. Me mojé entre refunfuños y tú reíste y reíste.
Así era aquella noche. Habíamos cenado pescado en uno de esos pequeños lugares en que las doradas y jureles viajan directamente de la red al marinado, de la caja llena de hielo que los bous descargan al atardecer a la brasa de carbón. Con esa salsa de tomillo, perejil y laurel que tanto te gustó. Bebimos un vaso de vino blanco y no dejé de delinear tu rostro con mi mirada en toda la velada. Luego, a ti siempre te encantaba hacerlo, me hiciste bajar a la playa y pasear por la orilla. Tú estabas radiante. Yo, ridículo con mis pantalones remangados y los zapatos en una mano. Estabas hermosa, tanto que me olvidé de la galaxia que volaba por encima de nosotros y de la silueta de sirenas que la mar trazaba y del humo de los barcos que el faro iluminaba intermitentemente. Quiso jugar el mar con nosotros y, en una de estas, una olita creció un palmo más que las otras. Me mojé entre refunfuños y tú reíste y reíste.
Fue aquella noche cuando, sentada en el pretil del embarcadero, sequé tus pies con mi pañuelo.
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Relatos breves
25/1/09
Molinos
Eran una veintena en clase y todos tenían nueve años porque en aquel curso, y por una casualidad de esas que ocurren de vez en cuando, todos celebraban su santo antes de Junio. La maestra pensó que les haría ilusión construir algún mecanismo para que fueran adiestrando sus manitas y sus mentes. Así que les puso como tarea hacer un molino en sus ratos libres. Les explicó cómo los hombres antiguos molían el trigo para obtener harina, les habló de un loco maravilloso que veía gigantes en las aspas que rotaban y trajo unos molinetes de papel de colores que había comprado en la feria. Soplaron y vieron como giraban alocados.
Deberían tener los molinos construidos para el día de puertas abiertas del colegio. Los padres vendrían y admirarían las creaciones mientras se comían unas tapas y hablaban de sus cosas. Los exhibirían en el gimnasio. Los chiquillos se pusieron manos a la obra. Unos cogieron libros de la biblioteca y otros fotografías de sus vacaciones para inspirarse. Cartulina, tijeras, lápices de colores, chinchetas- siempre con cuidado- y pegamento eran sus herramientas.
Llegó el día de la presentación y todos llegaron con sus obras. La maestra vio como las iban sacando de sus cajas bajo la atenta mirada de sus orgullosos padres. Sintió una frustración tan grande como enorme se mostraba la cara de satisfacción de los adultos. Era evidente que aquellos molinos no habían sido construidos por los niños. Algunos – sobre todo aquel con motor- incluso no los habían fabricado los propios padres.
Sólo uno – el de José Luis, el niño tímido siempre acatarrado- tenía el encanto de la niñez. Una cartulina enrollada y pegada malamente en sus bordes, con unos ladrillos pintarrajeados simulando las paredes de un viejo caserón. Un cono, emborronado de rojo chillón, lo coronaba a modo de tejado. Una pajita de refresco cruzaba el edificio y ejercía de eje sobre el que se había colocado un molinete copiado de los de la feria. Quedó arrinconado, al fondo de la exhibición.
Por alguna razón, el recuerdo de aquel día le llegó justo cuando el alcalde cortó la cinta que inauguraba aquella nueva turbina de rendimiento muy superior al de las existentes hasta entonces. Le habían felicitado por el invento e, incluso, las revistas técnicas habían impreso reseñas valorando la despierta imaginación del ingeniero José Luis.
Deberían tener los molinos construidos para el día de puertas abiertas del colegio. Los padres vendrían y admirarían las creaciones mientras se comían unas tapas y hablaban de sus cosas. Los exhibirían en el gimnasio. Los chiquillos se pusieron manos a la obra. Unos cogieron libros de la biblioteca y otros fotografías de sus vacaciones para inspirarse. Cartulina, tijeras, lápices de colores, chinchetas- siempre con cuidado- y pegamento eran sus herramientas.
Llegó el día de la presentación y todos llegaron con sus obras. La maestra vio como las iban sacando de sus cajas bajo la atenta mirada de sus orgullosos padres. Sintió una frustración tan grande como enorme se mostraba la cara de satisfacción de los adultos. Era evidente que aquellos molinos no habían sido construidos por los niños. Algunos – sobre todo aquel con motor- incluso no los habían fabricado los propios padres.
Sólo uno – el de José Luis, el niño tímido siempre acatarrado- tenía el encanto de la niñez. Una cartulina enrollada y pegada malamente en sus bordes, con unos ladrillos pintarrajeados simulando las paredes de un viejo caserón. Un cono, emborronado de rojo chillón, lo coronaba a modo de tejado. Una pajita de refresco cruzaba el edificio y ejercía de eje sobre el que se había colocado un molinete copiado de los de la feria. Quedó arrinconado, al fondo de la exhibición.
Por alguna razón, el recuerdo de aquel día le llegó justo cuando el alcalde cortó la cinta que inauguraba aquella nueva turbina de rendimiento muy superior al de las existentes hasta entonces. Le habían felicitado por el invento e, incluso, las revistas técnicas habían impreso reseñas valorando la despierta imaginación del ingeniero José Luis.
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Relatos breves
22/1/09
Hotel
Hotel, del holandés H. Hoogerbrugge es más un comic digital que un relato digital como proclama ya que los elementos visuales priman sobre todos los demás componentes. Texto hay poco y se complementa con ruidos y sonidos. Se divide en 10 sketches breves. Cada uno de ellos tiene varios hiperenlaces (basados casi todos en gráficos) que permiten visualizar breves frases, efectuar alguna acción gráfica o saltar a la página siguiente. Es una obra que tiene bastantes dosis de humor y quizá sea eso lo que pretenda: entretener sin mayores objetivos. Programado en Flash. Se trata de un trabajo que ha recibido apoyos económicos de varias instituciones.
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Literatura digital
20/1/09
La familia de mi padre
La familia de mi padre ( Mondadori, 2008 ) de Lola Bosch es la reconstrucción de los lazos y azares familiares, reconstruidos con recuerdos y diarios, una vez que el padre muere. Una historia de secretos, de casualidades, de hechos ocultos y que refleja la vida de una Barcelona antigua imaginada. Una obra llena de memorias y de reflexiones personales – árida a veces- , introspectiva, lírica en ocasiones, pero contada más como crónica periodística que como reflexión introspectiva. La prosa es prolija, abocada a la añoranza (se descubre la ciudad que enamora justamente en la de los antepasados, en la que ya no existe más, en la que uno se imagino que fue, y se siente melancolía por algo que nunca se ha conocido) cargada con meta-arte (hay numerosas alusiones a películas, a libros, a fotografías, artículos de periódicos) y con un leit-motiv que se va repitiendo en el texto: “Yo no nací en un lugar sino en una historia”. Estas derivas hacia otras reflexiones y otros pensamientos que, en cada instante, sugiere la trama principal hacen que la estructura se fragmente y requiera un esfuerzo importante por parte del lector. El querer contarlo todo hace que la lectura abrume y canse en ocasiones.
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Lecturas
18/1/09
Don't Be Afraid to Help Sharks
Don't Be Afraid to Help Sharks es un poema de Sommer Browning que es mostrado de forma delicada e inspirada, sobre gráficos y programación del colectivo canadiense de creadores Fluorescent Hill (el dúo de artistas formado por Mark Lomond and Johanne Ste-Marie) que han hecho afamada carrera en el mundo del cine y la televisión.
Se trata de una obra sencilla pero llena de sensibilidad en la que la conjunción del texto poético (presentado de forma global o fragmentada y animada según los deseos del lector), las imágenes – tristes y melancólicas-, y la música realza el texto original. La interactividad es la justa de manera que no se pierda el sentido de los versos.
Puede disfrutarse aquí.
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Literatura digital
La cometa
Benjamín tenía esa nombre porque era el menor de siete hermanos y sus padres eran poco imaginativos. Eran tiempos de escasez, de calles aún no reconstruidas tras las batallas, de inviernos que parecían más fríos porque la única calefacción posible era un pequeño brasero que había que apagar por las noches para no correr riesgos de morir intoxicados. No había juguetes, al menos completos y en buen estado, pero los chiquillos disfrutaban de su tiempo libre como siempre lo han hecho los niños en todos los tiempos. Él tenía una cometa y era su bien más preciado. Construida en papel y juncos, con una cola larga – que más de una vez se le enredaba en los lugares más insospechados- de la que pendían lazos de papel de colores.
A Benjamín todos le decían lo que debía hacer y le señalaban, con severidad, lo que era importante en el mundo. Las matemáticas, el respeto, el trabajo duro, acabarse el plato de lentejas sin dejar nada, ser honesto, no dejarse avasallar, no meter los zapatos remendados en los charcos, ponerse la bufanda al salir al recreo, contestar con un “señor” al maestro y al padre, estar siempre dispuesto a trabajar. Benjamín se preguntaba si la vida sería siempre tan rigurosa, carente de esparcimiento, tan adusta que asustaba.
Llovía al salir de la escuela. Unos nubarrones inmensos, negros y amenazantes, tapaban la escasa luz del atardecer de modo que las farolas se habían ya encendido. Se ciñó el gorrito y, con su cometa bajo el brazo, caminó hacia la casa. Llegaría empapado porque la distancia era considerable y debía cruzar por el campo del viejo loco – así le llamaban todos aunque él no sabía cómo se llamaba realmente- con su buen medio kilómetro de campo abierto.
El viento se había levantado y las gotas de lluvia volaban horizontales más que caían. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por no pisar los charcos porque sus zapatitos estaban ya empapados. La cometa, inquieta, vibraba en su brazo y la cola colgaba tras de sí serpenteando por el aire. Aún le faltaba un buen tramo para llegar. Tuvo entonces la idea. Sí. Había visto en el libro de la escuela los barcos de velas que llevaban cargamentos y piratas. Extendió la cometa y, apenas la soltó, salió disparada hacia lo alto, tan grande era la fuerza de la tormenta. Subió y subió y el carrete de hilo giró incontrolado. Las manitas de Benjamín quisieron detenerlo pero el rápido roce le quemó y desistió de frenar el hilo hasta que este alcanzó al tope final. Asió con fuerza las asas del carrete y sintió la potencia que tiraba de él. Se sintió como un jinete que gobernaba las riendas de un caballo alocado y desbocado. Su andar se hizo más ligero, ayudado por la improvisada vela que flotaba allá, muy alto, muy alto. Quizá sólo se lo pareció pero lo cierto es que el trayecto que restaba se le hizo cortísimo y lo cruzó en muy poco tiempo. Ya divisaba su casa al fondo. Ahora venía lo más difícil. Hacer bajar la cometa. Hincó sus talones en el barro y comenzó a recoger cable con dificultad. La vela –debía sentirse libre allá arriba y Benjamín la envidiaba- no quería bajar pero, poco a poco, fue domeñándola. La tormenta, que iba decreciendo, le ayudó.
Entró en casa satisfecho y orgulloso de su aventura. Su madre le reprendió por llegar tan mojado. Le dijo que podía coger una pulmonía y que ya era hora de que aprendiera qué era lo importante en la vida. Benjamín pensó que ya lo sabía.
A Benjamín todos le decían lo que debía hacer y le señalaban, con severidad, lo que era importante en el mundo. Las matemáticas, el respeto, el trabajo duro, acabarse el plato de lentejas sin dejar nada, ser honesto, no dejarse avasallar, no meter los zapatos remendados en los charcos, ponerse la bufanda al salir al recreo, contestar con un “señor” al maestro y al padre, estar siempre dispuesto a trabajar. Benjamín se preguntaba si la vida sería siempre tan rigurosa, carente de esparcimiento, tan adusta que asustaba.
Llovía al salir de la escuela. Unos nubarrones inmensos, negros y amenazantes, tapaban la escasa luz del atardecer de modo que las farolas se habían ya encendido. Se ciñó el gorrito y, con su cometa bajo el brazo, caminó hacia la casa. Llegaría empapado porque la distancia era considerable y debía cruzar por el campo del viejo loco – así le llamaban todos aunque él no sabía cómo se llamaba realmente- con su buen medio kilómetro de campo abierto.
El viento se había levantado y las gotas de lluvia volaban horizontales más que caían. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse por no pisar los charcos porque sus zapatitos estaban ya empapados. La cometa, inquieta, vibraba en su brazo y la cola colgaba tras de sí serpenteando por el aire. Aún le faltaba un buen tramo para llegar. Tuvo entonces la idea. Sí. Había visto en el libro de la escuela los barcos de velas que llevaban cargamentos y piratas. Extendió la cometa y, apenas la soltó, salió disparada hacia lo alto, tan grande era la fuerza de la tormenta. Subió y subió y el carrete de hilo giró incontrolado. Las manitas de Benjamín quisieron detenerlo pero el rápido roce le quemó y desistió de frenar el hilo hasta que este alcanzó al tope final. Asió con fuerza las asas del carrete y sintió la potencia que tiraba de él. Se sintió como un jinete que gobernaba las riendas de un caballo alocado y desbocado. Su andar se hizo más ligero, ayudado por la improvisada vela que flotaba allá, muy alto, muy alto. Quizá sólo se lo pareció pero lo cierto es que el trayecto que restaba se le hizo cortísimo y lo cruzó en muy poco tiempo. Ya divisaba su casa al fondo. Ahora venía lo más difícil. Hacer bajar la cometa. Hincó sus talones en el barro y comenzó a recoger cable con dificultad. La vela –debía sentirse libre allá arriba y Benjamín la envidiaba- no quería bajar pero, poco a poco, fue domeñándola. La tormenta, que iba decreciendo, le ayudó.
Entró en casa satisfecho y orgulloso de su aventura. Su madre le reprendió por llegar tan mojado. Le dijo que podía coger una pulmonía y que ya era hora de que aprendiera qué era lo importante en la vida. Benjamín pensó que ya lo sabía.
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Relatos breves
Exhibición de literatura digital
Durante la segunda quincena del mes de Enero está teniendo lugar en la Universidad Austin Peay de Tennesse (http://www.apsu.edu/) una exposición de literatura digital titulada "Beyond Hypertext: In Search of A New Digital Literature" en donde se mostrarán interesantes creaciones de obras que pueden ser encontradas en la web o que pueden ser leídas off-line. Muchas de ellas requieren interactividad por parte del visitante. Ha sido montada y pensada por Alan Bigelow.
Para más información puede accederse a esta web.
Para más información puede accederse a esta web.
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Literatura digital
In Utrecht
In Utrecht (Lebusque) es una lectura jocosa digital que remeda las travesuras que todos hemos hechos de niños en los libros de la escuela. Sobre un texto serio y doctrinal, se van escribiendo garabatos, notas y pensamientos a voleo. No es, claro, ninguna obra que pretenda un nivel literario pero es divertido y, en cualquier caso, por detrás del palimpesto está el texto formal.
La presentación está muy cuidada. Hay que señalar que en IE pueden aparecer problemas de visualización.
La presentación está muy cuidada. Hay que señalar que en IE pueden aparecer problemas de visualización.
Para disfrutar de esta obra ir a http://www.lebusque.com/brownbook/utrecht.html
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Literatura digital
17/1/09
Sensualidad
Sabes que el aire se turba cuando acaricia tu piel desnuda. Y que el aroma con que impregnas la habitación inquieta hasta a un témpano de hielo. Sabes de tu poder y lo usas. Tus labios húmedos llaman a probarlos, tus piernas exigen caricias, tu cuello de caramelo pide una boca que lo saboree, tu sexo huele a profundo perfume, de esos que embriagan y emborrachan. El dormir en tu cama es un delito penado sin redención posible. Las horas contigo son, deben ser, de lujuria y de anhelos, de respiración agitada. Eres la playa en la que arriban todos los mensajes de los hombres náufragos, el último trago de una noche triste, el acantilado donde aparece ese atardecer de postal. Tus pezones inquietos juegan a escapar del camisón y ejercer de faros que guían mis instintos. Son las sirenas melodiosas que llaman a Ulises a los arrecifes. Yo no me amarraré al mástil ni taponaré con cera mis oídos ni tomaré la lira de Orfeo ni oiré los consejos de Circe. No regresaré a Itaca. Por el contrario, estoy deseando estrellarme en los acantilados de tu sensualidad.
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Relatos breves
Desamparados
Vagando por las avenidas, tienen poco que decirse.
Saben que son iguales por su andar cansino,
Saben que son iguales por su andar cansino,
por la falta de estrellas en la noche,
por los remendones en los pantalones y por sus ojos vacíos de esperanza.
por los remendones en los pantalones y por sus ojos vacíos de esperanza.
Desamparados.
Comparten la fila del paro, el comedor de las monjitas,
Comparten la fila del paro, el comedor de las monjitas,
los portales en las noches frías, el cartón tamaño cama de matrimonio,
un perrillo que se acurruca entre sus piernas,
el mus con naipes descoloridos,
la ducha en la fuente del parque,
el miedo,
el hastío,
amores viejos y olvidados,
el último cigarrillo, hambrientos del humo que consuela su alma.
Solos ante los desagües de la historia de los otros,
un perrillo que se acurruca entre sus piernas,
el mus con naipes descoloridos,
la ducha en la fuente del parque,
el miedo,
el hastío,
amores viejos y olvidados,
el último cigarrillo, hambrientos del humo que consuela su alma.
Solos ante los desagües de la historia de los otros,
de los que tienen,
de los que no dan.
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Relatos breves
13/1/09
El placer efímero
Marco Heldsmicht se percató de que algo no iba bien cuando recibió aquellas veintitrés cartas de lectores, molestos por lo inadecuado de su crítica en la columna literaria que mensualmente escribía en el diario. Si a ellas sumaba los cientos de mensajes que indignados anónimos dejaron en el blog del periódico, acumulaba más correspondencia que la que jamás antes había conseguido en su dilatada carrera profesional. En algunas le llamaban embustero, en otras desarrollaban largas cábalas acerca de quién le había sobornado y en unas pocas, más exaltadas, mentaban a su familia más cercana. La editorial del libro que había enjuiciado en el artículo publicó una nota oficial en la que le reprochaba su poca profesionalidad. El autor de la novela ofreció un par de ruedas de prensa donde lamentó ser víctima de un ataque injusto por parte de un crítico vengativo, ofensa que brindó al escritor una notoriedad que probablemente nunca hubiese tenido con el sólo mérito de su obra. La tempestad desatada se calmó al cabo de dos semanas y todo quedó en una anécdota. El director de la gaceta- al que le había encantado el libro y nunca pudo imaginar el porqué de aquella extraña invectiva- disculpó a su empleado manifestando que una mala crítica, tras veinte años de trabajo, puede escribirla cualquiera.
Mas al mes siguiente, el hecho se repitió. Marco Heldsmicht redactó su comentario sobre un extenso relato titulado “La amante del cielo”, de un tal Eugenio Antolanza. Era un mal cuento, lleno de tópicos, con una prosa repetitiva y una historia que no enganchaba al lector y, mucho menos, le emocionaba. Marco llamó la atención sobre el abusivo uso de la palabra “cosa” que denotaba la pobreza de lenguaje del autor, acerca del excesivo detallismo que ralentizaba la narración hasta hacerla tediosa, de la incorrecta utilización de los adjetivos y de la insulsa mezcla de historias con personajes que no se relacionaban entre sí. Incluso el inicio, la primera frase, la que debe cautivar a un lector, aquel La amante del cielo es una mujer que observa el firmamento cada día, le parecía poco inspirada. ¿Por qué alguien va a continuar leyendo un texto que comienza con un párrafo banal y anodino? - se preguntaba. Terminaba su crítica, interrogándose acerca del porqué de su publicación cuando existían manuscritos de mucha mayor valía.
Mas al mes siguiente, el hecho se repitió. Marco Heldsmicht redactó su comentario sobre un extenso relato titulado “La amante del cielo”, de un tal Eugenio Antolanza. Era un mal cuento, lleno de tópicos, con una prosa repetitiva y una historia que no enganchaba al lector y, mucho menos, le emocionaba. Marco llamó la atención sobre el abusivo uso de la palabra “cosa” que denotaba la pobreza de lenguaje del autor, acerca del excesivo detallismo que ralentizaba la narración hasta hacerla tediosa, de la incorrecta utilización de los adjetivos y de la insulsa mezcla de historias con personajes que no se relacionaban entre sí. Incluso el inicio, la primera frase, la que debe cautivar a un lector, aquel La amante del cielo es una mujer que observa el firmamento cada día, le parecía poco inspirada. ¿Por qué alguien va a continuar leyendo un texto que comienza con un párrafo banal y anodino? - se preguntaba. Terminaba su crítica, interrogándose acerca del porqué de su publicación cuando existían manuscritos de mucha mayor valía.
El director le llamó a su despacho dos días después y, encolerizado, le espetó que un periódico digno como el suyo no iba a tolerar ningún tipo de boicot por parte de empleados desleales. Le había otorgado siempre su confianza y libertad de acción para escribir la columna a su buen criterio. No esperaba, le dijo, que las críticas fueran favorables a ningún libro en concreto pero una cosa era tener una opinión adversa y otra muy distinta mentir insolentemente. Cierto era que el diario no se plegaba ante los intereses comerciales de las editoriales. Si una obra era mala así había que decirlo, pero sin caer jamás en el embuste y la calumnia. Reconocía que todo aquello había hecho crecer las ventas y que el nombre de la gaceta estaba ahora en todos los medios del país pero ello era a costa de perder la dignidad que siempre les había caracterizado. No, no era el estilo que deseaban los accionistas ni él mismo. Jamás permitirían que su querido periódico se convirtiera en un libelo de cotilleos y reality shows. La ética no es opcional, aseveró rotundo. Si volvía a ocurrir una vez más, una sola vez más -le aseguró- quedaría despedido de inmediato sin atender a tantos años de buen servicio.
Salió del despacho sin comprender qué ocurría. Apenas atinó a despedirse lo más cortésmente que pudo y caminó cabizbajo hasta su mesa. Sintió que las miradas de sus colegas de redacción le censuraban. Sorprendió tres o cuatro cuchicheos que cesaron en cuanto él se acercó y no se atrevió a mirar la correspondencia porque el montón de cartas y mails impresos que se agolpaban sobre el escritorio dibujaban una silueta amenazante. El ambiente se había vuelto, de repente, pegajoso e incómodo.
Marco encontró una excusa – se sentía mareado, probablemente por una incipiente gripe, dijo- y marchó a casa. En la calle se encontró mejor. Al menos, los transeúntes que, a aquella hora caminaban apresurados, no fijaban su mirada en él. En el quiosco de la avenida compró tres periódicos y horrorizado comprobó que sus colegas opinaban lo mismo que el público y el director. Todos clamaban por delimitar hasta dónde llegaba la libertad de expresión, por un riguroso control de las editoriales para que la libre crítica no se convirtiera en panfleto desleal. Reclamaban un mayor rigor y la utilización de manuales de estilo. Antolanza le había demandado ante el Juzgado número siete y expresó, en numerosas ruedas de prensa, su estupor por aquellas falsedades injustificadas que contra él se vertían en la crónica.
Estaba confuso. Él era un buen crítico y amaba la literatura. Incluso, modestia aparte, escribía bien y, en su juventud, había ganado varios premios literarios aunque nunca intentó con ahínco que un editor le publicara una novela y no por falta de oportunidades sino por su propia indecisión. Era una de sus frustraciones. Siempre deseó ser escritor, publicar, ser criticado en vez de criticar, ver sus cuentos expuestos en las estanterías y poder contar las historias que habitaban su imaginación. Pero, quizá por exceso de celo, siempre había pensado que sus relatos no eran lo suficientemente buenos. Él sólo publicaría cuando fueran excelentes, maravillosos, cuando alcanzaran la misma excelencia que él exigía a otros autores.
Procuró serenarse. La situación le aturdía. O todos a su alrededor habían enloquecido de pronto o estaba siendo objeto de una broma muy sofisticada. No hacía mucho que había visto la película El Show de Truman y, por un instante, se sintió como su protagonista, inmerso en una farsa de dimensiones descomunales.
Durante años y años, sus juicios literarios habían sido considerados como atinados y brillantes, habiéndose ganado una justa fama de hombre honesto e independiente. Siempre hubo excepciones y envidiosos pero, por lo general, hasta no hacía mucho, las editoriales le deseaban y reconocían su buen criterio. Él no había cambiado – no podía cambiar en sólo un mes- y, por un momento, pensó que realmente se estaba volviendo loco.
Se sirvió un brandy y encendió el fuego bajo. El otoño estaba ya llegando a su fin y el parque que veía desde su ventana estaba desnudo y marrón, lo que no ayudaba a animarle. La tarde era ventosa y el cielo terroso y triste. O quizá fuese que los acontecimientos le hacían ver la vida en tonos amargos. Se sentó bajo la lámpara y tomó los diarios que había comprado. Recortó toscamente con sus manos los artículos que le interesaban y lanzó el resto a una esquina. En el primero, el redactor se preguntaba cómo Marco podía afirmar que Eugenio Antolanza utilizaba en demasía la palabra “cosa” cuando ni una sola vez aparecía en el relato. Se trataba, decía, de una simple mentira. Más tarde, se asombraba de que el inicio del mismo, elegante y poético a su criterio, La muerte se lo había arrebatado y llevado a un lugar entre las estrellas. Tanto las miraba, añorándole y preguntándose cual de aquellas luminarias sería él, que sus vecinos la conocían ya por la amante del cielo, hubiera sido tan burdamente cambiado y ridiculizado tan sólo para polemizar e incrementar las ventas.
Marco leyó tres veces aquel comentario. Estaba atónito y desconcertado. Se abalanzó sobre el escritorio donde aún guardaba el libro que la editorial le había enviado para hacer la crítica. Él leía siempre completamente las obras que valoraba. Nunca escribía críticas basadas en resúmenes. Lo hacía con detenimiento, releyendo, considerando las alternativas posibles, apuntando en los márgenes aquellos juicios que estimaba eran correctos y, muchas veces, corrigiendo sobre el mismo texto las frases que no le gustaban por otras que le parecían más acertadas y que su talento literario imaginaba. Así, incluso pasados los años, podía recrear el lienzo mental con el que había escrito sus valoraciones, tan sólo repasando sus notas sobre el libro.
Sus manos temblaban. Lo idea que le acechaba, aquella certeza que comenzaba a abrirse paso entre su perplejidad, no podía ser cierta. Era una pesadilla y lo que más temía es que todo fuese una especie de demencia. Esquizofrenia, quizá. Una tía suya, octogenaria, había fallecido en un manicomio y en algún sitio había escuchado que la locura era hereditaria. Rebuscó por entre una pila de libros y él, que siempre era ordenado, fue tirando los ejemplares al suelo. Lo encontró poco más abajo del centro de la columna de ejemplares. Allá estaba “La amante del cielo” que él había estudiado, con su portada en azul pastel y el nombre del autor en letras grandes. Lo abrió y, turbado, buscó la primera página del relato, tras el prólogo. Comenzaba con un La amante del cielo es una mujer que observa el firmamento cada día. Se reafirmó en que era un mal comienzo. Pero no era eso lo que buscaba. Al lado, escrito de su puño y letra, vio un textito diminuto – porque él siempre escribía pequeñito, con modestia- en el que había escrito: comienzo flojo y pobre. Hubiera quedado mejor… La muerte se lo había arrebatado y llevado a un lugar entre las estrellas. Tanto las miraba, añorándole y preguntándose cual de aquellas luminarias sería él, que sus vecinos la conocían ya por la amante del cielo.
Casi deja caer el libro. Se sentó en el sillón sin entender lo que ocurría. La luz de su lámpara favorita, de un amarillo cálido como a él le gustaba porque detestaba los fluorescentes, dibujó sombras indefinidas en su rostro. Volvió a leer y se cercioró de que no alucinaba. Debía tratarse de alguna broma, o peor aún de alguna malévola celada que le estaban tendiendo. Alguien había tenido acceso a sus notas y las aprovechaba para censurar su trabajo. Mas todo aquello, pensó, era muy burdo porque finalmente los libros editados estaban ya en las librerías y las frases anodinas, mal escritas y aburridas podían ser comprobadas por cualquiera.
No cenó porque su estómago era un manojo de nervios. El frio le pareció más intenso y la noche, que ya había caído, mucho más negra que de costumbre. Se acostó y durmió asaltado por pesadillas y sudores helados, deseando que clareara y que al día siguiente todo hubiera vuelto a su ser. Por la mañana, llamó a la oficina y se disculpó indicando que se encontraba enfermo con fiebre pero, nada más dar las nueve, estaba en la puerta de la librería de la calle Alfonso X con la tiritona que le provocaba una idea que empezaba a abrirse paso en su mente. Compró dos ejemplares del relato y otros dos de la novela que tenía que enjuiciar al mes siguiente. Sin atreverse a abrirlos, tomó un taxi y regresó a su apartamento.
Encendió el fuego, intentando entrar en calor. Había comenzado a llover y el paisaje de la calle se desdibujaba a través de los cristales empañados por los senderos que las gotas formaban al resbalar sobre ellos. Situó los tres libros, los dos recién comprados y el original, sobre la mesa y fue pasando las hojas una a una. La frase con la que comenzaba su libro aparecía cambiada en los otros dos, de acuerdo a su nota al margen. En la página siete, el autor había escrito “las cosas del amor”. Marco lo había corregido encima con “asuntos del amor” y así había sido cambiado en los otros dos libros. En la página nueve, había un “como suceden las cosas importantes” y él había anotado “los hechos importantes”. Así estaba también en los que acaba de adquirir en la librería. En la página quince se hablaba de un tal señor Amadeo, un personaje que no volvía a aparecer en la historia y que Marco había cuestionado en una esquina. En los publicados, Amadeo había desaparecido. Fue pasando las hojas una a una y constató que contenían todas y cada una de las modificaciones que Marco había anotado en su análisis. Los repasó para cerciorarse de que no desvariaba y, buscando una confirmación neutral, llamó a la vecina de enfrente y le pidió, con una excusa tonta, que le leyera ciertas frases en los tres libros. Al igual que él, la mujer vio textos diferentes en el original y en las copias. Debió percatarse de su expresión perturbada porque le preguntó si se encontraba bien, tan alterado lo vio, y le devolvió los ejemplares sin entender de qué se trataba.
No supo cuánto tiempo pasó entre que regresó a su vivienda y se dio cuenta que sentía mucho frío porque el fuego se había apagado. Se encontró a sí mismo sentado en el sillón con los tres libros sobre sus muslos y aún consternado por los descubrimientos que estaba haciendo. Hombre poco dado a creer en lo sobrenatural, estaba asustado, convencido de que estaban tejiendo una treta malvada a su alrededor. Algún competidor, sin duda, porque no se le ocurría otra explicación racional. Cómo habían logrado hacerlo era un enigma pero supuso que algún intruso habría entrado en su casa cuando él se encontraba ausente y conseguido una copia – le vino a la mente uno de esos agentes de gabardina larga y cámara oculta en un bolígrafo - con la que el autor, justo antes de llevar el relato a la imprenta, habría corregido los textos. Eso debía haber sido. Seguro que se trataba de espionaje literario. Al fin y al cabo, no era nuevo en el mundo que unos artistas copiaran a otros y que párrafos completos fueran plagiados. Las editoriales podían ser capaces de todo para asegurarse el éxito.
Fue al baño y se remojó la cara con agua. Creyó volver de nuevo en sí y encontró valor en su corazón. Aunque no era habitual que bebiera por la mañana, se sirvió un brandy y la fuerza del alcohol le dio ánimos. Si querían pelea, la tendrían. Contrataría a un detective privado si ello era preciso. Incluso, barajó la posibilidad de llamar a la policía aunque desistió de ello pensando que le tomarían por un chiflado. Tenía que hacer, no obstante, una prueba más a pesar de que le asustaba lo que temía que podía suceder.
Tomó la nueva novela sobre la que tenía que escribir el siguiente mes. Puso las copias en la mesita que estaba cerca del sillón. La obra se titulaba “Centenas de hojas” y ya el título no le gustó a Marco. Escribió al margen mejor, Cientos de hojas. De reojo miró a los otros dos libros y quedó sobrecogido. El título original se velaba y aparecía en su lugar justamente lo que Marco acabada de escribir. Ahora, los tres libros comenzaban por Cientos de hojas. Tocó con sus dedos el papel pero no había nada inhabitual. La textura era la de siempre, la tinta no se borraba al frotarla, no se veía ningún tachón. Comprobó que el libro no tenía ningún artilugio electrónico. Había oído hablar del papel electrónico pero, a todas luces, aquellos folios eran absolutamente convencionales. No podía creer aquello. Si se trataba de una conspiración, debía estar organizada por alguien con mucho poder y tecnología. Pero él era un sencillo periodista aficionado a la literatura, no un agente secreto de película. Todo era disparatado.
La curiosidad venció su temor. Siguió leyendo, concentrando su atención en el texto. Aquí y allá hacía correcciones y anotaba comentarios. Como había sucedido con la página inicial, los otros libros se alteraban como si sus pensamientos tuvieran un mágico poder que aún no entendía. Cuando terminó la lectura, comprobó que todas y cada una de sus modificaciones se habían transferido. Leyó entonces una de las copias y se emocionó. Le encantó la prosa, la historia, el uso exquisito de las palabras, la pasión descriptiva. Donde antes había frases comunes e insípidas, ahora presentaban un brillo especial con sustantivos inusuales pero que parecían encajar como guante de seda, oraciones ingeniosas, verbos que inspiraban y adjetivos que creaban las más bellas metáforas en la imaginación. La trama le absorbía y no pudo dejar de leer hasta que llegó a la última página. Sabía que aquel texto era en buena parte fruto de su maestría y la frustración por el recuerdo de sus cuentos nunca impresos regresó con fuerza a su alma. Dudó sobre si hacer una crítica del escrito original o de las copias transmutadas. Sabía lo que podía suceder y recordaba la amenaza de su director.
La columna literaria fue, esta vez, alabada por la precisión de los comentarios, por la exactitud del análisis y el público coincidió con Marco en que se trataba de una muy buena narración, de las que no se habían publicado en muchos años. Un trabajo que situaba a su joven autor entre los más prometedores del panorama. Es más, este siempre creyó que era suyo porque la magia de los sucesos parecía implicar que la propia memoria del escritor quedaba modificada de modo tal que jamás sospechaba lo que había sucedido. Marco recuperó la confianza del director y la calma regresó a la redacción.
Una idea fue poco a poco, deslizándose en la mente de Marco Heldsmicht. No comprendía nada aún – ni, de hecho, llegaría nunca a entenderlo- pero, si estaba envuelto en aquel dislate, mejor sería utilizarlo.
Durante algunos días se debatió entre una infinidad de dudas. Pidió hora en el médico y le tomaron muestras de sangre cuyo análisis resultó inmejorable. No sólo no estaba loco sino que, gracias a Dios, disfrutaba de una salud excelente. Así pues, el destino le había situado ante un océano de posibilidades insospechadas que, al fin, se decidió a navegar. Estaba excitado. Se veía a sí mismo como una deidad y era consciente de que podría encomiar o vituperar, hundir prometedoras carreras o encumbrar autores insignificantes. La seducción del desquite cautivó su mente. Asaltaron su memoria las afrentas, veladas por el tiempo, de algunos editores que habían rechazado sus críticas, de escritores francamente mediocres que le habían difamado cuando no escribió favorablemente sobre sus escritos y de los colegas que se habían ensañado con él cuando los últimos acontecimientos se habían desatado. Si el extraño encantamiento persistía, Marco podía devolver todos los golpes sin que ninguna de aquellas personas miserables pudiera siquiera imaginar qué estaba ocurriendo. La venganza es una enfermedad que se contagia con facilidad. La fascinación que emana del poder incontrolado es una epidemia que destruye en un instante la benevolencia más firme. Juntas, suponían una tentación demasiado sugestiva como para resistirse.
En la redacción, se entretenía en repasar una lista mental de escritores y editores preguntándose quién debería ser la primera víctima de su nueva autoridad, el cordero degollado por la magia de su crítica. ¿Acaso, quizá, Julio Idiazabal quién le espetó que era el peor crítico que jamás se hubiera encontrado, todo porque escribió que su tercera novela era empalagosa? ¿o Maite Campillas, que siempre le miró con indiferencia a pesar de que, muchos años antes, él lo hubiera dejado todo por ella e incluso hubiese disfrazado con afectuosas palabras su auténtica opinión sobre los poemas que escribía? ¿Rafael Santilasaña, ese insidioso editor, que nunca le envió un libro para que lo enjuiciara? ¿Roberto Almante, que pidió su despido afirmando que Marco estaba desquiciado? ¿Silvia Rocamunt, que jamás le agradeció sus buenas críticas cuando publicó La dama ensalzada? Cierto que eran justas y la chica las merecía pero siempre le dolió que jamás le dedicara una buena palabra. No, elegiría probablemente a Arturo Juan Torrontigüena de quién sabía que había maquinado ante la dirección del periódico para que lo despidieran cuando, no hacía aún dos años, escribió que su último libro de viajes era tan insípido que estaba seguramente escrito sin salir de su casona de campo en Soria. Dudaba si elegir a un escritor o a un empresario. Al fin y al cabo, estos eran más poderosos y bien estaba que pasaran primero por la cancela de su enojo. Ese Carlos Miraflores, el propietario de la revista Letras en el Horizonte, que casi invariablemente publicaba críticas, amañadas y mercenarias, que contradecían las suyas propias. Habría de buscar alguna novela que ese bellaco quisiera defender para arruinarla aún antes de que hubiese llegado a las estanterías. Inventarió a todo los posibles candidatos y cribó varias veces la lista porque era demasiado larga. Resulta sorprendente cuántos agravios pueden recordarse cuando uno es capaz de resarcirse de ellos. Mientras sólo los tenemos que soportar, nuestra mente los arrincona para olvidar el pesar que produjeron pero, cuando se atisba una posibilidad de vencer el resquemor, todos llaman a las puertas del corazón reclamando cada uno de ellos el ser el primero en ser resarcido. Un trabajo ingente, pensó. No tenía ánimo ni tiempo para abordarlo en su totalidad. Decidió que sólo tomaría en cuenta las grandes afrentas. El era un crítico, uno bueno, de modo que aplicaría su oficio a enjuiciar sus propios planes. Clasificó, analizó, matizó y evaluó alternativas para finalmente decantarse por Antolanza que iba a publicar su segunda novela. Un escritor que se había aprovechado de su trabajo y que hasta había osado encausarle en un juicio que aún coleaba.
Esta vez, Marco hizo su labor a la inversa de lo que era habitual. En realidad, no tuvo que esforzarse mucho porque la prosa era tan insulsa como la de la primea entrega del autor. Pero, como el tiempo y la experiencia ayudan, el escritor había conseguido un par de capítulos que estaban francamente bien. Marco, con las anotaciones al margen que hizo en su lectura, los destrozó. Cuando llegó a las librerías, el público convino con la crítica despiadada que había publicado. El propio Antolanza nunca llegó a comprender cómo había sido capaz de plasmar textos tan mediocres sin revisarlos y pidió la retirada del libro. Dijeron que, como los males nunca llegan solos, se había divorciado y dado a la bebida.
El regusto de la victoria fue, sin embargo, amargo.
Saciado el arrebato, Marco no disfrutaba con su triunfo. No sabía qué estaría haciendo Antolanza ni, en realidad, le importaba. No veía su ruina y dudaba que deseara verla. Había sido un deleite momentáneo, un placer efímero, sin continuidad, un orgasmo malvado que, una vez transcurrido el instante, no le dejaba abrazado a una acción que pudiera amar o recordar con gusto sino a un cuerpo que le apestaba y le causaba remordimientos. La magia de la crítica se había tornado negra, insensata. Sentado en su rincón, bajo la melancólica luz de la lámpara, releyó el escrito original y sintió que aquellas pocas frases bellas morirían para la literatura. Y él amaba la literatura. La amaba más que al rencor, al zaherimiento antiguo y más que al resarcimiento por los ultrajes pasados que, en realidad, eran pequeños. Vislumbró su futuro fustigando personajillos y obteniendo el breve placer de verles bajo la lapidación de los canales de televisión que vivían del chismorreo, perdiendo su tiempo en destruir en vez de construir. Quedó aturdido y ni el brandy logró sacarle de su pesar. La congoja le asaltó.
Para el siguiente mes, eligió un relato cuya historia él mismo había querido siempre escribir. Una novela de amor contrariado, de muertes a destiempo, de lealtades vigorosas. Lamentablemente, el escritor no había sabido aprovecharla ni había sido capaz de describir con suficiente calidad literaria todas las posibilidades que le brindaba. Él lo haría. Dedicó muchas horas a ello, pulió cada frase, indagó en la psicología de cada personaje, creo nuevas historias paralelas que enriquecían la narración, mantuvo el misterio en cada página, añadió delicados matices, reconstruyó su prosa y reordenó los capítulos. Aquel trabajó realmente le satisfizo. El universo de las literatura quizá no viera nunca hijos suyos pero, al menos, cuidaría de las creaciones de otros a las que adoptaría como huérfanas porque, de otro modo, morirían en la nada del olvido. Se vio a sí mismo como un benefactor de expósitos, un mecenas de las artes.
La crítica fue eufórica. Se habló de una novela que representaba la decisiva renovación de las letras, se la calificó como la mejor de toda la década y alcanzó cuatro ediciones en un solo año. Fue traducida a siete idiomas y su autor reconocido con el premio nacional de las letras. Ahora sí se sentía feliz. No era el gozo momentáneo del desquite sino el júbilo de un éxito que, aunque distante, era suyo. Millones leían sus frases y se emocionaban con su manera de narrar. Lo había deseado siempre y había encontrado el modo de que la satisfacción perdurara, a la vez que evitaba el tumulto de la fama, la intromisión en su vida privada, la murmuración y la exposición a la luz perversa de la celebridad.
A Marco Heldsmich, con el tiempo, llegó a considerársele un misántropo dotado de un extraordinario olfato para hallar joyas literarias entre los muchos manuscritos que le enviaban desconocidos escritores.
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Relatos breves
8/1/09
Newton
Para explicar lo que siento por ti no necesito poemas románticos ni metáforas que iluminen mis sentimientos. Más bien, necesito un libro de física, de esos que hablan de Newton y de cómo los planetas giran alrededor de las estrellas. Porque estoy preso, bienaventuradamente esclavo, de tu gravedad. Eres mi estrella y orbitar en torno a tu vida es mi dichosa ventura.
La tierra se extinguiría sin la luz y el calor del sol y erraría vagabunda por la soledad infinita del espacio. Yo muero si no estás en el centro de mi existencia, si no puede estar ceñido a tu atracción, arrullado por tus besos, besado por tus caricias, refugiado en tu cuerpo.
Pero, ¿sabes?, soy más afortunado que los planetas y sus soles y sus ciclos eternos en el firmamento porque, contigo, siempre es primavera.
La tierra se extinguiría sin la luz y el calor del sol y erraría vagabunda por la soledad infinita del espacio. Yo muero si no estás en el centro de mi existencia, si no puede estar ceñido a tu atracción, arrullado por tus besos, besado por tus caricias, refugiado en tu cuerpo.
Pero, ¿sabes?, soy más afortunado que los planetas y sus soles y sus ciclos eternos en el firmamento porque, contigo, siempre es primavera.
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Relatos breves
Mexica
MEXICA de Rafael Pérez (en la fotografía) es un programa informático capaz de generar pequeños cuentos en inglés con corrección sintáctica y gramatical. Las frases son deliberadamente ambiguas para que se puedan combinar con facilidad lo que da lugar a historias que, aunque textualmente correctas, coherentes, estructuradas, incluso manteniendo el suspense de la trama, no tienen la chispa creativa y emocional que un humano puede conseguir. Pero es un primer paso. Y, en algún caso, puede “ayudar” a inspirarse a un autor de carne y hueso. Una descripción técnica profunda de su funcionamiento puede verse aquí.
True love
Hace cosa ahora de 10 meses, la editorial rusa Astrel Spb (en la fotografía su director en la TV rusa) anunció a bombo y platillo la publicación de la primera novela, titulada Amor verdadero, íntegramente escrita por ordenador mediante el uso de un software específico denominado PC Writer 2008. Este supuesto software habría sido desarrollado por filólogos y programadores al alimón e incluiría rutinas basadas en los estilos sintácticos y gramaticales de trece escritores rusos, lo que implica que las obras que crea no son “automáticas” en realidad – mucho menos aleatorias- sino que, más bien, son combinaciones, un patchwork, de textos humanos ligeramente modificados para que no pierdan su coherencia y belleza. Por ello, antes de iniciar el proceso de los datos era necesario introducir una completa descripción de los personajes (apariencia, carácter, rasgos sicológicos, etc), cómo se deseaba que se desarrollara la narración, conceptos fundamentales de la trama y un desenlace preestablecido. Asimismo, se alimentaba el programa con una base de datos de vocabulario apropiado. En este caso particular, la trama que se había elegido como guía era la novela Ana Karerina de Tolstoi y el estilo literario elegido era el del estilo del escritor japonés Haruki Murakami.El ordenador tardó aparentemente tres días en elaborar una primera versión que no convenció demasiado a sus creadores, los cuales realimentaron el sistema con nueva remesa de datos tras lo cual, el programa entregó otra versión de 320 páginas que se iba a publicar en Rusia, Ucrania e Israel. No estuvo exento de polémica porque hubo muchos críticos rusos que expresaron sus sospechas de que la obra había sido escrita realmente por un humano. En cualquier caso, no hemos vuelto a saber de ella y desde luego no puede encontrarse en las librerías convencionales o digitales occidentales.
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Literatura digital
Árboles de texto
Árboles de texto ( http://moebio.com/santiago/arboles/#arboles.html/ ) de Santiago Ortiz es un programa que genera caligramas fractales automáticamente. En un primer momento se nos muestra el poema en un formato convencional y, tras un cierto tiempo en el que podemos leerlo, el texto se autoconfigura en una forma arbórea que cruza por la pantalla.
En este caso, los poemas tienen calidad y su desestructuración en gráfico es casi anecdótica. Es, sin embargo, un interesante estudio matemático de la distribución de las palabras.
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Literatura digital
6/1/09
Novela inédita
Ahora que había dejado de ser un escritor inédito – aún a través de aquel medio tan poco ortodoxo-, Juan Alberto se alegraba de haber perseverado en los momentos más oscuros.
Ya casi no recordaba cuándo comenzó a redactar su novela. El título, eso sí, lo había ya elegido antes incluso de emborronar la primera cuartilla. “Escrito en la pared” la tituló sin saber muy bien el porqué aunque, ahora, resultaba inquietamente premonitorio.
Él era un artista que dejaba volar su imaginación. Nada de bocetar la historia o delinear personajes antes de ponerse al trabajo. No, eso era constreñir la creatividad. Él se sentaba ante una mesa donde sólo estaba el ordenador, un diccionario y una taza de café que cumplía sólo una función escenográfica ya que a él nunca le había gustado el café. Pero el aroma del mismo y el vaporcillo que durante algunos minutos surgía del líquido ardiente creaban el ambiente propicio para fabular. Así, durante meses, había escrito su novela. Una historia de buenos muy buenos y malos muy malos; de pasiones sin freno; descripciones precisas y paradojas morales. Así, hasta completar casi novecientas páginas porque, puestos a ello, convenía batir el record de Tolstoi.
Cuando el primer editor al que envió el original se lo devolvió con una cortés carta donde le decían que su obra no tenía calidad suficiente, se rió con suficiencia de aquel pobre ignorante. Con el segundo, que ni siquiera contestó, se enojó. Con los demás, muchos, se desmoralizó. Releyó su novela e hizo algunos cambios. Pocos, porque a su juicio, la primera redacción era ya excelente. La segunda remesa de envíos a editores tuvo un resultado similar y “Escrito en la pared” acabó en un cajón de la cómoda del salón.
Años después, por casualidad como siempre suceden estas cosas, conoció a Tomás. Aunque ya habría entrado en los cuarenta – como así lo atestiguaban su calva incipiente y las arrugas que enmarcaban sus ojos- se vestía como un adolescente de barrio. Trabajaba de repartidor de correo urgente pero él seguía sintiéndose un artista. Hasta que lo detuvieron, cuando cumplió los veintisiete, era uno de los grafiteros más afamados de la cuidad. Firmaba con el apodo de Mortimer Street y sus dibujos aparecieron por todos barrios. Y, hay que citarlo, con cierto éxito entre sus colegas de afición. Lo malo fue que los propietarios de muchos de los edificios que usaba como lienzo no entendieron que aquello no era suciedad sino arte e interpusieron demandas que acabaron con el pobre Tomás en la comisaria. Cien mil pesetas, de las de entonces, y tres meses de trabajos comunitarios (entre los que tuvo especial importancia el de limpiar a base de un jabón espeso y maloliente muchos de sus propios grafittis) zanjaron su deuda con la sociedad.
Aquella tarde, coincidieron sentados en la barra de “Tommy’s”, un club de solteros en el que, por alguna razón nunca explicada, jamás aparecía una soltera. Era el cumpleaños de uno de los camareros al que la depresión que le producía llegar a los cuarenta, hizo que invitara reiteradamente a toda la parroquia. Total, no pagaba él sino el dueño del establecimiento que, según contaban, estaba de vacaciones en Australia. Cuatro gin tonics después, Tomás le había contado toda su vida y le había hecho participe de sus esperanzas por volver a ser el artista gráfico que fue antaño. Cinco gin tonics después, Tomás conocía casi de memoria la trama de “Escrito en la pared” y brindaba por el aniquilamiento de los editores. Seis copas más allá, habían juramentado unir sus fuerzas para triunfar. Si las fuerzas diabólicas que se les oponían, construían obstáculos ante su arte, ellos los rodearían. Acabaron cantando el “Junts” de Llach y el “We are the champions” de Queen. Como el grafitero no estaba para conducir, acabó roncando en el sofá de la casa de Juan Alberto. Por la mañana, con un dolor de cabeza que retumbaba en ambos, se dieron sus números de teléfono y Tomás tuvo que aceptar una fotocopia del manuscrito de la nunca editada novela.
Dos semanas después, Juan Alberto tuvo que salir de la ducha porque el móvil campanilleaba recalcitrante. Contestó de mala gana. Era Tomás que le invitaba al club para proponerle, según le dijo, un negocio que cambiaría sus vidas. Su mente no fue lo suficientemente rápida para encontrar una excusa razonable y no tuvo más remedio que decirle que sí, que le diera una hora para adecentarse y vestirse y que se verían en Tommy’s. Cuando acabó la velada, con solamente un par de copas a la espalda, Juan Alberto pensó que el otro estaba loco pero le encantaba la idea que le había propuesto.
El primer capítulo de “Escrito en la pared” apareció escrito en una pared- no podía ser de otra manera con ese título- el seis de marzo. Fue en una fachada trasera de un banco comercial que esperaba a ser remodelada. Bien encalada y de unos treinta metros cuadrado, resultó perfecta. Firmaban J.A.-T.B.-M.S. (la B venía a cuento de que Tomás había sido bautizado como Tomás Benedicto, una gracia que nunc había perdonado a su ya difunto padre. La M y la S revivían el Mortimer Street de antaño).
El éxito es un ave de paso que nunca se sabe cuándo llega y cuándo se va. Esta vez arribó y se quedó. La pared del banco, ahora novela en grafitti, recibió editoriales en la prensa, miles de comentarios en los blogs de moda y algún que otro gurú de las artes vaticinó el fin de las editoriales. Incluso, Internet pasó a verse como algo anticuado porque una pared caligráficamente rellenada al amparo de la noche tenía una dosis de rebeldía y frescura que la red no podía siquiera imaginar. Se hacían cábalas sobre los misteriosos autores de tan magnífica obra.
Para cuando apareció el quinto capítulo, esta vez en la plaza de toros de la localidad, eran millones los que seguían la trama. Había apuestas sobre cómo continuaría, sobre cuándo el mundo recibiría la siguiente entrega. Se fotografiaban en alta resolución y se colgaban en los foros donde especialistas debatían sobre la prosa poética que destilaba esta nueva forma de arte. Los dueños de los edificios, en varios casos el propio Ayuntamiento, aprovecharon para ganarse unas perras permitiendo la lectura de sus paredes. Un reportaje fotográfico, claro está, se cobraba a mucho mayor precio. Un funcionario del servicio municipal de limpieza fue amonestado con falta grave porque, en un descuido, había limpiado con su manguera de arena a presión, parte del sexto capítulo.
Nevaba fuera el día en que Juan Alberto eligió el título de la segunda novela. “La tristeza del nopal”. Le vino así, sin más, cuando el camarero les sirvió aquellos tequilas, al ver la etiqueta plateada de la botella. Las calles estaban intransitables por el hielo y la atmósfera de Tommy’s era densa y acogedora. Al menos, la noche daría para tres o cuatro capítulos.
Ya casi no recordaba cuándo comenzó a redactar su novela. El título, eso sí, lo había ya elegido antes incluso de emborronar la primera cuartilla. “Escrito en la pared” la tituló sin saber muy bien el porqué aunque, ahora, resultaba inquietamente premonitorio.
Él era un artista que dejaba volar su imaginación. Nada de bocetar la historia o delinear personajes antes de ponerse al trabajo. No, eso era constreñir la creatividad. Él se sentaba ante una mesa donde sólo estaba el ordenador, un diccionario y una taza de café que cumplía sólo una función escenográfica ya que a él nunca le había gustado el café. Pero el aroma del mismo y el vaporcillo que durante algunos minutos surgía del líquido ardiente creaban el ambiente propicio para fabular. Así, durante meses, había escrito su novela. Una historia de buenos muy buenos y malos muy malos; de pasiones sin freno; descripciones precisas y paradojas morales. Así, hasta completar casi novecientas páginas porque, puestos a ello, convenía batir el record de Tolstoi.
Cuando el primer editor al que envió el original se lo devolvió con una cortés carta donde le decían que su obra no tenía calidad suficiente, se rió con suficiencia de aquel pobre ignorante. Con el segundo, que ni siquiera contestó, se enojó. Con los demás, muchos, se desmoralizó. Releyó su novela e hizo algunos cambios. Pocos, porque a su juicio, la primera redacción era ya excelente. La segunda remesa de envíos a editores tuvo un resultado similar y “Escrito en la pared” acabó en un cajón de la cómoda del salón.
Años después, por casualidad como siempre suceden estas cosas, conoció a Tomás. Aunque ya habría entrado en los cuarenta – como así lo atestiguaban su calva incipiente y las arrugas que enmarcaban sus ojos- se vestía como un adolescente de barrio. Trabajaba de repartidor de correo urgente pero él seguía sintiéndose un artista. Hasta que lo detuvieron, cuando cumplió los veintisiete, era uno de los grafiteros más afamados de la cuidad. Firmaba con el apodo de Mortimer Street y sus dibujos aparecieron por todos barrios. Y, hay que citarlo, con cierto éxito entre sus colegas de afición. Lo malo fue que los propietarios de muchos de los edificios que usaba como lienzo no entendieron que aquello no era suciedad sino arte e interpusieron demandas que acabaron con el pobre Tomás en la comisaria. Cien mil pesetas, de las de entonces, y tres meses de trabajos comunitarios (entre los que tuvo especial importancia el de limpiar a base de un jabón espeso y maloliente muchos de sus propios grafittis) zanjaron su deuda con la sociedad.
Aquella tarde, coincidieron sentados en la barra de “Tommy’s”, un club de solteros en el que, por alguna razón nunca explicada, jamás aparecía una soltera. Era el cumpleaños de uno de los camareros al que la depresión que le producía llegar a los cuarenta, hizo que invitara reiteradamente a toda la parroquia. Total, no pagaba él sino el dueño del establecimiento que, según contaban, estaba de vacaciones en Australia. Cuatro gin tonics después, Tomás le había contado toda su vida y le había hecho participe de sus esperanzas por volver a ser el artista gráfico que fue antaño. Cinco gin tonics después, Tomás conocía casi de memoria la trama de “Escrito en la pared” y brindaba por el aniquilamiento de los editores. Seis copas más allá, habían juramentado unir sus fuerzas para triunfar. Si las fuerzas diabólicas que se les oponían, construían obstáculos ante su arte, ellos los rodearían. Acabaron cantando el “Junts” de Llach y el “We are the champions” de Queen. Como el grafitero no estaba para conducir, acabó roncando en el sofá de la casa de Juan Alberto. Por la mañana, con un dolor de cabeza que retumbaba en ambos, se dieron sus números de teléfono y Tomás tuvo que aceptar una fotocopia del manuscrito de la nunca editada novela.
Dos semanas después, Juan Alberto tuvo que salir de la ducha porque el móvil campanilleaba recalcitrante. Contestó de mala gana. Era Tomás que le invitaba al club para proponerle, según le dijo, un negocio que cambiaría sus vidas. Su mente no fue lo suficientemente rápida para encontrar una excusa razonable y no tuvo más remedio que decirle que sí, que le diera una hora para adecentarse y vestirse y que se verían en Tommy’s. Cuando acabó la velada, con solamente un par de copas a la espalda, Juan Alberto pensó que el otro estaba loco pero le encantaba la idea que le había propuesto.
El primer capítulo de “Escrito en la pared” apareció escrito en una pared- no podía ser de otra manera con ese título- el seis de marzo. Fue en una fachada trasera de un banco comercial que esperaba a ser remodelada. Bien encalada y de unos treinta metros cuadrado, resultó perfecta. Firmaban J.A.-T.B.-M.S. (la B venía a cuento de que Tomás había sido bautizado como Tomás Benedicto, una gracia que nunc había perdonado a su ya difunto padre. La M y la S revivían el Mortimer Street de antaño).
El éxito es un ave de paso que nunca se sabe cuándo llega y cuándo se va. Esta vez arribó y se quedó. La pared del banco, ahora novela en grafitti, recibió editoriales en la prensa, miles de comentarios en los blogs de moda y algún que otro gurú de las artes vaticinó el fin de las editoriales. Incluso, Internet pasó a verse como algo anticuado porque una pared caligráficamente rellenada al amparo de la noche tenía una dosis de rebeldía y frescura que la red no podía siquiera imaginar. Se hacían cábalas sobre los misteriosos autores de tan magnífica obra.
Para cuando apareció el quinto capítulo, esta vez en la plaza de toros de la localidad, eran millones los que seguían la trama. Había apuestas sobre cómo continuaría, sobre cuándo el mundo recibiría la siguiente entrega. Se fotografiaban en alta resolución y se colgaban en los foros donde especialistas debatían sobre la prosa poética que destilaba esta nueva forma de arte. Los dueños de los edificios, en varios casos el propio Ayuntamiento, aprovecharon para ganarse unas perras permitiendo la lectura de sus paredes. Un reportaje fotográfico, claro está, se cobraba a mucho mayor precio. Un funcionario del servicio municipal de limpieza fue amonestado con falta grave porque, en un descuido, había limpiado con su manguera de arena a presión, parte del sexto capítulo.
Nevaba fuera el día en que Juan Alberto eligió el título de la segunda novela. “La tristeza del nopal”. Le vino así, sin más, cuando el camarero les sirvió aquellos tequilas, al ver la etiqueta plateada de la botella. Las calles estaban intransitables por el hielo y la atmósfera de Tommy’s era densa y acogedora. Al menos, la noche daría para tres o cuatro capítulos.
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Relatos breves
5/1/09
The Way North
The Way North, de Joes Weishaus (http://web.pdx.edu/%7Epdx00282/North/Intro.htm ) es un cuento digital que combina muchas técnicas y ello es quizá su mayor mérito. Utiliza un lenguaje deliberadamente fragmentado en el que, con el sólo aviso del cambio de tamaño o estilo de letra, se pasa de un hilo de narración a otro (esta técnica es denominada invagination por el autor) . Una especie de notas al pie de página de otras notas a pie de página. En cierta forma, un escalamiento fractal.
Hay mucha metaliteratura con referencias a otras obras. Hay control del tiempo con frases o enlances que sólo aparecen tras un cierto periodo. Enlaces no marcados y que sólo recorriendo las pantallas con atención se encuentran, elementos multimedia y textos móviles. En total se trata de unas veinticinco páginas. Hay un poco de todo: texto técnico, prosa, prosa porética…. Esta fragmentación no hace fácil de seguir la obra ni consigue textos de alto nivel literario. Sin embargo, encaja bien con el tema de la historia: lo inhóspito, el fin del camino, el extremo del mundo donde no hay referencias y donde es casi imposible orientarse.
Hay mucha metaliteratura con referencias a otras obras. Hay control del tiempo con frases o enlances que sólo aparecen tras un cierto periodo. Enlaces no marcados y que sólo recorriendo las pantallas con atención se encuentran, elementos multimedia y textos móviles. En total se trata de unas veinticinco páginas. Hay un poco de todo: texto técnico, prosa, prosa porética…. Esta fragmentación no hace fácil de seguir la obra ni consigue textos de alto nivel literario. Sin embargo, encaja bien con el tema de la historia: lo inhóspito, el fin del camino, el extremo del mundo donde no hay referencias y donde es casi imposible orientarse.
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Literatura digital
4/1/09
ASCII ART
ASCII ART es una técnica que busca crear dibujos o caligramas usando sólo los caracteres del código ASCII (American Standard Code for Information Interchange). Como bien es conocido, este código proviene de los años sesenta del siglo pasado. Codifica numéricamente las letras, los números y algunos símbolos básicos de puntuación en paquetes de siete bits. Dispone, adicionalmente, de algunos caracteres de control que permiten a dos ordenadores comunicarse entre sí de manera ordenada.
El arte Ascii se basa, por tanto, en combinar caracteres imprimibles para formar gráficos en vez de pixeles individuales. Esto, como es lógico, limita la resolución y la profundidad de color, de modo que se trata de esquemas aunque algunos de ellos llegan a ser realmente complicados. En general buscan la composición de dibujos pero, en ocasiones, también caligramas.
Existen algunos programas que intentan automatizar el paso de un gráfico a Ascii art como, por ejemplo, AALIB. Más complejo es JPG2TXT que puede verse en http://www.jpg2txt.com/ .
El arte Ascii se basa, por tanto, en combinar caracteres imprimibles para formar gráficos en vez de pixeles individuales. Esto, como es lógico, limita la resolución y la profundidad de color, de modo que se trata de esquemas aunque algunos de ellos llegan a ser realmente complicados. En general buscan la composición de dibujos pero, en ocasiones, también caligramas.
Existen algunos programas que intentan automatizar el paso de un gráfico a Ascii art como, por ejemplo, AALIB. Más complejo es JPG2TXT que puede verse en http://www.jpg2txt.com/ .
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Literatura digital
Spamgrafitti
Spamgrafitti (http://www.spamgraffiti.com/spamgraffiti/006/ ), de David Chien, es un divertimento textual que pretende crear textos a partir del correo basura (spam) recibido de diversas fuentes. Mediante la combinación aleatoria de textos se crean millones de diversos textos, todos ellos sin ningún valor literario, claro está.
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Literatura digital
3/1/09
Polvo eres
Polvo eres, peripecias y extravagancias de algunos cadáveres inquietos ( Le esfera de los libros, 2008), de Nieves Concostrina es un libro divertido que se lee de un tirón. Relata numerosas anécdotas en torno a los entierros, funerales y demás eventos que suceden a la muerte, a lo largo de todos los tiempos. O, dicho de otra manera, cuenta las mil y una tonterías que los humanos somos capaces de hacer ante el último viaje. Se sea papa, rey, gangster o escritor.
De prosa inteligente y llena de juegos de palabras, no olvida el rigor histórico de cada hecho. Quizá el libro sea un poco largo porque, aunque las historias son diferentes, el fondo se va repitiendo. Concostrina, no obstante, ayuda a seguir adelante en la lectura con la jocosidad, con el desenfado y la gracia que aporta a cada fallecimiento. En muchos momentos, es hilarante. Muy ameno.
La autora tiene un programa de radio del mismo título en Radio 5, en donde continua contando historias.
De prosa inteligente y llena de juegos de palabras, no olvida el rigor histórico de cada hecho. Quizá el libro sea un poco largo porque, aunque las historias son diferentes, el fondo se va repitiendo. Concostrina, no obstante, ayuda a seguir adelante en la lectura con la jocosidad, con el desenfado y la gracia que aporta a cada fallecimiento. En muchos momentos, es hilarante. Muy ameno.
La autora tiene un programa de radio del mismo título en Radio 5, en donde continua contando historias.
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Lecturas
1/1/09
For All Seasons
For All Seasons de Andreas Müller (http://www.hahakid.net/forallseasons/ForAllSeasons.exe ) es un caligrama digital. Fue Apollimaire quien creó la forma moderna del caligrama que, básicamente, consiste en encajar el texto del poema en una silueta que tenga tenga afinidad con los versos. Se logra de esta manera una poesía visual que refuerza el mensaje del texto. Los caligramas tradicionales son, eso sí, estáticos ya que, una vez impresos, permanecen inalterados (pueden verse algunos de Apollinaire aquí y aquí).
La literatura digital permite que estos gráficos sean dinámicos. For All Seasons son cuatro pequeños textos, más de prosa que verso, cada uno de los cuales habla de recuerdos e impresiones de cada una de las estaciones. Al cliquear en el texto se salta a una animación textual. Así, en el texto del otoño (que habla de vientos y hojas agitadas) se muestra un pequeño tornado que destruye el propio texto. Las memorias de veranos junto al mar dan paso a un texto que ondula como las olas, etc.
Los gráficos, aunque bellos, son bastante tópicos (ejemplos de Flash de cualquier tutorial) y los textos son sencillos, sin gran valor literario. Pero es un paso que señala lo que se puede hacer.
La literatura digital permite que estos gráficos sean dinámicos. For All Seasons son cuatro pequeños textos, más de prosa que verso, cada uno de los cuales habla de recuerdos e impresiones de cada una de las estaciones. Al cliquear en el texto se salta a una animación textual. Así, en el texto del otoño (que habla de vientos y hojas agitadas) se muestra un pequeño tornado que destruye el propio texto. Las memorias de veranos junto al mar dan paso a un texto que ondula como las olas, etc.
Los gráficos, aunque bellos, son bastante tópicos (ejemplos de Flash de cualquier tutorial) y los textos son sencillos, sin gran valor literario. Pero es un paso que señala lo que se puede hacer.
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Literatura digital
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