El inspector Paul Whalester entró en el despacho sin que nadie se apercibiese de ello, algo que molestaba profundamente a Mrs. Stevenson, su secretaria. Más de una vez la había pillado entretenida leyendo una revista de moda o hablando distendidamente por teléfono con su amiga Paula que se había trasladado a vivir a Los Ángeles un par de meses atrás. En su destino anterior, hacía ya años de ello, su jefe entraba dando un portazo, dándole tiempo a colgar el auricular y simular que estaba trabajando con atención. Pero Whalester parecía más un alma en pena que se movía silenciosamente por los pasillos. Nadie lo escuchaba llegar y nadie se percataba cuando dejaba el despacho. Con su delgadez extrema y sus ojeras profundas, más parecía un espectro llegado a la comisaría desde el más allá que un policía en activo.
- ¿Qué tenemos?- preguntó con suavidad a la vez que señalaba con su índice el último ejemplar del Cosmopolitan que ella tenía sobre la mesa. Mrs. Stevenson, azorada, colocó un dossier encima de la revista y contestó.
- Nada importante. Sólo el pájaro ese que va molestando a las muchachas por Elk Grove. Siguen buscándole y el jefe está que se sube por las paredes. Habría que cortarles las bolas a estos tipos que se meten con las pobres mujeres.
- Mrs. Stevenson- le interrumpió Whalester sonriendo- usted siempre tan ajustada a la ley. Me pregunto cómo sería si no trabajara en el departamento de policía. Atila parecería una monja de clausura comparada con usted.
Se dirigió a la máquina de café e introdujo dos monedas. Presionó el botón del capuccino pero, tras unos ruiditos sospechosos, el aparato pareció bloqueado. Sin dudarlo, el inspector dio tres fuertes golpes en una esquina y, entonces, el café comenzó a salir por el tubito. Tomó el vaso de plástico, sopló para enfriar el café y sorbió dos veces con tranquilidad.
- ¿Qué tenemos sobre el caso? – preguntó a la secretaria- Deme el informe. Si he de buscar al asaltador de mujeres, al menos deberé leerme el asunto, ¿no?
Ella, sin decir palabra, le extendió una carpeta anaranjada con unos pocos papeles dentro.
- ¿Sólo esto? Vaya, no parece que me llevará mucho tiempo.
Se sentó en su silla, frente a una montaña de documentos mal apilados bajo la cual apenas llegaba a verse la esquina de un escritorio de madera.
- Algún día tendré que hacer limpieza- pensó.
Volvió a beber un poco de café y se reclinó hacia atrás, hasta que la silla hizo tope con el archivador de la pared. Abrió el informe. Denuncias reiteradas de acosos con todo el viso de ser sexuales. Al parecer, un tipo llevaba varios meses acercándose a mujeres de Elk Grove, normalmente a horas intempestivas o cuando había poca gente alrededor. Las seguía durante un buen trecho y las mujeres, que se percataban de ello, acababan echando a correr de pánico, momento en el que el individuo aceleraba y les daba alcance. Las agarraba por los hombros y las miraba fijamente a los ojos, como si explorara su rostro. Las mujeres denunciantes señalaban que quizá las retenía así durante un minuto hasta que, de pronto, vociferaba ¡No, tú no! y echaba a andar en dirección contraria. El caso, más o menos de igual manera, se había repetido en ya sesenta ocasiones y aunque nunca había habido un abuso de mayor envergadura, las denuncias por asalto y acoso se habían disparado hasta el punto de que el Alcalde había llamado al inspector jefe recordándole que la renovación del cargo procedía hacerla en Agosto. Hasta ahora, el asaltante no había intentado violar a nadie pero la psicosis había aumentado por lo ya habitual del asunto y la incapacidad de la policía por evitarlo. El que un tipejo hubiera abordado sesenta veces a mujeres indefensas, con un procedimiento casi idéntico en todas ellas, sin que la policía tuviera aún pistas de quién podía ser, no dejaba al departamento en muy buen lugar.
Paul Whalester no era precisamente santo de la devoción del comisario jefe Mike Thompson. De hecho eran casi la antítesis. Thompson era un hombre político, que vestía impecables trajes de Boss, con corbatas siempre de seda siempre impecablemente planchadas, zapatos de piel de punta larga y pelo repeinado hacia atrás con gomina. Whalester tenía sólo dos trajes que iba alternando cada semana y que olvidaba llevar a la tintorería muy a menudo. Comía poco y esto le daba un aspecto huesudo y triste aunque sus ojos, perdidos en el fondo de unos párpados demacrados, conservaban una luz especial. Paul no había sido siempre así. Hasta hacía cuatro años, había sido un inspector brillante, que solventaba los casos más endiablados y que poseía casi todo lo que alguien puede desear en la vida. Una carrera prometedora, una esposa bella e inteligente, una saneada cuenta en el banco y una bien ganada fama de cocinero diletante, célebre por su risotto y por sus postres de miel. Un día - era abril y llovía, eso lo recordaba bien- ella se marchó. Dejó sólo una nota en el recibidor. Otro amor, el cansancio de la rutina, distancias enormes que él no había llegado ni a intuir. Quiso tomárselo con sangre fría, reaccionar con serenidad. No iba a ser él como esos policías de novelas negras que siempre tienen un pasado tumultuoso que les ha hecho caer en desgracia. Eso pasa en las series policiacas, no en la vida real. O eso creía él. Se derrumbó en dos semanas y los peores presagios de los malos relatos de policías se hicieron realidad. La cama era demasiado grande y demasiado fría. Era abril, pero llovía mucho más que en cualquier otro abril. Dejó de tener apetito y cocinar sólo para él era una idiotez. Comenzó a culpar al mundo, empezando por sus colegas de la oficina, de que hubiera sido abandonado y acarició con celo la idea de buscar cualquier felonía en la vida del amante de su mujer para empapelarlo de por vida pero sólo encontró una multa por exceso de velocidad. Hubiera seguido escarbando en la vida de aquel hombre hasta que alguien se dio cuenta de que estaba indagando de manera improcedente e ilegal y le abrieron un expediente. Y allá estaba él, interpretando fielmente el más tópico de los policías de un mal cuento.
Con todo, su perspicacia a la hora de resolver casos seguía intacta y por eso Thompson le soportaba aunque, eso sí, no le dejaba que apareciera en las ruedas de prensa del departamento ante unos periodistas siempre ansiosos de cotilleos y morbosidad.
Whalester necesitó toda la tarde para aprenderse – porque cuando se dedicaba a un caso, más que leer los informes, los estudiaba de memoria- toda la documentación existente y concluyó que debería comenzar por entrevistar a las mujeres. Le resultaba molesto interrogar a testigos porque debía mostrarse cauto y elegante, incluso tierno en ocasiones. Aún así, armándose de paciencia, le pidió a Mrs. Stevenson que localizara a todas las víctimas y arreglara una entrevista con ellas, bien en su domicilio o en la comisaría. Casi todas ellas prefirieron que él se desplazara hasta sus viviendas de modo que tuvo que dedicar casi una semana a deambular de aquí para allá, incluso en zonas de la ciudad en las que nunca antes había entrado a pesar de ser un agente de la ley. Muchas de las mujeres le miraron como si se tratara de un bicho raro y en un par de ellas debió despertar su espíritu maternal al verlo tan delgado porque se empeñaron en que comiera pastel de moras y bizcochos de miel.
Poco sacó en claro de las conversaciones. Los hechos se ceñían a lo que los atestados policiales indicaban. Acoso que nunca terminaba por consumarse. Para él estaba claro de que se trataba de un pobre demente, un chalado de los muchos que circulan en cualquier ciudad grande. Carne de manicomio, más que de cárcel. Aún así, había que dar con el tipo porque sus correrías eran ya las historias preferidas de los periódicos que las aderezaban con ponzoñosos análisis de la eficacia policial. Además, y esto le preocupaba más a Whalester, el loco podía acabar haciendo daño a alguien.
Paul no encontró relación alguna entre las mujeres. Ni compartían edades, ni estatus social ni características físicas. Simplemente, parecían ser elegidas al azar. El único dato en común era que en los lugares en que eran abordadas no había mucho público aunque tampoco eran zonas despobladas. Más bien, parques, paseos para deportistas, caminos para que el perrito de turno marcase territorio y sitios así. El inspector llegaba cada mañana al despacho y se sentaba en su silla intentando encontrar alguna pista, algún dato que aportara luz, sin éxito alguno. Había colocado un mapa en la pared de enfrente con unas banderitas allá donde se había producido cada hecho pero no existía relación alguna.
Intentó hallar alguna relación entre las calles y no la encontró. Miraba el mapa esperando tener una revelación pero esta nunca llegaba. Al final, se aburrió del mapa y se dedicó a buscar relaciones entre las fechas. Algo le pareció vislumbrar ya que los ataques se producían a intervalos de más o menos cada semana pero tampoco había un patrón regular y un más o menos no valía nada.
De tanto en cuanto, se levantaba de sopetón y se dirigía a la máquina de café mientras le decía a sus secretaria, sin esperar respuesta.
- Es como encontrar una aguja en un pajar. Si algo hay en esta ciudad son chiflados y saber dónde está cada uno de ellos es imposible.
- Yo ya sé dónde se halla uno – contestaba ella con todo descaro.
- Yo también la adoro – respondía él sin hacerle mucho caso.
Con todo, Mrs. Stevenson le apreciaba. Aunque no quería reconocerlo, le dolía verle así y en varias ocasiones le había insinuado que debía olvidar toda aquella mierda, que ya era tiempo, que se dejara de folletines de televisión barata. Él no solía responder. Agachaba la cabeza, como si se tratara de un niño pillado en falta, y se ensimismaba en sus pensamientos hasta que la secretaría acababa por ceder y dejaba de aconsejarle. Luego, al salir del trabajo, paraba en la gasolinera de la West Mall con la Mainland, compraba dos botellas de ron y se aseguraba de bebérselas enteras antes de que la soledad del apartamento le cercara.
El jueves por la tarde llovía mucho. Y es que, definitivamente, en aquel abril llovía mucho más que en cualquier otro abril. Thompson se había plantado delante de él y la había soltado a bocajarro:
- Una semana, Whalester, una semana. Si no encuentras algo en una semana te pongo en la puta calle. Algo que debería haber hecho hace años cuando te desquiciaste. Demasiada compasión es lo que tengo. Eso es.
No se había despedido ni Paul lo había deseado. De haberse dado la vuelta para decir adiós, le hubiera pillado mentando a su madre y a todos sus antepasados desde el Mayflower. Cogió su gabardina y se dispuso a marcharse a casa. Sabía que debía parar un momento en la estación de servicio.
- Hasta mañana, Mrs. Stevenson – murmuró al pasar frente a ella- hoy no es uno de mis mejores días.
- Deje de andar por la vida en círculos- contestó ella, repentinamente seria-. El mundo sigue, Paul. No puede estar girando en torno a un pasado que se fue. Ella ya no es la estrella alrededor de la cual orbitar. Vuele solo, por favor.
Quedó sorprendido por aquellas palabras y, sobre todo, por la certeza de que Mrs. Stevenson le apreciaba y se preocupaba por él. Después de todo, aquella marimandona cincuentona tenía un corazoncito tierno. Se le quedó mirando sin saber que contestar y, finalmente, le guiñó un ojo con complicidad. Ella respondió el guiño.
Cuando salió, el tráfico estaba imposible. Las calles estaban encharcadas y hacía mucho que las alcantarillas habían llegado a su máxima capacidad. Ajustó el limpia a la máxima velocidad y aún así no veía bien lo que ocurría diez metros más allá. Uno de esos días asquerosos. Al menos, ahora, cuando se encontraba solo y el pasado le atosigaba. Porque recordaba que antes, mucho antes, estos días eran felices. Como aquella noche en que salieron de Oasis, donde habían bailado y tomado dos gin-tonics. Diluviaba y no encontraron taxi. Tuvieron que caminar hasta su apartamento, empapados hasta el tuétano. Pero, entonces, aquella lluvia le parecía maravillosa. Paul fue bailando en torno a ella, imitando a Gene Kelly y el trayecto se le hizo breve. Ahora, sin embargo, cada metro de asfalto se le antojaban eternos.
Paró en la gasolinera. Corrió hasta la tiendita y se dirigió directamente a la estantería de los licores. Dos de burbon. La tarde lo merecía. Para cuando llego a casa, media botella ya había aliviado su asfixia.
Se dejó caer en el sillón y continuó bebiendo. A ráfagas, la imagen de Jane – por algún extraño motivo le gustaba pronunciar su nombre aún, como si ella pudiera escuchar cómo lo susurraba- se le venía a la mente y aquella visión disparaba otras muchas hasta que se le amontonaban y hacían que su estómago doliera de añoranza. Entonces, daba un largo trago y la quemazón del alcohol en su garganta devolvía las cosas a su sitio, al tipejo que asaltaba a las mujeres, al idiota de Thompson, a las banderitas situadas en el mapa señalando los lugares de los ataques, a Mrs. Stevenson.
No puede estar girando en torno a un pasado que se fue. Ella ya no es la estrella alrededor de la cual orbitar- le había dicho la asistente. Sí, era fácil decirlo. Otra cosa, era lograr hacerlo. Tantos hombres dan vueltas eternamente alrededor de una mujer.
La idea le llegó entonces. Hombres dando vueltas alrededor de una mujer. Como él. Como la persona a la que buscaba. No entendió cómo no se había dado cuenta antes. En el mapa, las banderitas formaban un círculo aproximadamente. Cierto, no era perfecto, pero se asemejaba lo suficiente a una circunferencia.
Se levantó como un juguete al que de pronto le han puesto baterías nuevas y se acercó al lavabo. Un par de minutos con su cara bajo el grifo del agua fría le despejaron lo suficiente como para que su cerebro volviese a trabajar como en los mejores tiempos. Una intuición. Así funcionan los buenos policías, con una intuición. Tomó las llaves de coche y volvió a la comisaria.
Saludó al agente de guardia que se extrañó de verlo allá a aquellas horas. Echó de menos a Mrs. Stevenson cuando pasó ante su silla vacía. Entró en su garita y se plantó delante del mapa. No podía decirse que los alfileres formaran un círculo exacto pero sí lo suficiente como para suponer que lo era. Tomó una regla y trazó los diámetros entre varias de aquellas banderolas. Como suponía, se cruzaban en una zona pequeña, en torno al cruce de la 56 con la avenida Quentin.
- Mañana, iré amos a pescar – murmuro, cogió la gabardina y salió. Durmió bien aquella noche y no necesitó terminarse la segunda botella.
La mañana era soleada. El sol jugueteaba con los brotes recién aparecidos de las hojas en los árboles y los gorriones se dedicaban a picotear aquí y allá incansables. Paul Whalester iba decentemente vestido, rasurado. No quería llamar la atención. No debía llamarla. Llevaba el mapa doblado en el bolsillo. Había marcado con rotulador los puntos donde antes estaban los alfileres con banderita. Compró un par de periódicos e intentó pasar desapercibido mientras esperaba. Hacia las doce, compró un perrito con kétchup al vendedor ambulante de la esquina y, se sorprendió a sí mismo, lo acompañó con una pepsi.
Serían las tres cuando le vio. Se lo había imaginado tantas veces, había leído en tantas ocasiones su descripción que no tuvo dudas de que era el hombre que buscaba. Salió de un portal en la 56. Uno más. Si no hubiera sido por la corazonada jamás hubiera sospechado de aquella casa. El hombre anduvo distraído, ajeno al hecho de que era seguido. Aún así fu prudente y decidió seguirlo.
Caminó tras él durante un buen rato mientras miraba el mapa. Andaban trazando un radio desde su apartamento hacia la periferia. Otro punto en el círculo.
Llegaron al parque Wetson y el hombre se detuvo tras un roble. Esperaba. Se le notaba inquieto. Paul se fijó en él. Expresión ida, desvariada, triste. Un loco de atar, eso estaba claro.
Unos minutos después, quizá cuatro o cinco, de pronto, el tipo comenzó a seguir a una mujer. Paul caminó tras ambos dispuesto a intervenir. Tal como había sucedido en todos los casos anteriores, llegó un momento en que la mujer se dio cuenta de que era seguida por un desaprensivo y echó a correr. El sospechoso no puedo hacerlo. En cuanto lo intentó, Paul se lanzó sobre él y le colocó las esposas sin que el individuo diera muestras de entender lo que sucedía.
- Tengo que encontrarla. ¿No lo comprende? – repetía el hombre- se marchó y estará perdida. Tengo que encontrarla. Yo no sé vivir sin ella. ¿Lo entiende? ¿Lo entiende?
Sí, Paul lo entendía. Dar vueltas en torno a una mujer que ya no está. Eso había dicho Mrs. Stevenson. Orbitar alrededor de la nada.
Llegó la patrulla y comprobaron las identidades en el ordenador del coche. Resultó ser un tal Matt Hendings y el psiquiatra certificó que estaba loco de atar. Trauma sentimental, dictaminó. Su esposa le había abandonado hacía tres años. Ni siquiera pidió el divorcio. Simplemente se largó. Ahora vivía en Ohio con un hombre respetable que trabajaba en la industria del plástico. No quiso saber nada de Hendings y sólo pidió que la dejaran tranquila.
Paul Whalester vio como se lo llevaban, cabizbajo y sin comprender qué ocurría. Seguía repitiendo que debía encontrarla y comprobar si las mujeres con las que se cruzaba en las calles eran ella.
Paul metió sus manos en los bolsillos y caminó hacia el centro. Iba ensimismado en sus pensamientos cuando se sorprendió mirando a una dama que cruzaba la esquina. Se parecía mucho a Jane. Se preguntó si no debería buscarla por las calles y tuvo el instinto de seguir a aquella señora para comprobarlo.