Matías se ganaba la vida en la Rambla. Cada mañana él y su compañera María dedicaban un buen rato a disfrazarse. Primero, se maquillaban el rostro con una capa de pigmento blanco que les deba la apariencia de un payaso de circo. Luego, se ayudaban el uno al otro a pintarse la nariz con aquel triangulito rosa que les diferenciaba de otros saltimbanquis. Por alguna razón, siempre acababan esta operación con un beso, la señal de que ambas narizotas estaban perfectamente dibujadas.
Vestían, entonces, sus trajes holgados. Él una chaqueta azul de capitán marino con una camisa de cuadros chillona y unos pantalones que le tapaban los pies. Así, de cuando en cuando y sin que los espectadores lo percibiesen, podía moverlos y descansar un poco de la fatigosa postura. Ella, una túnica azul celeste que, con la ayuda de unas varillas, se inflaba hasta lograr que pareciera un arlequín mofletudo y simpático.
El trabajo era sencillo pero agotador. Se quedaban inmóviles, simulando un arabesco en el aire. Cuando alguien pasaba y les echaba una moneda, ellos hacían sonar una campanita y se movían por unos segundos de manera estrambótica, haciendo reír a los presentes. Luego, a esperar interminables minutos hasta que otra moneda tintineaba en el platillo. Cuando uno está tieso, inmóvil, los minutos pasan lentamente. Se hacen eternos. Las piernas se hinchan y la garganta se espesa. En esas esperas, se miraban el uno al otro. No podían dirigirse una palabra y procuraban decirlo todo con sus ojos.
Se habían enamorado en Barcelona. Él ya hacía un espectáculo similar. Ella vendía bisutería barata que creaba, con paciencia, por las noches a base de alambre, hilos de colores y piedras de formas caprichosas. Siempre le habían dicho que eran bonitas. Que tenía arte. Cada uno por su lado, no conseguían apenas dinero para pagar la pensión. Se gustaron muy pronto. Matías intentaba siempre quedarse inmóvil en una posición que pudiera mirarla. Una tarde, cuando él ya recogía sus bártulos, María se le acercó y le preguntó, con una sonrisa que abría el cielo, si le gustaría tomarse un bocadillo. Tres semanas después decidieron vivir juntos. No sólo era amor sino que se ahorrarían el coste de una habitación. Hicieron cuentas y pensaron que haciendo de maniquís inmóviles sacarían un poco más que con las pulseras y colgantes.
Aquella mañana, él estaba en la esquina de la casa blanca y ella al final del paseo. Hacía calor y sudaban. El negocio no marchaba muy bien. Quizá debido a la temperatura, las gentes se habían quedado en sus casas y apenas caían unos céntimos a los platillos. Cuando un niño de pelo negro y arremolinado echó un euro, Matías aprovecho para saludar a María y lanzarle un beso, antes de quedarse inmóvil nuevamente. Aquello debió hacerles gracia al chiquillo y a sus padres porque echaron otras diez monedas de un euro. Y, en diez ocasiones, Matías repitió los espasmos y lanzó besos a su compañera que, allá, los recibía con una sonrisa. Finalmente, aquella ventura les iba a proporcionar un dinerillo extra.
Vestían, entonces, sus trajes holgados. Él una chaqueta azul de capitán marino con una camisa de cuadros chillona y unos pantalones que le tapaban los pies. Así, de cuando en cuando y sin que los espectadores lo percibiesen, podía moverlos y descansar un poco de la fatigosa postura. Ella, una túnica azul celeste que, con la ayuda de unas varillas, se inflaba hasta lograr que pareciera un arlequín mofletudo y simpático.
El trabajo era sencillo pero agotador. Se quedaban inmóviles, simulando un arabesco en el aire. Cuando alguien pasaba y les echaba una moneda, ellos hacían sonar una campanita y se movían por unos segundos de manera estrambótica, haciendo reír a los presentes. Luego, a esperar interminables minutos hasta que otra moneda tintineaba en el platillo. Cuando uno está tieso, inmóvil, los minutos pasan lentamente. Se hacen eternos. Las piernas se hinchan y la garganta se espesa. En esas esperas, se miraban el uno al otro. No podían dirigirse una palabra y procuraban decirlo todo con sus ojos.
Se habían enamorado en Barcelona. Él ya hacía un espectáculo similar. Ella vendía bisutería barata que creaba, con paciencia, por las noches a base de alambre, hilos de colores y piedras de formas caprichosas. Siempre le habían dicho que eran bonitas. Que tenía arte. Cada uno por su lado, no conseguían apenas dinero para pagar la pensión. Se gustaron muy pronto. Matías intentaba siempre quedarse inmóvil en una posición que pudiera mirarla. Una tarde, cuando él ya recogía sus bártulos, María se le acercó y le preguntó, con una sonrisa que abría el cielo, si le gustaría tomarse un bocadillo. Tres semanas después decidieron vivir juntos. No sólo era amor sino que se ahorrarían el coste de una habitación. Hicieron cuentas y pensaron que haciendo de maniquís inmóviles sacarían un poco más que con las pulseras y colgantes.
Aquella mañana, él estaba en la esquina de la casa blanca y ella al final del paseo. Hacía calor y sudaban. El negocio no marchaba muy bien. Quizá debido a la temperatura, las gentes se habían quedado en sus casas y apenas caían unos céntimos a los platillos. Cuando un niño de pelo negro y arremolinado echó un euro, Matías aprovecho para saludar a María y lanzarle un beso, antes de quedarse inmóvil nuevamente. Aquello debió hacerles gracia al chiquillo y a sus padres porque echaron otras diez monedas de un euro. Y, en diez ocasiones, Matías repitió los espasmos y lanzó besos a su compañera que, allá, los recibía con una sonrisa. Finalmente, aquella ventura les iba a proporcionar un dinerillo extra.
Estaba Matías mirando, quieto e inmóvil, las monedas del plato cuando vio acercarse a un chico joven, casi adolescente, bien vestido, pero con la mirada ida que tienen aquellos que coquetean con la droga. Lo intuyó pero no actuó a tiempo. El joven se agachó y en un segundo tomó el platillo con todo el dinero, echando a correr como un loco hacia el final del paseo. Iba hacia María pero esta no se había percatado de nada y seguía inmóvil.
Matías olvidó su pose, su traje de payaso y su trabajo. Saltó del taburete en el que se apoyaba y echó a correr detrás del ladrón mientras gritaba pidiendo ayuda. Pero sus pantalones amplios no le ayudaban y la distancia era cada vez mayor. Intentó ir más rápido mas sólo logro engancharse con la ropa y cayó de bruces sobre el pavimento. Doliéndole más el robo que las magulladuras, levantó la cara justo para observar cómo el ladrón, feliz ya porque escapaba con su botín, pasaba al lado de María a la que, en ese mismo instante, un niño le depositaba una moneda en su cuenco. Ella, con la gracilidad y elegancia que sólo está reservada a las mujeres, jugueteó con sus brazos y piernas en el aire con tan buena fortuna que el ladrón fue a tropezar con una involuntaria zancadilla de María. Cayó de espaldas y las monedas saltaron alrededor. Fue entonces cuando María cayó en la cuenta de lo que ocurría y vio que, más lejos, Matías se había levantado y corría hacia ella. El ratero no se detuvo a coger las monedas. Se levantó como pudo y huyó por entre las callejas del barrio chino.
Un segundo después, él la abrazaba y la besaba entre los aplausos de algunos viandantes que, quizá enternecidos o quizá pensando que todo era parte del espectáculo, lanzaron una buena cantidad de monedas.
Una hora más tarde, se sentaron en el cafetín Áncora y contaron sus ganancias. Había casi ochenta euros, la mayor cantidad nunca conseguida.
- ¿Ves? Juntos, somos invencibles – le dijo María mientras le acariciaba su mano.
Lo festejaron tomándose un helado grande de chocolate y haciendo el amor tras la siesta.
1 comentarios :
el amor lo puede todo. Mejor pobre que sin amor
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