Cuando te visito justo al atardecer, todo parece confabularse para que la memoria sea más cercana y más dolorosa. Quizá sea porque se me aparecen todos los anocheceres en que buscábamos un lugar apartado para decirnos que nos queríamos, que no quería irme, que regresaría pronto, que era malo dormir lejos de tus labios. Quizá porque la luz es exactamente la que entonces era, tan peculiar, tan dulce, tan etérea. Sea por lo que sea, estoy convencido que la naturaleza tiene nostalgia de aquellos momentos y que los ha guardado en algún sitio. Conocemos poco de la Tierra. Seguro que esta dispone de su propia mente, con sus melancolías, con sus recuerdos buenos y tiernos, con sus esperanzas, y que, de tanto en tanto, se place en recrearlos y ordena a todos los elementos que revivan el pasado. Hoy, por ejemplo, había nubes en el cielo, algodonosas, como navíos dorados flotantes en el cielo, igual que cuando nosotros jugábamos a distinguir formas en los nimbos del cielo. Y la luna estaba recién nacida, afilada, recortándose nacarada sobre un telón azul profundo que se iba poblando de luceros, igual que cuando yo te contaba que allá estaba Sirio, y allá Rigel y más acá Betelgeuse. Hoy, las hojas caídas, amarillentas y rojizas, formaban remolinos sobre los caminos como cuando yo te cortejaba para que me regalaras un beso y hacía un ramito de hojas como humilde obsequio que tú aceptabas riendo. Hacía viento, ese aire frío y poderoso de otoño que, no obstante, aún es agradable. Como cuando metías tus manos en mis bolsillos y tu cabello negro- cómo echo de menos aspirar su perfume- volaba libre. Hoy, había golondrinas que hacían cabriolas imposibles junto a tu lecho, como cuando volvíamos del río tras habernos contado tantas confidencias. Hoy, sólo faltabas tú y la obra representada era un fracaso sin ti.
8/3/08
Recuerdos de la Naturaleza
Cuando te visito justo al atardecer, todo parece confabularse para que la memoria sea más cercana y más dolorosa. Quizá sea porque se me aparecen todos los anocheceres en que buscábamos un lugar apartado para decirnos que nos queríamos, que no quería irme, que regresaría pronto, que era malo dormir lejos de tus labios. Quizá porque la luz es exactamente la que entonces era, tan peculiar, tan dulce, tan etérea. Sea por lo que sea, estoy convencido que la naturaleza tiene nostalgia de aquellos momentos y que los ha guardado en algún sitio. Conocemos poco de la Tierra. Seguro que esta dispone de su propia mente, con sus melancolías, con sus recuerdos buenos y tiernos, con sus esperanzas, y que, de tanto en tanto, se place en recrearlos y ordena a todos los elementos que revivan el pasado. Hoy, por ejemplo, había nubes en el cielo, algodonosas, como navíos dorados flotantes en el cielo, igual que cuando nosotros jugábamos a distinguir formas en los nimbos del cielo. Y la luna estaba recién nacida, afilada, recortándose nacarada sobre un telón azul profundo que se iba poblando de luceros, igual que cuando yo te contaba que allá estaba Sirio, y allá Rigel y más acá Betelgeuse. Hoy, las hojas caídas, amarillentas y rojizas, formaban remolinos sobre los caminos como cuando yo te cortejaba para que me regalaras un beso y hacía un ramito de hojas como humilde obsequio que tú aceptabas riendo. Hacía viento, ese aire frío y poderoso de otoño que, no obstante, aún es agradable. Como cuando metías tus manos en mis bolsillos y tu cabello negro- cómo echo de menos aspirar su perfume- volaba libre. Hoy, había golondrinas que hacían cabriolas imposibles junto a tu lecho, como cuando volvíamos del río tras habernos contado tantas confidencias. Hoy, sólo faltabas tú y la obra representada era un fracaso sin ti.
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