Era el día de cumpleaños. Tú trabajabas, yo no. Por otras razones yo estaba aquel día a muchos kilómetros. Te felicité muy temprano, nada más levantarme, te deseé todo lo bueno que mi mente pudo imaginar, todo lo que mi corazón sentía, pero la mañana avanzaba con una lentitud desesperante. No eran ni las nueve aun cuando no pude aguantar más. Que le den a todo esto, pensé. Inventé una excusa tan falsa como rápida y corrí al coche. Volé contra la más elemental prudencia y confiando en que la DGT no estuviese aquel día controlando la velocidad. Te llamé nada más llegar. “Estoy aquí”- dije- y diste un grito de alegría al otro lado del teléfono. No quisiste hacerme caso, esperar a vernos hasta la comida. “No te muevas, no te muevas”- dijiste- e inventaste una excusa tan falsa como la mía. Llegaste al poco y nos fundimos en un beso. Te dije que quería pasar todos los cumpleaños de tu vida junto a ti, que fuesen muchos, todos felices juntos. Saciamos nuestra ansia de piel y de besos hasta que pude convencerte de que volvieras a la oficina. Más tarde, comimos juntos en el pequeño restaurante de carretera donde ya nos trataban como a los de casa. Luego, me dio mucha rabia cuando ya por la tarde hube de regresar y te vi cómo me lanzabas un beso con tu mano. Hoy daría todo por verte hacerlo nuevamente.
18/3/08
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