Cuando Monsieur Delacroix, el notario, hubo terminado de
leer el testamento, dejó los pliegos sobre la mesa, se quitó las gafas con
parsimonia y se limitó a escrutar mi expresión de asombro. A pesar de que aquel
hombre, vestido de negro riguroso, tenía cara de no haber contado ni entendido
un chiste en su vida, pregunté:
-
¿Se trata de una broma, verdad?
-
Me temo que no, Monsieur Bellaroi. Su tío reconfirmó
el documento hace apenas un año, justo cuando sus médicos le comunicaron la
gravedad de su enfermedad.
-
¿Un chino? – le miré, incrédulo.
-
Vietnamita, para ser exactos, aunque ha vivido
toda su vida entre Camboya y París. Al parecer, su señor tío mantenía una
amistad profunda con el caballero.
-
¿Y tengo que ser yo?
-
Así lo dicen las voluntades del difunto. Claro,
usted puede negarse pero en tal caso el veinte por ciento de los depósitos que
le corresponden por el testamento pasarían también a ser de Monsieur Nguyen Van
Tuan. En esto, su tío fue preciso y contundente. Si usted desea disfrutar de los
cien mil euros que hereda, ha de ser usted en persona el que le comunique la
noticia. En caso contrario, seré yo mismo el que lo haga pero usted no recibirá
la cantidad que le corresponde por haber incumplido los deseos del finado.
-
Contrataré a un abogado para impugnar este
testamento- dije, visiblemente alterado.
-
Puede usted intentarlo si lo desea – contestó el
notario - pero es mi obligación profesional advertirle que la ley no está de su
parte y que, probablemente, malgastará su dinero. El testamento es claro y
legalmente irreprochable. Su tío, Monsieur Jean Bellaroi, deja el 80% de sus
ahorros a Monsieur Nguyen y el 20% restante a usted mismo con la condición de que
sea usted el que le comunique al señor Nguyen la defunción de su tío y la cuantía
de la herencia que ha tenido a bien dejarle. Aunque esto supone entrometerme en
campos que van más allá de mi desempeño notarial, pienso que Monsieur Bellaroi
tenía un especial interés en que usted se encontrara con el otro heredero. Las razones no las
conozco y, compréndalo, no me interesan gran cosa. Su tío – rebuscó entre unas
carpetas- dejó también esta carta para usted. Me indicó que se la diera sólo
tras su fallecimiento, cosa que ahora hago. Quizá en ella le dé las razones que
yo no puedo exponerle. Y, ahora, si me lo permite, tengo otros clientes en la
sala de espera. Ya sabe, la gente trabaja y todos desean ser recibidos a última
hora de la tarde.
No era cosa de discutir con aquel hombre por cuyas venas
debía correr sólo líquido anticongelante. Tomé la copia del documento, firmé
donde me dijo que lo hiciera y salí a la calle. El frío de París era intenso aquella
tarde de enero y el cielo estaba encapotado con ese color gris plata que anuncia
una nevada en menos de una hora. Era lo que me faltaba para que el día fuese
definitivamente un desastre. Había cometido el error de acercarme hasta
Montrouge en mi coche y retornar hasta Rouen con la autovía helada era algo que
se me antojaba peligroso. El hielo,
desde el accidente de mis padres, me provocaba pavor. Además, debía cruzar todo
París y, por la hora, el periférico estaría ya colapsado. Odiaba conducir entre
la locura del tráfico de la capital, de modo que decidí acercarme al primer
hotel que viera con un parking amplio y un restaurante económico. Acabé en un Mercure,
cerca de la Puerta de Orléans. Llamé a Nathalie, mi esposa, para decirle que me
quedaba y que regresaría al día siguiente.
-
¿Te puedes imaginar que prácticamente me ha
desheredado? – le dije
-
No te preocupes, cariño- contestó tranquila-.
Nunca pensamos que tu tío moriría tan pronto y no contábamos con ese dinero. Es
sólo eso, dinero. Lo importante es que tengamos salud. Vivir. Además, lo que te
deja es una cantidad considerable.
-
Sí, eso será,
...
Me quedé pensativo y Nathalie supo el porqué. Lo cierto es
que la muerte me acechaba en demasía. Mis padres habían fallecido hacía cinco
años en un accidente de tráfico en la autopista cuando aún eran jóvenes y
vitales. Un camión que derrapó en el hielo y fue directo contra el Renault en
que viajaban los míos. Ella, 61 y él 66. Había sido un golpe tremendo,
inesperado y demoledor, que superé no sin dificultades gracias al apoyo de mi
esposa. Y ahora, otra vez una muerte a destiempo.
Tracé mi plan en pocos minutos. Una ducha caliente para
intentar quitarme de encima el enfado y la decepción, una cena digna en el
mismo hotel – el disgusto no me había hecho mella en el apetito y, además,
tenía hambre porque no había tenido tiempo de almorzar- y leer aquella
enigmática carta que mi tío Jean había dejado para mí. Luego, dormiría
intentando olvidarme de toda aquella mierda. Estaba claro que tendría que pasar
por el aro de sus deseos porque no tenía intención alguna de desperdiciar cien
mil euros pero en las cláusulas del testamento no estaba escrito cómo hacerlo.
Iría a ver al japonés aquel- no, dijo que era camboyano, o vietnamita, o chino….
daba igual - y en dos minutos despacharía el asunto. Sólo necesitaba que me
firmara el recibí. Lo demás no era de mi incumbencia.
A mis treinta años, luchaba por hacerme un hueco en el
mundo. Había terminado mis estudios de informática ocho años atrás y deseaba
establecerme por mi cuenta, creando un pequeño estudio de programación. Pero
como para eso precisaba un dinero que no tenía, me conformaba de momento en
trabajar en una empresa farmacéutica, arreglando los fallos de los ordenadores del
personal de la misma. Resumiendo, los
días se me pasaban atendiendo llamadas urgentes de tipos a los que el Windows
no les arrancaba o se les había bloqueado al habérseles infiltrado un virus mientras
visitaban sitios porno. Día tras día, lo mismo. Por su parte, Nathalie trabajaba en un despacho
de abogados y, entre los dos, vivíamos razonablemente y estábamos pagando la
hipoteca sin problemas. Pero deseábamos, tras tres años de casados, tener un
hijo y ahorrar un poco de dinero.
La muerte de mi tío me había sorprendido porque apenas tenía
cincuenta y seis años. Creía que, tras lo de mis padres, la mala fortuna no
volvería a cebarse en la familia pero se veía que los Bellaroi podemos jugar a
la lotería del infortunio. Yo le tenía afecto sincero y le admiraba porque para
algo era un renombrado escritor de ensayos filosóficos, asiduo columnista en
Le Monde, catedrático en la Sciences Po y
respetable gourmet. No le veía mucho pero, desde que murió
mi madre, su hermana, le visitaba tres o cuatro veces por año con todos los
gastos a su cargo. Al cabo, yo era su
única familia porque él nunca se había casado y, estaba seguro hasta esa
mañana, que me apreciaba. Ahora, ya no sabía qué pensar.
A mí, para ser sinceros,
la filosofía no me iba nada. A mi entender, mi tío Jean y todos sus colegas mareaban la
perdiz sin ir nunca al grano de lo que
es práctico; eran capaces de debatir vaguedades durante lustros y se
preocupaban por asuntos que poco me afectaban,
pero he de decir que mi tío había sido, años atrás, un medio rápido de
ligar con mujeres atractivas e interesantes que pensaban que yo tenía la
sensibilidad y profundidad intelectual de él, como si esto estuviese escrito en
los genes o en el apellido. Nunca se lo dije a mi tío pero citar sus libros-
que yo nunca he leído- me había ayudado mucho en mi carrera sentimental,
incluido el interesar a Nathalie.
Jean era un hombre aún joven y lleno de salud. Pero ya se
sabe cómo es el cáncer. Un día te despiertas, te duele algo que crees que es un
golpe y una semana después te llega el demoledor diagnóstico. No había sido
rápido, en cualquier caso. La noticia se la dieron hacía un año y la cosa fue
mal desde el principio. Al poco, cayó en coma y así estuvo por más de diez
meses hasta que hacía dos semanas había fallecido sin haber recobrado el
conocimiento. No esperaba su muerte pero - debía ser sincero conmigo mismo-,
cuando el final era ya inevitable había soñado con recibir una suculenta
herencia que me permitiera crear la empresa que tenía en mente.
-
Ahora podré montar la empresa y tendremos que
empezar a pensar en que haya niños en esta casa, ¿no? – le dije a Nathalie.
Me había sentido mal durante días conmigo mismo por caer en
aquellos pensamientos codiciosos pero, por otro lado, mi tío ya poco podía
necesitar el dinero y yo pensaba darle un uso justo y honesto.
Aquella tarde en el hotel, mientras cenaba, pensé que el
testamento era un castigo divino a mi avaricia. En vez de estar preocupado por
la suerte de mi tío, me había dedicado a desear su dinero. Lo tenía merecido.
Si apreciaba más los euros que la vida de mi familiar, ahora no iba a tener ni
lo uno ni lo otro. Eso es lo que me decía el corazón, pero sólo a ratos. En
otros momentos, me enojaba con la puñalada que acababa de darme mi querido tío.
Dejar el dinero a un camboyano, o vietnamita, o lo que fuese… vaya mierda.
Cuarenta euros por un panaché de verduras, un
fillet mignon demasiado crudo y dos copas de Cuvée
Latour me parecieron un robo a mano armada. Definitivamente, se
trataba de un día para olvidar.
Una vez en la habitación, eché el pestillo, me cepillé los
dientes y me metí en la cama en calzoncillos y camiseta porque nunca había
tenido la intención de pasar dos días en París y me había venido sin nada más
que mi portafolio y mi laptop, sin pijama y sin maquinilla de afeitar. Dejé
encendida la luz de la mesilla, apagué la televisión que se empeñaba en mostrarme
un mensaje de bienvenida, tomé la carta y rompí con cuidado el sobre por la
arista superior. Eran cuatro pliegos, manuscritos, y reconocí con claridad la
letra de mi tío.
Querido Lionel:
Sé que ahora estarás sorprendido, enojado e incrédulo. Si
estás leyendo esta carta es que yo ya me habré marchado y que el notario te la
habrá hecho llegar tras comunicarte mis voluntades. Redacté mi testamento
cuando cumplí cuarenta y cinco años y no sé cuándo estarás tú leyendo estas
hojas. Si han pasado muchos años, la parte que te corresponde será cuantiosa
porque los derechos de autor por la venta de mis libros son considerables. Si
la desgracia me ha llegado pronto será
menor, pero espero que nunca menos que cincuenta mil euros.
Tú eres mi única familia. Te quiero no sólo por ser mi
sobrino sino porque eres el hijo de mi querida Marie, mi hermana del alma, con
la que compartí tantos y tantos hechos y a la que la desgracia se llevó tan
pronto y tan injustamente. Sí, podrás pensar que los que nos dedicamos a la
filosofía tenemos recursos para entender el mal y el dolor. Pues no, estamos
tan desasistidos como cualquier otro. No tenemos explicaciones, quizá no las
haya, qué sé yo. Sólo queda callar, apretar los dientes y seguir adelante.
No dudes de mi afecto
aunque sé que el testamente te habrá sorprendido y hasta es posible que te haya
enojado o te haya hecho pensar que significas poco para mí. Nada más lejano a
la realidad. Pero hay otras personas a las que debo mucho y espero que estas líneas
te hagan comprenderlo.
Mi relato tiene que empezar en 1977, cuando yo tenía dieciocho
años (mi hermana tenía veintiocho y estaba ya casada con tu padre) y me
arrastraba por la facultad de derecho suspendiendo casi todas las asignaturas
del primer curso. Sí, tú me has conocido siempre como un hombre dedicado a
elucubrar sobre el mundo y la vida, alegre y campechano a la vez que trabajador
y responsable, una persona respetable, profesor y escritor de cierta fama. No
fue siempre así. En el 77, yo dedicaba mis horas al alcohol y a las juergas,
malgastaba el dinero de tus abuelos y estaba predestinado a ser un fracasado.
Sonreí para mí. Así que el tío Jean, el filósofo, el
preclaro pensador, se había puesto en su juventud ciego cada noche de gin-tonics
y chupitos. Quién lo iba a decir. Continué leyendo.
Como te puedes imaginar, no tenía un chavo y entre mis
prioridades no estaba precisamente el comer. Acababan de abrir un restaurante
vietnamita cerca del Boulevard Garibaldi, una taberna
pequeña con unas pocas mesas y una barra separada de aquellas por una
estantería con libros. Se llamaba L’Ami Fidèle ¿Te lo puedes
imaginar? Un bar en el que además de comer y beber, podías leer. Una
excentricidad en el París de aquellos años. Y, sobre todo, era muy barato. No
es de extrañar que mis amigos y yo acabáramos pasándonos por el lugar casi a
diario.
Pronto conocimos al dueño, un tipo aún más excéntrico que el
propio establecimiento. Era un hombre delgado, incluso algo huesudo, con
anteojos anticuados y redondos, de rasgos asiáticos, casi cumplidos los
cuarenta, elegante en el vestir y en sus modales, culto a todas luces y con un
francés rebuscado de fuerte acento asiático. Te puedes imaginar su nombre. Nguyen
Van Tuan.
Sí, me lo estaba imaginando. Su amistad, por tanto, tenía ya
décadas y, aunque yo nunca había escuchado hablar de aquel hombre, estaba claro
que representaba a alguien importante en la vida de mi tío.
L’Ami Fidèle estaba decorado con profusión,
como si Nguyen comprara en los mercadillos todo cachivache que le gustara para
ponerlo colgado en las paredes o colocado sobre los anaqueles. No faltaba una
bandera de Vietnam oscilando en lo alto y tras el mostrador se amontonaban,
mezclados sin aparente orden, relojes de todo tipo, figuritas de porcelana, descoloridos
libros de viejo, revistas apiladas, unas cuantas macetas con plantas de
interior, la gran cafetera que parecía de los años veinte, decenas de vasos y
copas, las botellas de licor y un sinfín de fotografías enmarcadas claveteadas
al menor espacio libre en la pared. Recuerdo que mis favoritas eran las
imágenes de los arrozales y las montañas rocosas que se erguían como fantasmas
entre la niebla pero abundaban las de la guerra: helicópteros americanos,
soldados vietnamitas, escenas de las abarrotadas calles de Seúl o Phom Penh. En
el centro del pequeño local un armario abierto a ambos lados, repleto de libros
en francés que cualquier parroquiano podía coger y hojear si así lo deseaba. Alguna
novela, bastante poesía, mucha filosofía. Al otro lado de aquella improvisada
biblioteca, seis o siete mesas de madera con sillas apretujadas alrededor. Al
fondo, junto al pasillo que llevaba a los servicios y a la cocina, un pequeño
rincón con un piano donde, de tanto en cuanto, Nguyen se sentaba e interpretaba
canciones de su tierra natal. En esos momentos, al hombre le daba por cantar y
nosotros reíamos de lo mal que lo hacía. Lo que era un ritual inamovible era el
saludo que el propietario daba a todos sus clientes cuando iban terminando su
consumición. Como si de un chef famoso se tratara, se movía entre las mesas
preguntando si la comida había sido del gusto de los comensales y entablaba
conversación a poco que se le diera pie a ello. Por unos pocos francos, que era
lo que costaba el menú del día, aquellas deferencias, propias de los
restaurantes con distinciones, nos parecían del todo exageradas. Aun así, L’Ami
Fidèle tenía un encanto que no era fácil encontrar en todo París.
Pronto nos acostumbramos a la rutina. Llegábamos hacia las cinco y encargábamos una bière pression para cada uno mientras discutíamos sobre la política, poníamos verde a Giscard y nos mostrábamos entusiastas con las primeras elecciones al Parlamento europeo. Luego, cenábamos en la misma mesa. Dejábamos que el bueno de Nguyen nos sirviera lo que estimara oportuno, convencidos como estábamos de que nunca nos engañaría. Eran platos asiáticos que aprendimos a apreciar poco a poco. Yo llegué a ser un entusiasta de su cerdo con caramelo y el estofado con vermicelli de arroz. Para las ocho ya habíamos cenado y luego continuábamos charlando con un café o un té rojo, algunos días con un par de vasos de Rosé Pamplemousse. No creo que nuestra presencia fuese muy rentable para el vietnamita porque le ocupábamos una mesa hasta las diez de la noche que era cuando, siempre puntual, cerraba. Aun así, el dueño nos trataba como si fuéramos clientes importantes, nos preguntaba si nos había gustado la cena y, en ocasiones, se sentaba unos minutos junto a nosotros para aportarnos su punto de vista sobre los asuntos que debatíamos. Aquel hombre nos fue cautivando poco a poco. Razonaba sus ideas, las soportaba de una manera tan lógica y aplastante que nos convencía siempre, atendía a nuestras exposiciones sin interrumpirnos y nos hacía las preguntas que nosotros mismos no sabíamos expresar. Tras unos pocos meses, le llamábamos hasta para que dirimiera nuestras dudas en el fútbol o en el Tour de France.
Pronto nos acostumbramos a la rutina. Llegábamos hacia las cinco y encargábamos una bière pression para cada uno mientras discutíamos sobre la política, poníamos verde a Giscard y nos mostrábamos entusiastas con las primeras elecciones al Parlamento europeo. Luego, cenábamos en la misma mesa. Dejábamos que el bueno de Nguyen nos sirviera lo que estimara oportuno, convencidos como estábamos de que nunca nos engañaría. Eran platos asiáticos que aprendimos a apreciar poco a poco. Yo llegué a ser un entusiasta de su cerdo con caramelo y el estofado con vermicelli de arroz. Para las ocho ya habíamos cenado y luego continuábamos charlando con un café o un té rojo, algunos días con un par de vasos de Rosé Pamplemousse. No creo que nuestra presencia fuese muy rentable para el vietnamita porque le ocupábamos una mesa hasta las diez de la noche que era cuando, siempre puntual, cerraba. Aun así, el dueño nos trataba como si fuéramos clientes importantes, nos preguntaba si nos había gustado la cena y, en ocasiones, se sentaba unos minutos junto a nosotros para aportarnos su punto de vista sobre los asuntos que debatíamos. Aquel hombre nos fue cautivando poco a poco. Razonaba sus ideas, las soportaba de una manera tan lógica y aplastante que nos convencía siempre, atendía a nuestras exposiciones sin interrumpirnos y nos hacía las preguntas que nosotros mismos no sabíamos expresar. Tras unos pocos meses, le llamábamos hasta para que dirimiera nuestras dudas en el fútbol o en el Tour de France.
Me levanté un momento y cogí un botellín de agua del
minibar. Miré por la ventana y comprobé que la nieve comenzaba a cuajar. Me
sentí a gusto en la habitación, enfrascado en descubrir el pasado de mi tío
Jean.
Yo, por mi parte, no era feliz. No me atrevía a decir a mis
padres que me aburría el Derecho, me sentía desubicado en una ciudad que no
controlaba, me asqueaba la vida formalista y conservadora de la capital; nada
quedaba ya del París de diez años antes, el de la contestación universitaria y el
de las barricadas en las calles. Además, y ahora sé que quizá era lo más
importante sin que yo me diera cuenta, estaba locamente enamorado de una mujer
maravillosa, Hélène. Una única pega. Ella, cinco años mayor que yo, estaba
enamorada de otro hombre con el que acabó casándose. Sí, he tenido mis amoríos
y mis romances en la vida pero, ahora lo veo claro, he permanecido soltero
porque nunca he podido volver a sentir lo que sentí entonces. En fin, Lionel,
no te aburro con los detalles porque tú ya has pasado por esa edad. Era un
adolescente insatisfecho, desgraciado y enojado con el mundo. Como tantos
otros.
Lo recuerdo bien. Era junio. Mis amigos se habían marchado hacia
las nueve para asistir a una sesión de cine al aire libre que daban en los
jardines de Luxemburgo. Me quedé solo en el bar, sentado frente a una gran
cerveza que era la sexta de la noche. Me habían suspendido una vez más todas
las asignaturas, había visto por la tarde a Hélène besándose con el tipo que se
la llevaba a la cama y me sentía el perdedor más perdedor de los perdedores de
la historia francesa. Me puse insolente con otros clientes, me metí donde no me
llamaban y no me gané un puñetazo de milagro. Afortunadamente, dieron las diez
y toda la clientela fue saliendo mientras Nguyen Van Tuan les agradecía haber
visitado el establecimiento.
Me levanté para salir. Las piernas me temblaban pero mi
cuerpo seguía el automatismo de todos aquellos meses, acostumbrado a dejar el
bar con las campanadas de las diez. Con todo, fui el último en salir. Estaba ya
en el umbral de la puerta cuando una mano me agarró por el hombro:
- Tú, joven, tú no. – era el dueño del local.
Estaba serio pero en sus ojos no observé cólera.
Cerró el local por dentro y corrió las cortinas. Me hizo
sentar y me obligó a tomar una infusión que sabía a rayos pero que calmó mi
estómago y aclaró mi mente. Permaneció sentado frente a mí sin decirme nada.
Aprendí que Van Tuen era paciente, una cualidad que los asiáticos han
desarrollado durante milenios. No había reproche alguno en su mirada, tan sólo
se aseguraba que bebía el té o lo que fuese aquel brebaje e iba recobrando mi
compostura y mi raciocinio.
Por fin- habría quizá pasado una hora-, se levantó y rebuscó
entre los libros de la estantería. Tomó uno y me lo puso en la mesa, frente a
mí.
-
Quiero que leas esto. Te llevará sólo unos días –
me dijo.
Sonreí. Tenía una borrachera tan grande como mi frustración
con la vida, y aquel individuo me sugería que leyera uno de aquellos libros
desgastados y repletos de notas al margen.
La curiosidad hizo que me fijara en el título. "Parerga y
paralipómena" de un tal Schopenhauer, un nombre absolutamente
desconocido para mí.
-
¿Me tomas el pelo, verdad? – le pregunté a
Nguyen.
-
No, no es una broma. Te vendrá bien leerlo. Tú
te crees que eres el primer tipo al que le ocurre lo que no desea. Verás que
no, que eres uno más de los miles de millones decepcionados que han poblado
este mundo. Un asco, sí. Pero todos ellos han sabido levantarse y proseguir.
¿Por qué tú ibas a ser diferente?
-
Me da igual lo que le haya sucedido a todos y
cada uno de esos miles de millones. Me importa lo que me sucede a mí –
repliqué.
-
Seguro, seguro. Yo también lo pienso así. Pero
lo que quiero que entiendas es que sufrir no te hace perdedor, sino ganador.
Mientras le miraba con cara de asombro, él rebuscó entre las
páginas del libro. Me señaló una frase con su dedo:
”Querer es esencialmente sufrir, como vivir es
querer, toda vida es por esencia dolor… Cuanto más elevado es el ser, más sufre”
-
Ya ves – prosiguió- si sufres mucho, es que eres
más que los demás.
No dije nada ni él tampoco lo hizo. Estuvimos un rato
mirándonos y él se limitó a darme una palmada en el hombro cuando dejé el local,
pero aquella noche devoré el libro que Nguyen me había prestado.
Las semanas que siguieron fueron mi mejor universidad. El
vietnamita seleccionaba los libros y me indicaba pasajes a los que debía
prestar especial atención. De pronto, encontraba respuestas a todas mis cuitas,
a mis dudas, a mis anhelos y a mis fracasos. Todo lo que me ocurría no
constituía novedad alguna en el devenir de los hombres pero lo que me resultaba
maravilloso era comprobar como todo ello se podía racionalizar, explicar,
catalogar, revertir el dolor en algo positivo y trascendente. Me maravillaba
saber que había habido otras personas capaces de desmenuzar los sentimientos,
las pasiones, las necedades y la sabiduría, capaces de entender al ser humano.
Van Tuen me guiaba, ponía frente a mí nuevas ideas, me las hacía masticar, las
debatía conmigo de igual a igual, sin esa superioridad de mis profesores
universitarios que yo tanto detestaba. Siempre me llevaba la contraria porque
para él filosofar era ir a la contra, ser crítico con las ideas, buscar caminos
nuevos. Si me encaprichaba con un autor, Van Tuen enseguida me hacía ver su
lado más oscuro. Schopenhauer, un misógino irredento; Kant, un maniático de la
rutina; Aristóteles, un cabeza cuadrada; Sartre, un egotista…
” Tan sólo por la educación puede el hombre llegar
a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él.” "El hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo, es responsable de todo lo que hace. El existencialista no cree en el poder de la pasión. No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa; piensa que el hombre es responsable de su pasión. El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que le orienta; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar el hombre.”
"Así pues debemos abrir puertas y ventanas a la alegría, siempre que se presente, porque nunca llega a destiempo, en vez de vacilar en admitirla, como a menudo hacemos, queriendo primero darnos cuenta de si tenemos motivos para estar contentos por todos conceptos, o por miedo de que nos aparte de meditaciones serias o de graves preocupaciones; y sin embargo, es muy incierto que ellas puedan mejorar nuestra situación, al paso que la alegría es un beneficio inmediato. Ella sola es, por decirlo así, el dinero contante y sonante de la felicidad."
¿Cómo era posible que la filosofía contuviera explicaciones
tan certeras sobre el mundo y la vida? Nguyen,
mi amigo Nguyen, porque para entonces ya no era más el cocinero del L’Ami
Fidèle sino mi profesor querido, me abrió las puertas a Kant, a
Spencer, a Heidegger, a Sartre, a Marx, a Platón…. sobre todo, me enseñó que
dentro de mi cráneo tenía la más poderosa de las herramientas del cosmos, mi
cerebro, mi pensamiento.
Suspendí derecho al terminar el curso pero para entonces ya
no importaba en absoluto. Comencé a estudiar filosofía y mis calificaciones
fueron brillantes durante toda la carrera. Cada examen, cada trabajo, mi propio
doctorado, se lo debo a Nguyen. No puedes imaginar las largas noches de debate
cuando tras haberse retirado el último de los clientes y haber echado las cortinas
del ventanal, ponía un disco de Pat Metheny en el estéreo, bajaba la luz de las
lámparas y servía un té rojo. Nos daba la madrugada discutiendo de filosofía y,
bastantes noches, acabábamos con él al piano, cantando canciones vietnamitas
cuya letra, de tanto repetirla, llegué a aprender de memoria.
El día que logré mi doctorado quise celebrarlo con él. Cené Bun
Bo Hue y, como siempre, nos sentamos solos, frente a frente, con dos tés
y un pastel de arroz
-
Quiero que me cuentes cómo viniste a Francia- le
dije de pronto.
El dudó y hube de insistir varias veces. Supe que era una
página que no quería recordar pero le rogué que la compartiera conmigo. Me
contó su vida entonces. La escuché en silencio, un silencio casi religioso. Sus
palabras se quebraban y sus ojos se humedecían. Como los míos.
Nguyen Van Tuen había nacido en Vietnam en 1940, cuando la
guerra mundial asolaba el mundo, pero cuando contaba sólo dos años sus padres
cruzaron la frontera de Camboya huyendo de la miseria y de las batallas. Su
niñez fue pobre, no podía ser de otro modo, pero los recuerdos eran felices.
Destacó pronto en la pequeña escuela rural y sus maestros lograron que, cuando
cumplió los diez años, fuera trasladado a Phom Penh para proseguir su formación
en el instituto. Recordaba la despedida de sus padres con tristeza aunque pudo
verlos periódicamente en los siguientes años. Se graduó en filosofía en la
universidad central en 1962 y logró su doctorado tres años después. El título,
en la Camboya de aquellos días, le abrió las puertas a una vida mejor, le
nombraron profesor y se enamoró de Mien Srei, dos años menor que él, la mujer
más hermosa del mundo según me la describió. Ella era maestra de escuela y
apasionada lectora de poesía. Un amor loco, radical, como el que yo mismo había
sentido por Hèlène. Fueron años felices, nació un hijo y la vida le sonreía.
Luego, de pronto, el infierno. En 1975, los guerrilleros de
Pol Pot tomaron el mando. A los ojos de aquellos indeseables, cualquier persona
que hubiera asistido a la escuela era contrarrevolucionaria. Un profesor de
filosofía no necesitaba juicio, era carne de patíbulo. Huyeron en cuanto las
compañías de jemeres rojos se acercaron a la capital pero la mala fortuna les
persiguió. Junto a otros miles de refugiados cayeron en una emboscada. Los jemeres
no se molestaron en coger prisioneros. Simplemente, dispararon desde todas
direcciones. Mi amigo vio cómo caían su esposa y su chiquitín. Se produjo una
desbandada y él, loco de miedo, corrió como el que más. Logró escapar y tras un
mes de sufrimiento y pavor consiguió alcanzar la frontera tailandesa. Estaba a
salvo pero nunca se perdonó el haber huido dejando los cadáveres de sus seres
más queridos tendidos en el campo a merced de las aves de rapiña. Dos años
después, la Cruz Roja le trasladó a Francia y empezó una nueva vida. Sabía
cocinar y le ofrecieron el establecimiento en el que yo le conocí. Bajo aquella
apariencia de hombre tranquilo y bondadoso, habitaba la más profunda amargura. Había
guardado su dolor y su vergüenza, sus ansias de venganza y su desconsuelo,
durante todos aquellos años hasta que lloró frente a mí y yo lloré con él, el
día de mi doctorado.
- Algún día- me dijo-, cuando consiga ahorrar el
dinero, regresaré y buscaré el lugar donde nos ametrallaron. Pienso comprar
aquella tierra y levantar un monumento de recuerdo allí. Quiero vivir allí,
junto a ellos.
Querido Lionel. Nguyen Van Tuen es un buen hombre y en su
restaurante cobra apenas lo justo para pagar el coste de un almuerzo o de una cena. Los estudiantes
siguen pagando menos y bastantes no pagan sin que él haga mucho por cobrarse
las deudas. Mi amigo Nguyen nunca se hará rico, nunca ahorrará lo suficiente
para regresar, para comprar aquella tierra. No lo conseguirá por sus medios. No
es un restaurador ni un hombre de negocios, es un filósofo.
He seguido en contacto con él durante todos estos años y
siempre que puedo me paso por L’Ami Fidèle a cenar y debatir
toda la noche. Sigue siendo un hombre notable, más profundo que yo al pensar la
sociedad y la vida, por muchos libros que yo haya escrito. Desgraciadamente, en
estos últimos años los contactos son ya pocos porque mis viajes me impiden
pasar mucho tiempo en París y, cuando vengo, me abrasan con eventos y
conferencias. Pero, a pesar de todo, a pesar de la distancia, Nguyen Van Tuen
es y será mi mejor amigo.
Pienso que no necesito explicarte más. Seguro que ahora
entiendes mejor mi testamento y espero que comprendas por qué deseo que
conozcas a un hombre tan notable como Nguyen.
Releí la carta dos veces y me costó mucho conciliar el
sueño. Fuera, la nieve caía lentamente y las amarillas luces de las farolas
titilaban con cada copo que cruzaba frente a ellas.
Desperté cuando empezaba a clarear. Me duché y desayuné un
chocolate muy caliente con un cruasán. Las calles estaban en mal estado para transitar porque
la nieve se había convertido en esa especie de barro marrón que provoca el
tráfico. Decidí pedir un taxi para acercarme hasta L’Ami Fidèle. Mi intención
era cumplir los deseos de mi tío – que, ahora, eran también los míos- antes del
mediodía para intentar regresar a Rouen antes de que volviera a anochecer.
Pagué los veinte euros de la carrera y descendí del taxi
vigilando en no resbalar. Mientras el automóvil se alejaba, busqué con la mirada
el establecimiento. Lo que encontré no era lo que esperaba.
Un gran cartel cubría gran parte de la puerta:
Inmobiliaria Banque Montreaux
Local en venta. Buenas condiciones.
Teléfono: 33 5 59 46 000
No sabía qué pensar. El lugar era el correcto como lo
atestiguaba el gran letrero colocado en lo alto y la decoración que se podía ver
en el ventanal. Pero aquel restaurante estaba cerrado y, aparentemente, llevaba
bastante tiempo en ese estado.
Me animé a entrar en una tienda cercana, una mercería. Me
atendió una señora ya entrada en años, elegante pero con una toquilla tan
antigua como anacrónica. Le pregunté si sabía dónde podía encontrar al
propietario de L’Ami Fidèle. Ella tenía ganas de hablar.
-
El señor Nguyen murió hace seis meses. Un buen
hombre, créame. Un vecino leal y solícito. Un ataque al corazón, nos dijeron.
Repentino. Una pena, una pena. El barrio ha perdido mucho. Ya no viene gente joven por
aquí. Al parecer, sin embargo, estaba lleno de deudas. No es que yo me
entrometa en vida ajena pero me han asegurado que debía al Banco los pagos de
la hipoteca de todo este último año. Nadie lo sabía porque era una persona
orgullosa que no quería pedir ayuda. Ya ve, el Banco se ha quedado con el local
para enjugar sus pérdidas y ahora lo pone en venta. Pero no sé yo si alguien lo
comprará. En todo este tiempo apenas ha venido un potencial cliente interesado.
Claro, quién va a querer abrir un negocio aquí… ahora, todo ocurre en
Montmartre o en Saint Denis o en Les Marais. París ya no es lo que era.
La noticia me conmovió y me sacudió en mi interior. Así
pues, ambos amigos habían muerto sin saber del otro. Mi tío en coma, Van Tuen
sin saberlo y con un ataque al corazón no esperado. Me dolía pensar que no
habían podido despedirse, haberse estrechado la mano una vez más.
Probablemente, la última vez que se vieron, hubiese sido cuando hubiese sido,
habrían acordado volver a encontrarse, a charlar, a contarse tantas cosas. El
destino no lo había permitido. Aquella tasca se iba a perder en la nada. Las
historias de mi tío se iban a olvidar. El legado del viejo profesor de
filosofía vietnamita se difuminaría con los años.
Agradecí a la charlatana señora la información y salí a la
calle. Volvía a nevar. Por instinto, tomé mi teléfono móvil y llamé a Delacroix.
Le expliqué que estaba intentando cumplir la voluntad de mi tío Jean pero que
me era imposible porque el señor Nguyen había fallecido.
-
Lamento su muerte. Pero, desde el punto de vista
legal, no es un problema porque su tío firmó una cláusula adicional por la que,
si no era posible encontrar a Nguyen o si había fallecido o si rechazaba la
herencia, sería usted el beneficiario de la cantidad completa. Claro, será
preciso completar algunas formalidades. Ya sabe, certificado de defunción,
informe médico de que ocurrió por causas naturales, ese tipo de cosas… pero,
creo que puedo asegurarle que tiene usted medio millón de euros.
Me quedé inmóvil enfrente de L’Ami Fidèle.
Sin haber estado nunca en el local, podía describir con exactitud sus rincones,
su magia, su biblioteca de libros viejos, la carta del menú. Continuaba nevando
y era más que posible que tampoco hoy
volviera a Rouen. Iba a resultar complicado explicárselo a Nathalie. Tomé el móvil y marqué el teléfono del banco.
-
Buenos días. Estaba interesado en comprar uno de
los locales que ustedes tienen en venta.
2 comentarios :
me ha encantado el relato
Gracias
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