Fue, o quizá era todavía, un amor estupendo, de esos que no acaban aunque acaben, de esos en que cualquier chispita, incluso una mínima carga electrostática del ambiente, puede hacer que se inflame de manera instantánea, como cuando ha habido tormenta y el roce de las ramas hace que vuelen pavesas inquietas.
Recibió un e-mail de ella. Le encantaba recibirlos, sobre todo porque eran escasos. He visto la reseña de esta película – le escribía – y me he acordado de lo nuestro.
Luego, le adjuntaba un enlace y un “besos” que siempre sabían a poco.
Abrió el navegador y copió la dirección que ella acababa de enviarle. Era una película francesa que narraba un amor maduro e imposible. No le extrañó que le hubiera recordado los años pasados. La reseña era buena, el crítico alababa el guion y la excelente interpretación, así como el ritmo narrativo y la cuidada fotografía. Por el trailer que vio en Youtube era una comedia romántica agradable, de las que se ven con una sonrisa y una lágrima, según sea la escena, lo que uno espera del cine francés a medio camino entre lo popular y lo culto.
No se lo pensó dos veces, seguro de que era un intento inútil. Abrió Outlook y escribió: si te apetece podríamos ir a verla juntos el lunes. Dio a enviar y cerró el correo. Mentiría si no admitiera que, a lo largo del día, revisó varias veces si había llegado alguna respuesta pero, como de costumbre, el buzón permaneció sin noticias. Las cuitas de la jornada hicieron que se olvidara de ello hasta pasados dos días cuando, casi ya por casualidad, se llevó la sorpresa de que había un mail entrante con su dirección. Le faltó tiempo para leerlo. Sí, me apetece, contestaba y no, no era una respuesta lacónica sino la más dulce de las respuestas. ¿El lunes? – preguntó −. De acuerdo – escribió ella. ¿Comemos antes? – probó suerte él. No, mejor no. Sólo la peli. – no picó en el cebo, ella.
Lo que más le gustaba de su relación es que continuaba a través de los saltos del tiempo como si no hubiera interrupciones. Nada más verse, se estaban ya contando todo lo acontecido en los dos meses que habían transcurrido desde que se vieran por última vez, como si se hubiesen despedido por la mañana, tras el desayuno (cómo echaba de menos aquellos desayunos juntos cuando ella, con apenas una camiseta encima, preparaba el zumo de naranja mientras él hacía la cama y llevaba las tazas de café y el azúcar a la mesa del comedor) y simplemente, al regresar en el atardecer, se contasen cómo había ido el día. El tiempo entre medias desaparecía. Quizá fuese por esto que él tenía siempre la sensación de vivir con ella aunque fuera un sueño totalmente alejado de la realidad. Comprendía que, al olvidar, o relegar, o minimizar, lo que le ocurría cuando no la tenía al lado, sólo importaban los instantes juntos. Era lo que les sucede a los fuelles de los acordeones que cuando se comprimen juntan todas sus puntitas y parece que es un bloque compacto y único. Todas las imperfecciones de la tela que se ven al estar extendidos desaparecen, ocultas por lo sustancial. Lo mismo le sucedía a él. Los rotos, las melancolías y los anhelos intermedios, desaparecían, y el vivía en un continuo a su lado.
Compraron las entradas en el expendedor automático.
− ¿Qué fila quieres? – preguntó.
− Me es igual. – respondió ella.
− Atrás, como los chiquillos – sonrió él, y marcó dos asientos en la última fila.
− Pago yo.
− Ni se te ocurra. Si acaso, pagas las palomitas.
Para su sorpresa, en un lunes frío, la sala estaba bastante llena, más de la mitad del aforo, y en su mayoría eran parejas de edad o grupos de amigas, también nada jóvenes. Al parecer, los amores maduros llaman la atención a los que ya los han dejado atrás con la tristeza de haberlos perdido.
Con un minuto de retraso, las luces se atenuaron y la sala quedó en esa penumbra tan agradable, acogedora y ensoñadora para los que aman el cine.
Él acercó su mano a su muslo y le dio dos golpecitos. Ella le miró como si dijera, no somos dos quinceañeros, oye. Pero él insistió y con los ojos le indicó que mirara hacia abajo. Ella lo hizo y vio el meñique de él separado de la mano, aleteando, llamándola, esperando que su meñique lo enlazara en un tierno y pequeño abracito. Ella sonrió – qué tenía aquella sonrisa que lo había cautivado por 40 años, se preguntó a sí mismo – y aceptó la invitación. Engarzaron sus meñiques, solo ellos, con el resto de sus manos sintiendo envidia, mientras París aparecía en la pantalla y se escuchaba, como banda sonora, el concierto para piano de Shostakóvich.
Luego, sería porque la historia de amor de los protagonistas comenzaba a torcerse o porque ella tenía calambres en el dedo, le soltó.
− Me soltaste el dedito – dijo él, cuando salían, tras la proyección.
− Un ratito está bien, pero dos horas…
− ¿Soy un moñas, no? – preguntó él.
− Sí que lo eres… Pero me ha encantado. – ella volvió a sonreírle y él supo que el mundo iba bien.
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