Napoleón jamás subió Gazteluondo (Editorial Intxorta 1937 Kultur Elkartea, 2020), de José Ángel Barrutiabengoa, es un ensayo breve pero muy bien documentado sobre los acontecimientos que tuvieron lugar en Mondragón y alrededores durante la invasión napoleónica. Se trata de una síntesis de toda la documentación recopilada hace tres décadas por un grupo de investigadores, entre los que se encontraba el propio Barrutiabengoa, fruto de la beca José Letona de 1990. El libro se imprimió en plena pandemia y su presentación hubo de retrasarse hasta este año.
El título se refiere a una empinada cuesta de la villa por la que pasaba el camino real y que tuvo que modificarse, tirando casas y abriendo una nueva puerta en las murallas, para que las caballerías pudieran recorrer la vía con mayor facilidad.
Las vicisitudes comienzan en 1807 cuando Napoleón comienza su estrategia de invadir España de manera sigilosa, trasladando miles de tropas con sus armas a la Península, destituyendo a la monarquía hispánica y colocando en el trono al hermano del Emperador, José.
El libro está trufado de jugosas anécdotas pero, sobre todo, se centra en las penurias económicas que el valle del Alto Deba debió soportar por parte de los ocupantes franceses y las autoridades propias. Ya antes del comienzo de las hostilidades declaradas, fruto del levantamiento de Madrid del 2 de mayo, Mondragón y los pueblos colindantes se ven obligados a alojar, mantener y soportar logísticamente a divisiones francesas, miles de caballos y notables afrancesados de toda índole. Hay que resaltar que, en la época, Mondragón tenía poco más de 2000 habitantes, por lo que la carga a soportar por cada ciudadano era enorme. En 1807, los ayuntamientos pecan de una ingenuidad notable que les hace cumplir con las instrucciones que llegan de San Sebastián y Madrid, pensando que van a ser retribuidos por los trabajos y suministros. Pagos que llegan en cantidades siempre muy insuficientes y que cargan a la población con todo tipo de impuestos, requisitorias o robos. Mondragón era ciudad de paso formal y destino de heridos, con lo que el esfuerzo a soportar era inmenso.
Ciertamente, hubo también hechos de armas en la lucha de los franceses contra los guerrilleros, especialmente las emboscadas a las columnas galas en el alto de Arlabán, pero Mondragón no sufrió estragos militares como prueba el que la mortalidad no aumentó significativamente (Barrutiabengoa aporta las estadísticas al respecto). Lo que sí fue asfixiante fue la pobreza a la que se sometió a la población para aportar recursos alimenticios y dinerarios al ejército francés con demandas incluso alocadas (400 bueyes para tirar de cañones e impedimenta, que no existían).
El autor ofrece también un claro análisis de las trifulcas entre los ayuntamientos de cada villa, cómo unos aportan y otros se escaquean lo más posible, las tiranteces entre pueblos, la difícil posición de los ediles, personajes que cambian de bando según convenga, actas de las sesiones municipales que se destruyen para evitar que se sepa la actuación de unos u otros y, en definitiva, pinta un fresco de la vida cotidiana y sus miserias en medio de la invasión.
El ensayo contiene numerosos datos de detalle, en lo que se refiere a la comida que se debía dar a la tropa, los salarios, los gastos, los precios.
Asimismo, es interesante señalar la descripción de la desbandada tras la batalla de Vitoria. Columnas de carruajes huyendo hacia Francia que, en general, fueron apresadas. El libro indica que en tales vehículos se encontraron escondidos cinco millones y medio de duros que, al cambio actual, supondrían unos 100 millones de dólares. ¡Solamente, en lo que se llevaban los que huían!.
El libro se completa con una breve explicación de qué les pasó a los principales personajes de la guerra. Como el autor señala, de los verdaderos héroes, los ciudadanos que soportaron los agravios y los robos, poco se sabe.
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