Antes de salir, Bixente repitió
lo que llevaba haciendo durante toda la semana, asegurándose de que su mujer no
se percatara de nada. Si llegaba a sospechar algo, arruinaría todos sus planes
y se enojaría durante meses. No había que tentar la cólera de una mujer como Anituca,
pejinuca de carácter. Por fin, el día había llegado y todo valdría la
pena cuando regresara de faenar.
Tomó las
dos toallas y las introdujo en el petate, al fondo del todo, bajo la muda de repuesto,
el peto impermeable, el gorro, jersey de repuesto, unos guantes de lana y otros
de goma. Las botas de caucho se las puso ya antes de salir, así como el jersey
de lana y el chaquetón de lluvia. Cerró bien y se dirigió a la cocina.
− – Marcho ya – dijo, sin emoción y bajando la mirada porque ella era perspicaz en detectar mentiras. Le dio un beso breve en la mejilla.
− – Rezaré un poco – contestó ella. Acostumbrada como estaba a las pesquerías del marido, nunca podría olvidar aquella tormenta que hizo que el bou embarrancase contra el arrecife del puerto de Pasajes. La tripulación hubo de permanecer agarrada a las rocas durante tres horas entre fuertes golpes de mar, ateridos de frío y desfalleciendo. Aquella fatídica noche, las olas se llevaron de esta vida a Pernando y a Manuel. El resto, Bixente entre ellos, aguantaron hasta que por fin pudieron lanzarles cabos para poder ser izados hasta la ladera de la montaña. Desde entonces, cada vez que él se iba, había una velita de aceite encendida en la cocina, porque nunca está de más alguna ayuda de ahí arriba. Sí, Anituca ya sabía que los barcos no se hunden todas las noches, pero aquellos recuerdos habrían de perseguirla toda la vida y se volvían más vivos cada vez que él partía. Esta vez, se dijo, no debía preocuparse. Bixente volvería mañana, día de Nochebuena, si Dios no mandaba otra cosa. Se persignó.
Él se
abrazó a los dos niños y la niña que ayudaban a la madre en un gesto, rutinario
por parte de todos, que mostraba cuán habituados estaban a las ausencias del aitá.
Así es la vida del mar, lo ha sido siempre y lo será hasta que los océanos se
sequen.
Salió al
rellano y bajó los seis pisos que mediaban entre la pequeña buhardilla donde
vivían y la calle que separaba el pueblo de la escollera, pero antes de salir
del portal se detuvo y extrajo las dos toallas del saco. Se levantó el jersey y
el gabán y se anudó ambas toallas alrededor de la cintura, volviendo luego a
bajarse la ropa sobre ellas, como había estado haciendo todos aquellos días. Se
palpó la tripa y pensó que habrían de notarle un poco más gordo. Había
realizado la misma operación durante toda la semana y, con aquellas toallas
anudadas a su estómago, se había paseado por el puerto asegurándose de que le
vieran bien. De eso se trataba, de que su falsa e incipiente barriguita quedara
en la memoria de los que lo conocían. Era la coartada que requería su plan. Al
regreso a casa, cada día y antes de entrar, se había quitado las toallas, no fuese
que a la Anituca le diera por indagar el porqué de aquellos kilos de más, que
de los pucheros que ella cocinaba ya sabía que no había de ser.
Abrió el
portal y se adentró en la calle. La luz diurna ya escaseaba y un manto de
oscuridad llegaba desde el este. Algunas gaviotas, graznando, huían hacia el
lado contrario, atraídas por la luz crepuscular y la salida de una luna casi
llena que pugnaba por clarear tras las nubes espesas.
Era una
tarde muy fría, como bastantes de las de aquel diciembre de 1950. Incluso,
durante varios días, había nevado y alguna tarde llegó a cuajar hasta el
mediodía siguiente. Pero ese 23 de diciembre sólo caía el sirimiri habitual y
las farolas, que se habían ya encendido, dibujaban siluetas iridiscentes sobre
la humedad pegada al asfalto. Habían colgado un “Felices Pascuas” y unos
adornos luminosos de colores en la fachada del Casino y se detuvo a mirarlos. Esperó
un rato hasta que vio llegar el carromato que los llevaría hasta el puerto de
Pasajes. Txupi, el viejo y huesudo caballo, tiraba con desgana y, de
tanto en tanto, resbalaba sobre el piso mojado. Mikel, al que todos llamaban Mutil
Haundi, Higinio y Luisón, este a las riendas, estaban ya sobre el carro. El
patrón, Juantxo, se uniría a ellos en el buque. Se abotonó el capote y se subió
el cuello tanto como pudo. Sacó el amplio sombrero del petate, se lo intercambió
con la txapela y saludó a los otros.
o0o
Todo había comenzado justo una
semana antes, en un tormentoso sábado día 16 en que el granizo se mezcló con
algo de nieve, cuando Don Urbano, jefe de cocina del Nuri llamó por teléfono a
Juantxo para hacerle un encargo. Sabía que lo hallaría en la lonja. Allá, repiqueteó
el teléfono comunitario de dos timbres, grandes y redondos, asustando a los
parroquianos que tomaban un vino y charlaban de sus cosas.
− – ¡Juantxo!, es para ti – gritó el que había descolgado, tras lo cual volvió a sentarse para continuar con la partida de mus que estaba jugando.
Juantxo
se acercó al aparato y reconoció al pronto la voz de Urbano. Se saludaron con
la confianza que dan largos años de relación.
− – Oye, la semana que viene es Nochebuena y tenemos bastantes reservas de visitantes que, estando fuera de su casa por trabajo o negocios, no quieren privarse al menos de una buena cena. Tú sabes, la navidad sin la familia pero bien comido es menos solitaria.
− – ¿Y qué necesitas?
− – Merluza.
− – No es temporada. Ahora, el pez ha bajado al fondo a pasar el invierno y bien complicado es pescarlo tan abajo.
− – Claro, claro, pero tú y yo sabemos que, al norte, en el zulo de Capbreton, pueden encontrarse también en diciembre. Pagaré bien.
− – Pero, para una o dos noches sólo necesitarás, qué sé yo, … ¿veinte, treinta merluzas…cincuenta si contamos las comidas de Navidad? No puedo mover el barco para traer dos cajas.
− – Tú, como siempre, pesca todo lo que puedas en una noche. Me quedo con lo que traigas. Ya me encargaré yo, después, de revenderlo, de hacer harina o de congelarlo. No es la primera vez que lo hacemos, hemos trabajado juntos antes.
− – No sé, no sé. Depende del tiempo y de si hay temporal. Hoy mismo está nevando…
− – Mira, si te llamo a ti es porque tienes una buena embarcación, moderna, con motor a gas-oíl, y sé qué puedes hacerlo, haga la mar que haga y nieve o granice.
− – Y que lo digas. El Glorioso Mártir San Sebastián no tiene parangón.
− – Pues, entonces, ¿aceptas?
− – No sé, en esos días cuesta encontrar tripulación – remoloneó un poco más.
− – Déjate de milongas, Juantxo. Sé que estás pensando en el precio y poniendo pegas sólo para poder subírmelo. Pero, te aviso, no rompas la cuerda. ¿Quieres hacer el negocio o no? Y, recuerda, nada de redes. Ni palangre, que los peces se me asfixian y mueren antes de sacarlos del agua. Sólo pinchos y caña. Quiero que las merluzas estén sin golpes o marcas, inmaculadas, casi vivas, cuando lleguéis a puerto. El Nuri sólo sirve el mejor pescado.
− – Y así lo cobráis – pensó para sí el patrón, sin atreverse a verbalizarlo.
− – ¿Desde dónde os haréis a la mar?
− – Está atracado en Pasajes, tenían que ajustarle el motor… pero podemos volver aquí.
Cerraron
el trato sin papel alguno, lo que no importaba en absoluto porque, en aquellos
años, la palabra dada tenía más fuerza que cualquier contrato.
Al
colgar el auricular, Juantxo fue al puerto y, en un par de horas, encontró a
los hombres que deseaba llevar a pescar para el trabajo del Nuri.
− – Entonces, Bixente, salimos al atardecer del día 23, justo dentro de una semana, pescamos toda la noche y estás de regreso para cenar con la familia el domingo de Nochebuena. El trato es como siempre lo hacemos. Descontamos gastos y de lo que quede, 50% para el armador, 30% para mí y 20% a repartíroslo entre vosotros. Seréis cuatro. – le dijo el patrón sin preliminares.
− – ¿Cómo pescamos?
− – Anzuelo y caña. Ni una red, ni siquiera palangre, o el Nuri no nos comprará la mercancía.
– – Aceptó. No sería mucho dinero y comunicar a Anituca que se iba a pescar la noche anterior a las fiestas iba a ser complicado, pero aceptó sin pensárselo mucho.
Fue dos
horas después cuando se le ocurrió lo que ahora estaba a punto de poner en
marcha. De hecho, fue justo al pasar por delante del restaurante que había
hecho el encargo de las merluzas. La idea le llegó como una revelación, una
locura quizá pero, al cabo, la mujer y los niños se lo merecían. ¿Por qué no
arriesgarse?
o0o
El Nuri, en la esquina de la Avenida,
ya no tenía el esplendor que había alcanzado antes de la guerra, pero aún
mantenía su prestigio. Tras ir perdiendo clientes y espacio, se había refugiado
en el último piso del edificio y su magnífica terraza daba toda la vuelta
permitiendo colocar, con comodidad, unas 20 mesas en el exterior y el doble en
el interior. En verano unos toldos cubrían las terrazas y en invierno colocaban
unas mamparas acristaladas y unas estufas que aislaban el lugar del frío
exterior. Bixente había mirado muchas veces hacia arriba, sabedor de que jamás
podría subir y comer allá. Desde la calle, podían verse los grandes maceteros
de piedra, siempre con flores de temporada, algunas veces blancas, pero las más
de las ocasiones, rojas. Él nunca podría entrar en el Nuri pero, pensó, sus
comensales tampoco podrían nunca ir a la mar y pescar por ellos mismos.
Aquellos potentados no se preocupaban de los marinos que trabajaban para ellos.
Tampoco lo hacía el patrón Juantxo, así que, reflexionó, ¿por qué él debería
preocuparse de ellos? Se reafirmó en la loca idea que había tenido y pasó la
noche cavilando sobre los detalles. Parecía fácil de hacer. La clave estaba en
que nadie debía imaginar el fin último de lo que preparaba. A Anituca, le comunicó
que saldría a pescar la noche previa a Nochebuena y, como suponía, a ella no le
gustó nada la idea.
o0o
En el camino hasta Pasajes, adormilado
por el ritmo de los cascos del caballo, a Bixente le fueron llegando recuerdos
de su vida. Era algo que siempre le ocurría, como si su mente debiera
prepararse para subirse al barco y retomar la adrenalina y el coraje que son
necesarios para salir a alta mar. Había empezado de grumete, de ayudante,
cuando apenas contaba doce años y, poco a poco, había llegado a patrón de
pesca. Su instinto para detectar los cardúmenes era célebre. Bixente era capaz
de indicar al patrón dónde parar para encontrar la pesquería varias millas
antes de llegar al lugar. Nunca había sabido muy bien el porqué de aquel
talento. Sentía el movimiento de las olas, observaba los remolinos espumosos,
la forma de cómo rompía la corriente, los valles entre cada onda de agua. Si
aún estaban cerca de la costa, se fijaba en las aves y en el sol del atardecer
que, en sus últimos estertores, parecía reflejar de manera especial la zona
donde se ocultaban los bonitos o las merluzas. Durante años, pescó y pescó,
aprendió y aprendió. Luego, llegó la guerra y le enrolaron en un dragaminas. Fue
durante la contienda cuando conoció a Anituca. Los requetés ya habían pasado
Bilbao y su barco no pudo atracar en los puertos vascos, de modo que acabaron
en Laredo, siguiendo la retirada del ejército del norte.
Anituca
era una joven bajita, morena, con una cintura poco marcada y una sonrisa que
iluminaba el cielo. De estudios básicos, tenía una fuerte conciencia política y
vivía los acontecimientos que sumían a la República con vehemencia. Mucho más
abierta que Bixente, fue ella la que se le acercó una mañana con la excusa de
preguntarle por los últimos sucesos militares. Él balbuceó, se puso rojo, se
quitó y puso varias veces la txapela, mezcló el euskera y el castellano,
y a punto estuvo de salir corriendo. Pero, a pesar de su timidez, aguantó, se
quedó con ella varias horas y ya no se separaron en los días siguientes. No
tuvieron mucho tiempo para intimar, poco más de un mes, pero fue suficiente para
conocerse, sentir algo muy dentro, − qué sabía él, qué; qué sabía ella, qué −, y
salir ambos hacia Francia cuando la guerra se fue perdiendo. Lo hicieron sin
pensárselo mucho, como amigos que se necesitan más que como novios. Años
después, pudieron regresar y Bixente retomar su oficio. Sólo entonces se
casaron y llegó la familia, porque así debía de ser y porque las noches de
invierno en aquel ático frío llamaban a arrejuntarse. Fueron años difíciles y
la cartilla de racionamiento no daba para mucho, pero la mujer se reveló como
una hechicera del ahorro y de sacar mucho de donde no había nada, con una
disciplina diaria extraordinaria.
El mar
era todo para Bixente. En primavera y verano, las campañas eran de altura y
navegaban hasta la costa irlandesa o hasta Terranova, según cómo estuviera el
mercado aquel año. De estatura media, fuerte de músculos, manos grandes y serio
en el mirar, sus cicatrices eran físicas – cortes profundos por la pita,
anzuelos clavados, algún hueso roto y mal curado, piel prematuramente arrugada
por el sol y el salitre, una herida en el costado cuando Tomaso, un asturiano
un poco miope, le clavó sin querer un arpón en el costado −, pero
también las había anímicas. Dos naufragios. Uno, el que bien conocía Anituca,
al entrar en Pasajes. Otro, del que nunca le había hablado, en uno de los
fiordos de Terranova cuando un temporal, lleno de relámpagos y truenos largos,
hizo que el atunero escorara a estribor. Una ola barrió el puente y casi todos
cayeron al agua. Fue una suerte porque los que quedaron arriba fueron
arrastrados por la succión de la nave en su hundimiento y ahora estaban con Dios
en su descanso eterno. Bixente, junto a seis más, fue rescatado de entre la mar
por un guardacostas canadiense, en un golpe de fortuna que sólo pudo atribuir al
poder de la medallita en plata del Sagrado Corazón que siempre llevaba al
cuello.
La mar
era su vida, incluso cuando no navegaba. Cada día, salía en una pequeña motora
que le prestaba Mutil Haundi – Liraña, se llamaba el
gasolino − y se
alejaba no más de una milla, pescando julias, doraditas, cabrarrocas, corvinas,
fanecas, musharras, karraspios, chiribitos, salmonetes y toda
clase de panchitos, siempre a la cacea, con los anzuelos arrastrados por la
motora sin alejarse mucho de la costa y a no más de dos o tres nudos que es
como los bichos pican más. El amigo le dejaba la lancha a cambio de que Bixente
la mantuviera bien mantenida y limpia. Compraba los txitxares que hacían
de cebo a Dominga, una vieja con el pelo siempre atado en apretado moño, siempre
con anteojos de vidrio grueso, flacucha y de mal carácter pero justa en las
ventas y cumplidora de su palabra, que se sentaba cada tarde en la esquina de
Santa María. Algún día, incluso ella ponía a la venta corchos de Hendaya que
tenían fama de ser más bailarines que los nacionales para sentir si habían
picado desde la distancia. En ocasiones, a la cacea siempre, pescaba algún
chicharro o alguna lubina y aquello era una alegría para la familia.
La
especialidad de Bixente, no obstante, eran los chipirones. Él mismo armaba con meticulosidad
los anzuelos redondos, trenzados de hilos de colores, las aguamarinas que les
decían, y luego, con paciencia infinita, ya anocheciendo en la mar, paraba el
motor, encendía el farol y se sentaba en medio del bote para tomar una
aguamarina con cada mano e ir subiéndolas y bajándola rítmicamente hasta que
algún chipirón lanzaba sus tentáculos contra los pinchos que en círculo cubrían
el anzuelo. Bixente conocía trucos que, aunque la Comandancia no los veía con
buenos ojos, funcionaban muy bien. Cuando se rompía un termómetro de mercurio, por
haberlo agitado con demasiada fuerza o por cualquier caída ya que bien frágiles
que los fabricaban, él recogía el mercurio y lanzaba pequeñas bolitas del metal
a la mar. Los reflejos que aquellas esferillas brillantes formaban bajo el agua
eran como imanes para los calamares. Desgraciadamente, no era fácil, en
aquellos tiempos, encontrar un termómetro roto. Muchas noches, una buena sartén
de arraitxikis y chipironcitos era toda la cena de la familia.
Así, con
todo, navegando de campaña o pescando para él mismo, Bixente pasaba sus horas
en el mar, lo conocía mejor que a sus hijos y no podía imaginar una existencia
lejos de las mareas, las corrientes y las marejadas.
o0o
La llegada a la dársena del
puerto le sacó de sus pensamientos. El patrón dio rápidamente las órdenes para
que prepararan todo antes de zarpar. El barco, empujado por la marea, apretaba
contra los neumáticos que lo separaban del malecón. Las gomas, apenas fijadas a
los costados con ballestrinques de fortuna, a punto estaban de salir lanzadas
hacia afuera, pero aguantaban. Mientras, los cabos crujían de tanto en tanto,
como si pidieran que los liberaran para que la nave pudiera salir a faenar. Dejaron
sus cosas debajo, en el pequeño camarote, más bien desván, a proa, que se
destinaba a eventuales heridos, azocaron los petates a los garfios de la
mampara, se pusieron los petos impermeables, tomaron los guantes y subieron a
cubierta.
− – Estás engordando, Bixente – le dijo Juantxo con algo de guasa en el tono. – Te debo pagar mucho porque comer, comes bien. Ya se ve.
− – Una mierda, nos pagas bien− repuso él−. Menos mal que la Anituca cocina mucho con poco y que algo pesco en la motora, que con el sueldo del Glorioso, tendría muertos de hambre a los chiquillos.
− – Pues, sea como sea, estás mejorando esa barriga. ¡La Anituca no te va a querer en la cama!
Bixente
no sonrió, de hecho fingió que aquel comentario le ofendía, pero se alegró
mucho en su interior de lo que oía. Su plan funcionaba a las mil maravillas. Se
palpó por un instante las toallas que llevaba enrolladas bajo la ropa como
queriendo asegurarse de que no iban a moverse o caerse en el peor momento.
Los
hombres se pusieron manos al trabajo. Vaciaron los restos de pesca y cebo que
aún quedaban en las cajoneras, las frotaron con las escobas de púas, las
regaron con agua a presión y comprobaron las ocho largas pértigas que,
agarradas por pares, a babor y estribor, siempre iban con ellos para poder
pescar con anzuelo.
El Glorioso
Mártir San Sebastián era una merlucera pintada de verde, con una estrecha franja
blanca superior que corría, siguiendo la silueta de la borda, a lo largo de
ambos costados. Medía trece metros de eslora, casi dos de puntal y desplazaba veinticinco
toneladas. El casco, de madera calafateada, había sido construido en los
astilleros Mendieta de Lekeitio, pero el motor llegó de una fábrica belga y era
capaz de proporcionar 20 CV. La popa era de parrulo, y la proa era alta
para poder enfrentar el oleaje con seguridad. La casamata, que era más un
guardacalor de máquinas ampliado que un verdadero puente de mando, contaba con tres
faroles en lo alto y un pequeño mástil. Tenía una escalerita de tres peldaños por
donde subía Juantxo hasta el timón y los mandos, con dos ventanas frontales y
dos balconcitos, uno a cada lado, que le permitían salir y afinar la vista a
babor o a estribor según fuese menester, y controlar tanto el estado del mar
como las tareas de los tripulantes. Un par de salvavidas de madera, pintados de
color naranja, colgaban a cada lado. Justo detrás, la chimenea, siempre
humeante, siempre caliente. Las varas de pesca, de seis metros, cruzaban en
diagonal de arriba abajo. El resto de la cubierta estaba repleta de cajones encastrados,
en cada uno de los cuales se vertía agua salada y la pesca que se iba
consiguiendo. Así, los peces, encerrados en aquellos cubículos, llegaban muy
frescos hasta el puerto. La tripulación no podía pisar el género y tenía que
caminar sobre las tablazones que separaban las cajoneras, finos mamparos de elondo
de tan sólo un par de centímetros de ancho, algo que no era fácil cuando el
oleaje era fuerte y la embarcación orzaba a un lado y otro.
Eran las
nueve de la tarde, ya noche muy cerrada, cuando llegó el cebo para los
anzuelos, anchoa entera y verdel troceado. Una camioneta ruidosa y cubierta con
una lona, se detuvo junto al barco y esperó hasta que Mutil Haundi e
Higinio pasaron las cajas de pertrechos a la bodega. Luego, se regresó
renqueante por la cuesta que conducía a la ciudad.
Una hora
después, el Glorioso enfiló la bocana del puerto, hizo sonar la sirena
dos veces y se adentró, cabeceando y con la aguja náutica siempre apuntando a
la dirección norte, en el mar que les esperaba como si fuese una cueva negra y
amenazante. Bixente, en proa, apoyado sobre la amura de babor, pensaba en que
su plan ya estaba en marcha. Atrás, aún se veían las luces de navidad que
adornaban la lonja. Llovía, y el océano estaba lleno de borreguitos sobre los
que brincaba la embarcación. La poca gente que aún quedaba en el puerto vio
alejarse las dos lucecitas, una roja, la otra verde, hasta perderse en la bruma.
II
Les costó unas tres horas
arribar a la fosa de Capbretón. El mar estaba rizado y no se veía ninguna
estrella, ni siquiera podía ubicarse con precisión dónde estaba la luna, ya
casi en el cénit, señal de que arriba debía haber una buena capa de nubes. En
cualquier momento, podía desarrollarse una tormenta y forzarles a retornar o
refugiarse en algún puerto francés cercano. Si eso ocurriera, adiós al negocio
del Nuri, adiós al plan de Bixente.
Aprovecharon
bien el trayecto. Cuatro eran ellos y a dos cañas por persona les tocó. Había
que desenrollar la línea de pita sin que se enredase y, siendo cada una de
ellas de unos 200 metros de longitud, había que ser precavido y habilidoso para
evitar nudos. A cada cierto tramo, ataban un anzuelo al que, más tarde, ya en la
posición, clavarían el cebo. Las anchoas enteras daban buen resultado, pero los
trozos de verdel no quedaban a la zaga porque los lirios sentían apetito por el
verdel, lo mordían y luego la merluza se comía al lirio, así que era una doble
jugada. Lirio come verdel, merluza come lirio. Colocaron cuatro líneas colgando
de cada pértiga y veinte anzuelos por pita, lo que resultaba en que cada
marinero debía preparar antes de llegar al destino unos 160 pinchos, espaciados
con esmero y atados con fuerza para que, en la pugna de los peces por salvarse,
no se soltaran. También, aseguraron los cajones atándolos con cabos de abacá,
los que mejor resisten el agua salada y que Juantxo encargaba a una empresa que
comerciaba con Manila.
El
patrón miró la hora. Poco más de la una de la madrugada. Iban bien de tiempo. Por
el instinto que brinda la experiencia, detuvo la embarcación al borde del
cantil marítimo. Aunque nadie en aquella barca podía ver o imaginar el
acantilado submarino para situarse justo en su filo, el patrón no tenía duda
alguna de que lo tenía allá abajo, oculto bajo cientos de metros de agua
salada. Era el mejor sitio. Más cerca, aún sobre la plataforma costera, la
merluza ya no nadaba y no volvería a subir hasta la primavera. Más lejos, los
doscientos metros de pita se quedarían muy por encima de la pared rocosa del
cantil. Acertar con la posición era vital para pescar. Llamó a Bixente y le
preguntó:
− – Estoy seguro de que estamos sobre el cantil pero saber dónde se esconden las merluzas, es otro cantar y el acantilado mide cientos de millas. ¿Qué piensas?, tú eres el experto.
Bixente
dedicó unos minutos a escudriñar la oscuridad, a vigilar las corrientes, las
olas, los sonidos. En realidad, no sabía cómo lo hacía pero, al final, le
indicó:
− – Un par de millas al oeste. Por ahí, deben andar
Juantxo
giró el timón a babor y no tardó en colocar el Glorioso donde había
pedido Bixente.
− – Cargad el cebo, mutilak – gritó, Juantxo desde el balconcito de estribor. Decidió avanzar un poco más hasta que, oteando un horizonte que no veía, detuvo finalmente las máquinas −. Bajad un rezón, a ver si logramos que el barco quede quieto.
El
garfio descendió lentamente hasta que quedó atrapado, allá abajo, entre las
piedras que sostenían las aguas.
Necesitaron
un buen rato para cebar todos los anzuelos e ir soltando, poco a poco, cada
sedal en vertical. La pesca, en realidad, no empezó hasta pasadas las tres de
la madrugada. Seiscientos cuarenta anzuelos colgaban ahora del Glorioso,
a ambos lados de la nave. Comenzaba lo importante, el momento decisivo.
También, para Bixente.
− – Vamos allá. Lanzad cebo libre y activar la manguera. – ordenó Juantxo.
Vaciaron
unos cubos de sardinas sobre el mar, al voleo, y pusieron la bomba de agua en
marcha para que un potente chorro saliera por la tobera. Los pececillos cayeron
al agua entre una ola de espuma, esparciéndose sin ton ni son por todos lados.
Ideal para que las merluzas confundieran todo aquello con un cardumen inquieto al
que devorar. Ya sólo quedaba esperar unas horas.
Aprovecharon
para comer lo que habían traído de tierra. Cada uno aportó algo y compartieron
todo. El bamboleo que producían las olas de través los acompañó durante la cena
pero, llevando años en la mar, apenas les revolvió el estómago.
A las
seis, cuando un clarear difuso anunciaba una promesa de alba pero aún quedaban
un par de horas para que amaneciera con decisión, comenzaron a levantar las
pitas. Bixente eligió las dos cañas de estribor en popa porque así convenía a
su plan. El patrón, normalmente en la cabina, miraba hacia adelante y, en popa,
resultaba más sencillo escapar a su vigilancia. Bixente se quitó el chaquetón a
pesar del frío de la noche ya que necesitaba tenerlo en el suelo para cumplir
sus planes. Tocaba aguantar la tiritona y el viento del Cantábrico.
Los
primeros anzuelos, los que más altos habían quedado, salieron sin nada. Algunos
conservaban el cebo pero la mayoría estaban vacíos, señal de que las merluzas o
los lirios habían sido más listos que los marinos.
Por fin,
a medida que los anzuelos que habían bajado más iban aflorando, fueron llegando,
de tanto en cuando, las merluzas. No sólo ellas, sino bastantes besugos, lo que
entusiasmó a Juantxo porque sabía que el precio sería también bueno.
Bixente
iba tirando de las pitas que le habían correspondido. Los anzuelos sin nada,
los desanudaba y los guardaba con orden en las cajas. Cuando aparecía una
merluza, lo primero era soltar su boca del pincho sin rasgar el animal. En
general, aún vivían y coleaban con fuerza intentando volver al agua pero él,
con un movimiento rápido y usando sus manos con toda la fuerza que podía, las
lanzaba a las cajoneras donde las bestias creían volver al mar, aunque su
destino era la lonja. Al cabo de un rato, los cubículos comenzaron a llenarse y
los peces, chapoteando entre ellos, producían una algarabía fuerte y
estridente.
Guardó
la primera merluza que sacó bajo el chaquetón que había quedado en el suelo.
Las siguientes diez le parecieron pequeñas y las lanzó a la cajonera. No eran
lo que buscaba. Él quería una de las largas, de las que pesan cuatro o cinco
kilos, pero de esas no apareció ninguna en toda la primera caña. Tuvo que
esperar a la segunda y, más o menos a mitad de la segunda línea, cuando
empezaba a desanimarse de encontrar lo que esperaba, salió un ejemplar de más
de un metro, quizá de cuatro kilos, sin daños, aparentemente delicioso. Era el
momento. Se detuvo fingiendo que le costaba sacarle el anzuelo y miró de reojo
al patrón que manejaba el timón allá en lo alto de la cabina para mantener el Glorioso
lo más enfilado posible a pesar de la mar cruzada. A Bixente le bastaron diez
segundos para, cuando Juantxo miraba hacia delante, cambiar la merluza que
permanecía bajo el capote por la grande que acababa de asomar. Entonces, tiró
la pequeña a la caja y continuó sacando pita como si nada hubiese ocurrido.
Eran las
ocho y media y, por fin, acababan la faena mientras un sol rojizo y enorme ya
subía por estribor.
− – ¡Estoy congelado de frío! – gritó ostentosamente Bixente, asegurándose que Juantxo le escuchaba.
− – Nadie diría que llevas toda la vida en esto – contestó el patrón −. A quién se le ocurre quitarse el chaquetón. Pareces un rapaz que navega por primera vez en su vida.
− – Voy abajo a cambiarme la ropa por la seca de reserva. ¿Puedo? Ya hemos subido todas las líneas. – pidió Bixente.
− – Venga, cagando leches, que aún hay que adujar las pitas, arranchar los aparejos y asegurar las pértigas en su sitio.
− – ¡Ya vuelvo!
Tomó el
capote del suelo, asegurándose que su merluza no se viera, y bajó. Con rapidez
se sacó las toallas de en torno a su estómago y se enrolló la merluza justo
donde antes estaban las toallas, asegurándola con un poco de pita que enlazó a
cada hebilla del pantalón. Se cambió la camiseta y el jersey, y se colocó el
chaquetón impermeable, atándose todos los botones. Se miró y se sintió
satisfecho. Más o menos, la merluza ocupaba el mismo volumen que las ropas
anteriores. Las toallas quedaron en el saco y volvió a subir.
Nadie
dijo nada ni nadie sospechó. Acabaron de enrollar las líneas y se aseguraron
que los cajones estaban bien llenos de agua salada. Las cañas volvieron a su
posición de reposo, bien atadas a los costados del navío. El patrón, para
entonces, ya había puesto rumbo sur y el sol continuaba subiendo hacia el
cielo, ahora por su izquierda. Bajo el cubichete, la aguja del compás marcaba
una estable dirección sur-sureste, dirección San Sebastián. Desde que
comenzaron a acercarse a la costa, unas decenas de gaviotas no se separaron de
la merlucera, atentas a cualquier descuido de la tripulación para lanzarse
sobre las cajoneras repletas de pescado y desayunar opíparamente. En un par de
ocasiones, los hombres tuvieron que echar mano de los bicheros para espantar a
las aves.
A
Bixente la palpitaba el corazón. El regreso se le hizo muy largo. Quedaba la
fase más crítica y no paraba de darle vueltas.
o0o
Era mediodía del domingo 24 de
diciembre, cuando el Glorioso Mártir San Sebastián atracaba en el muelle
donostiarra. No llovía y, al contrario, parecía que aquel día de Nochebuena iba
a ser azul y agradable. Juantxo abarloó a muy baja velocidad hasta que el casco
quedó a un par de palmos del murete. Las defensas colgaban ya de las cornamusas,
prestas a recibir el impacto contra el dique. Lanzaron los cabos y unos
muchachos los amarraron a los bolardos. Don Urbano les esperaba un poco más
allá, al borde de la escalera de piedra, con satisfacción no contenida.
Como
venía temiendo Bixente, una pareja de la Guardia Civil vigilaba las operaciones.
Con sus tricornios bien calados, los capotes abotonados hasta el cuello y el
mosquete al hombro, no quitaban ojo de todos los que por allá andaban. La
escasez y la pobreza hacían que los robos de pescado no fueran infrecuentes y
la Comandancia había expedido estrictas instrucciones de vigilancia.
Bixente
intentó contener su inquietud y apretó fuertemente su pie izquierdo contra la
cubierta para calmarse. Los guardias, pensó, no se fijarían en aquellos que se
mostraran tranquilos. Instintivamente, sacó la medallita del Sagrado Corazón y
la besó.
III
Con unas eslingas bien tensas
pasaron la manguera de la máquina de hielo hasta el barco. Con un pantalán de
fortuna, desde el muelle les iban pasando las cajas de maderas claveteadas. Los
hombres las llenaban de peces que aún daban fuertes coletazos, y vertían hielo
a presión sobre ellas. Luego, un pequeño cabestrante a motor, que la Cofradía
ponía a disposición de las embarcaciones, las iba izando al puerto de cuatro en
cuatro.
La
operación de desembarque atraía siempre a decenas de curiosos y a multitud de
chiquillos siempre dispuestos a llevarse algún pez al menor despiste de Juantxo
o de los empleados de la Lonja. Una hora
completa transcurrió hasta que toda la mercancía ya reposaba en cajas llenas de
hielo, a los pies de Don Urbano que, cuaderno en mano, no paraba de hacer
anotaciones con un lapicero.
Era hora
de que desembarcara la tripulación. Bixente volvió a mirar los tricornios.
Saltando desde cubierta a la
escalera, subieron al muelle los cuatro marineros, uno a uno, y el cabo de la
Guardia Civil les hizo abrir los sacos a cada uno de ellos. Desconfiados,
rebuscaban entre los efectos personales.
Cuando
le tocó a Bixente, le temblaban las manos, pero el policía, al ver la ropa y
toallas mojadas en el interior, sonrió y dijo:
− – ¿Frío hoy, eh? Es lo que tiene pescar en invierno… − habló como si conociera el oficio, aunque probablemente jamás había estado sobre un barco.
Bixente
asintió e intentó simular una sonrisa, lo que sólo consiguió a medias.
− – ¡Siguiente! – dijo el guardia y Luisón, que venía detrás, abrió su petate. El otro policía parecía estar más atento a los críos que pululaban alrededor de las cajas, así que pronto acabaron con los cuatro.
El
último en salir, tras apagar máquinas y meter las llaves del motor en un
bolsillito interior que sólo usaba para guardar cosas de valor, fue el patrón
Juantxo. Le revisaron, igualmente.
Bixente
estaba cerca de conseguir su objetivo, pero todavía debía esperar a la
valoración de la pesca, el reparto, la despedida y no sabía cuántas cosas más, antes
de poder marcharse a casa. Estaba deseando salir de allí, pero de hacerlo demasiado
pronto desataría sospechas que lo delatarían. ¿Y si la merluza comenzaba a
oler? ¿Y si un gato, por ejemplo Mafú, el de la casa de la señora Mari,
olfateaba lo que ocultaba? ¿Y si el pescado se le caía de su cintura o asomaba
por debajo del chaquetón? No tenía otra opción que serenarse y disimular.
Don
Urbano y Juantxo contaron los ejemplares y, aparte de un par de merluzas a las
que el del Nuri puso reparos por estar mordidas, el restaurador se sintió
complacido con el resultado de la jornada.
− – ¡También besugos! – dijo, mostrando alegría −. Seguro que se venden bien. Ha sido buena idea llamarte, sí señor.
Se
apartaron y entraron en la lonja para hablar de dineros y, por el poco tiempo
que estuvieron dentro, pareció que las cuentas estaban claras. Al rato, el
patrón salió y, con un agudo silbido que hizo con sus dedos y labios, llamó a
sus cuatro tripulantes a entrar en la lonja.
− – Bueno, toca repartir.
Les
explicó cuáles eran los gastos: gas-oíl, cebos, pita, anzuelos, comida,
amarraje, … y luego repartió el excedente como estaba convenido, 50% para el
armador, 30% para él y 20% para el resto. Sabían todos que les robaba, sabían
que engañaba al armador, que los gastos estaban inflados y, por el contrario,
el dinero cobrado reducido, pero ninguno se atrevió a protestar, menos aun
Bixente que deseaba ir para casa lo antes posible. Aun con las trampas que
hacía Juantxo, las pesetas que recibieron no estaban mal y darían para unas
semanas.
− – Bien, mutilak, Gabon gaua zoriontsua izan. Hablamos en enero.
Serían las
cuatro de la tarde de aquel día de Nochebuena cuando se saludaron y Bixente salió
hacia su casa, sin correr para que nadie se extrañara pero lo más rápido
posible. Al menos, no habían regresado a Pasajes, por lo que volver al hogar
iba a resultar sencillo. Sólo se sintió sereno cuando ya había cruzado el
puente y, al palparse su barriga, notó con alegría que el pez seguía allí. El
plan, su plan, había resultado un éxito.
Paró en
el mercado y, con un poco del dinero ganado, compró guisantes, un porroncito de
aceite, unos espárragos y cuatro huevos, un lujo en aquellos días de estraperlo
y escasez.
Estaba a
salvo, sí, pero ahora tocaba enfrentarse a Anituca. Entró en el portal y, con
más ganas de llegar y descansar que valor, subió las escaleras. Sacó la llave y
abrió.
o0o
Los niños se le abalanzaron a
los brazos cuando le escucharon entrar. Se agachó, los abrazó con cariño pero sin
mucho entusiasmo y los mandó a jugar. Al fondo del pasillo apareció Anituca que
le dio un beso en la mejilla con el alivió de saber que la mar había sido
amable esta vez.
− – ¿Fue bien la faena? – dijo ella.
− – Sí. Mucho frío.
− – ¿Te han pagado?
− – Ven – Bixente empujó a su mujer hacia la cocina. Vio que los chiquillos estaban ya entretenidos entre ellos y le entregó el dinero, esta vez sin la pequeña sisa que acostumbraba para tomarse unos chiquitos de tanto en cuando.
− – Bueno, no está mal – repuso ella tras contar con rapidez el salario obtenido.
− – Hay más −. Una ligera sonrisa pícara alumbró la cara de Bixente.
− – ¿Más? ¿El qué? – contestó Anituca, interesada por el inusual comportamiento del marido.
Bixente
sacó del petate los guisantes, los espárragos, el aceite y los huevos. Para la
mujer, aquello era tan extraordinario como que hubiérase aparecido la Santísima
Virgen.
− – ¡Huevos! ¡Aceite! – gritó, de alegría – Si cuesta encontrarlos hasta en el estraperlo. Estás loco. Seguro que te has gastado la mitad de lo ganado.
− – Y, mira − siguió él, entusiasmándose ante la alegría de ella.
Se abrió
el gabán y se quitó el jersey. La merluza estaba enrollada en torno a su
cintura, aún fresca, quizá menos que las que habían llegado en el barco metidas
en agua y ahora iban hacia el restaurante sumergidas en hielo, pero lo
suficiente para ofrecerles un festín de aristócratas.
Anituca
no quiso preguntar cómo aquel largo pescado había llegado a ser un cinturón,
por qué había toallas enrolladas en el saco. No quiso pensar en el riesgo de
que le hubieran pillado, de que ahora estuviera detenido por los guardias. Lo
vio allí, enfrente suyo, sonriente, ufano, lleno de pundonor, satisfecho de
poder llevar el Nuri a su propia casa, rejuvenecido como cuando lo había
conocido en la playa de Laredo, ingenuamente feliz, como un niño que acaba de
hacer una travesura de la que se siente orgulloso… así que solo pudo abrazarle
al cuello y besarle con ternura.
− – ¿La señora sabrá preparar esto como en el Nuri?
− – Ya quisieran en esa azotea saber preparar la merluza como lo hago yo – contestó Anituca con orgullo −. Esta nos da para tres o cuatro días. Aceite, huevos, … Jesús bendito…
− – ¿A la koskera? – preguntó él.
− – A lo que me dé la gana, pero vas a chuparte los dedos −. Se le ensombreció la mirada por un instante…
− – ¿Qué pasa?
− – No lo vuelvas a hacer −, dijo muy seria, extremadamente seria. Bixente rio y le dio una palmada cariñosa en el trasero.
Mientras
él llenaba el barreño con agua caliente del fogón y se metía en el baño para
lavarse y asearse, Anituca se puso manos a la obra. Era su momento e iban a
pasar una estupenda Nochebuena y una mejor Navidad. Para entonces, los tres
niños ya estaban en la cocina, asombrados de lo que el aitá había traído
y pidiendo ayudar en todo.
IV
Tras los dos días festivos en
que lo pasaron tan bien y saciaron, más que su hambre, su envidia por comer lo
que comían los ricos, el martes 26 amaneció oscuro, frío y con algo de nieve.
Para Bixente, dos días en casa sin andar en la mar eran ya demasiados, así que
se vistió con jersey de lana y chaquetón y le dijo a Anituca que volvería para
comer, que iba a revisar la motora por si el miércoles hacía mejor tiempo y
podía salir un rato a pescar.
− – ¿Para qué hoy, precisamente? −protestó ella, sabiendo que iría de todos modos−. Vuelve para comer, que aún queda merluza.
− – Sí, aquí estaré.
Caminó
por el Boulevard hasta el puerto pesquero y le dieron las doce del mediodía cuando
estaba entrando al malecón. Justo, en ese momento, comenzaron a sonar las
campanas de la iglesia con un repiqueteo alegre y poderoso. No era festivo, así
que pasaron unos segundos hasta que se percató de que era el día de San
Esteban, santo al que se rezaba misa en el barrio de arriba desde que unas
familias de Oiartzun se instalaran allá unos cuántos lustros atrás. Con esta
aguanieve seguro que se les fastidiaba el baile que siempre organizaban pero,
al menos, darían buena cuenta de la comida y la bebida al abrigo de la lonja.
Estaba
en estas cavilaciones cuando, por azar, se topó de frente con el patrón
Juantxo.
− – Hombre, Bixente. ¿No me digas que vas a pescar con este tiempo? Vaya frío que hace.
− – No, no, sólo voy a vigilar cómo está la motora – respondió, sin maldecir la mala suerte de encontrarlo.
− – Claro, claro, las cosas de mar llaman a los hombres de mar.
− – Sí, es la vida de uno.
− – Bueno, te tengo que dejar, porque voy a la misa por San Esteban que celebran allá arriba.
− – Sí, he escuchado las campanas antes.
− – Voy tarde.
− – Pues apresúrate – concluyó Bixente, aliviado de que acabase la conversación.
El
patrón estaba ya marchándose cuando se detuvo, miró de arriba abajo a Bixente,
y le dijo con tono preocupado.
− – Te veo delgado. ¿Estás bien? Unos días pareces engordar y otros adelgazar. De un día para otro. Demasiado deprisa, demasiado deprisa. Una tía mía estuvo así unos meses y resultó ser una úlcera. Como tú, andaba. Para Navidad, entrada en kilos; pasadas las fiestas, delgada. Al revés del resto del mundo…Cuídate, cuídate…
− – Ya sabes lo que decimos por aquí – repuso Bixente −, ¡Gabon bon-bon; Natibitate, ase ta bete; San Estebantxe bestetan letxe! [1]
El
patrón rio con ganas, palmeó a Bixente en el hombro y replicó, mientras se
alejaba a buen paso hacia la iglesia:
− – Será eso, será eso …pero, ten cuidado con las úlceras, … vigila las úlceras... las úlceras… Urte berri On –. Ondeó su mano en señal de adiós.
Bixente
lo vio marchar mientras sentía una dulce satisfacción, pero la navidad había
pasado y era tiempo de volver al trabajo.
ooo000ooo
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