Ella no
es consciente, no puede serlo, aunque sí sabe que a él le gusta verla cuando se
ducha. Sí, entonces, él disimula, le pregunta cómo fue el día, finge que no la explora
con avidez, halaga su cuerpo que tanto ama y parece que es una escena de lo más
doméstica, de lo más rutinaria, lo habitual entre dos personas que se conocen
de siempre.
Lo que ella
no sabe es que, en esos momentos cuando él tiene tanta envidia del agua fina
que la moja, no la está viendo en la bañera peleando con la cortina que siempre
intenta acercarse a su cuerpo (unos dirán que es un efecto explicable por la
ecuación de Bernouilli, él dice que la cortina tiene envidia de las gotas y trata
también de besar su piel), aplicada en limpiar el sudor de la jornada. No, él
no ve eso. Cuando ella entra en la ducha, despreocupada, él ve la danza más
sensual que un coreógrafo pueda crear, la voluptuosidad más dulce, el ritual
más erótico que ningún hombre pueda imaginar. Cuando está frente a él, no hay
ducha, hay un cielo de pasión ante sus ojos.
Ella no
se da cuenta, no es consciente de su magnetismo carnal, del ballet maravilloso
que interpreta ante él con la
naturalidad de lo cotidiano. No concibe el esfuerzo que él debe hacer para contenerse,
cómo debe luchar contra su instinto para no meterse junto a ella y abrazarla, vestido y
todo. No entiende que lo que le ayuda a vencer el ansia infinita por ella es la apasionada danza
de amor que le ofrece, sin percatarse de que está bailando para él. Él está contemplando
un templo de Afrodita, una vestal ondulante, el quatrieme
devant más exquisito que ninguna bailarina pueda jamás ofrecer. Sin
darse cuenta, le entrega la coreografía
más embelesadora, memorizada tras años de hacer los mismos gestos. Se pone de espaldas,
para recibir el chorro caliente de agua y sus manos, que él no ve, se mueven
entre sus senos. Luego, enjabonándose, juega con su vientre y va bajando a su
más íntimo ser. Entonces, en un gesto reflejo, ella siempre dobla ligeramente las rodillas y
baja la vista como si fuese a contemplar su intimidad, a dejar que él la vea, a mostrárselo,
a abrirse a él, a pedirle que se entregue, a entregarse. Juega con el agua que
resbala por su cuello, por su pecho, por su espalda, por su sexo y por sus
ingles sin percibir el efecto que le provoca. Baila a su alrededor y él sólo piensa
en que salga para devorarla a besos
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