Las noches en que no podía cenar contigo porque el trabajo me lo impedía, te preocupabas de traerme algo de comida. Siempre me sorprendió el ahinco que ponías en ello, en prepararla -aún a sabiendas de que me bastaba con comprar un bocadillo en la taberna de abajo y que eso me era suficiente- , en que fuese completa, en asegurarte que hacía un hueco en el tiempo para comérmela. Me encantaba cómo me cuidabas, la pasión que ponías en ello, el amor que me dedicabas en las pequeñas cosas, en los pequeños gestos. Recuerdo bien los tuppers que me entregabas en una bolsa, cerciorándote de que hubiera tres platos – entrada, principal y postre- como si el saltarme alguno fuese un pecado capital. Te salían deliciosos los huevos rellenos. Me chupaba los dedos con ellos y luego te gustaba que te halagara diciendote lo sabrosos que me habían resultado. Limpiaba los recipientes de plástico para que por la mañana me regañaras diciendo que no era necesario, que debía haber usado ese tiempo para dormir. Lleno el estómago de tu comida y repleta mi alma de tu cariño, me sentía bien y en paz. Luego, más tarde, cuando ya era de noche y estaba a punto de acostarme me llamabas para preguntarme si lo había acabado todo. Y yo te decía que sí, que no te preocuparas, que era mucho más de lo que necesitaba, que te amaba, que te necesitaba cerca de mí. Hoy no tengo tus platillos ni tus llamadas en la noche pero sigo necesitándote como aquellas noches en que cuidabas tanto de mí.
1/3/08
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